Capítulo 25

A pesar de su tierna edad, a Samuel le encanta ayudarme con las tareas domésticas. Casi tanto como lo odia su padre. Llevo casi dos meses en América y ya no tengo que hacer tantas como cuando llegué, gracias a nuestra nueva limpiadora, Daria (por lo que se ve, tuvieron muchas antes de que yo llegara, igual que niñeras). Tanto si me ayuda a vaciar el lavavajillas, a barrer el suelo después de cenar o a limpiar la mesita que hemos usado para dibujar, Samuel se aplica a cualquier trabajo con un enorme entusiasmo. Que deje un poco que desear en cuanto a la calidad importa poco.

Todo empezó hará un par de semanas, cuando reté a Samuel a recoger sus juguetes más rápido que su hermana. Me tuve que apartar, maravillada de lo que puede lograr un poco de competitividad a la hora de motivar a un niño. Los dos corrieron por todo el salón, recogiéndolo todo como si estuvieran poseídos por el espíritu de Mr. Sheen.

Últimamente, su tarea preferida es vaciar el buzón que hay enfrente de la casa cuando llega el cartero. Siempre se acuerda antes que Ruby y me suplica que le deje salir y bajar las escaleras para, de puntillas, alcanzar el buzón y coger el correo.

Esta mañana, corriendo de vuelta a la casa, lleva las manitas llenas de cartas. La mayoría son publicidad, catálogos y folletos de cosas que nadie quiere, aunque también hay unas cuantas facturas. A primera vista, no parece que ninguna sea para mí, pero he terminado por acostumbrarme. La mayoría de la correspondencia me llega por correo electrónico, mucho más rápido y práctico. Lo único negativo de consultar mi bandeja de entrada es que me paso casi todos los días preguntándome si me habrá escrito Jason. Cuando llegué, no podía parar de entrar en mi correo cada vez que tenía ocasión, con el corazón aporreándome el pecho hasta que se calmaba en el instante en que me daba cuenta de que, una vez más, no había noticias de él.

Estaba empezando a controlarlo cuando recibí aquella llamada de teléfono. Desde entonces, entro en mi correo con las manos temblando y la frente sudorosa —de poco me sirve, porque todos los correos que recibo son de mamá.

Ojeando el correo, me encuentro un sobre casi al final del montón que me llama la atención por el solo hecho de que no tienen ningún nombre ni dirección escritos en la cara. El papel es de una calidad especialmente buena, pero aparte de eso y de la ausencia de destinatario, no presenta ninguna otra característica destacable.

Imagino que se trata de más publicidad, así que lo abro y extraigo el contenido. Pero, en el mismo instante en que atisbo el trozo de papel, me doy cuenta de que no es publicidad y de que no está dirigida a mí.

—¿Qué es esa carta, Zoe? —pregunta Samuel.

—Eh, es de mi papá —miento, ruborizándome patéticamente.

—¿Me la dejas? —pregunta, extendiendo la mano.

—Oh... no. No creo que sea una buena idea.

—Quiero una carta.

—Lo siento, Samuel, no te puedo dejar esta, tesoro. Bueno, ¿y si hacemos otra cosa? Venga, ¿qué más te apetece hacer?

Se le iluminan los ojos con el destello pícaro de quien acaba de descubrir una gran oportunidad.

—¿Puedo ver Bob Esponja? —pregunta con una sonrisa esperanzada.

—¿Por qué no? —respondo mientras lo encamino hacia la puerta.

Se le ve tan sorprendido que estoy segura de que se está preguntando si también merecería la pena pedir una tarrina de helado y un cubo de palomitas.

Bueno, sé que la carta no es para mí y que no sería razonable seguir leyéndola. Lo cual es asquerosamente molesto porque, por lo que he podido entrever, su contenido es más jugoso que un envase de Del Monte.

Me dirijo a la entrada e intento sinceramente volver a doblar la carta, devolverla al sobre y dejarla en la mesa de la entrada a la espera de su destinatario original.

El problema es que, cuando intento hacerlo, me ataca un grupo insurgente de neuronas rebeldes. Neuronas que acampan en algún lugar de mi cerebro y me tienden emboscadas cada cierto tiempo.

Son esas neuronas que me fuerzan, contra mi voluntad, a comprar y devorar barritas de chocolate Crunchie cuando, unas horas antes, me he prometido a mí misma seguir una estricta dieta macrobiótica de las que promociona Gwyneth Paltrow.

Son esas neuronas que me hacen desfilar hasta las tiendas y me obligan a usar mi tarjeta Visa para un par de sandalias de tiras que desde luego se funden mi crédito y encima no pegan con una sola prenda de mi armario.

Son esas neuronas responsables, de alguna manera, de todas las decisiones injuriosas que he tomado en mi vida. Sin duda, husmear la carta de Ryan en una esquina de la entrada es una de ellas.

Querido Ryan:

Han pasado semanas desde la última vez que te escribí y he necesitado toda mi voluntad para no volver a escribirte hasta ahora. Supongo que hay alguna buena razón para que no respondieras a mi primera carta. No sé cuál puede ser, pero estoy dispuesta a concederte el beneficio de la duda.

¿Sabes? El martes te vi en la ciudad. Estabas en una comida de negocios con alguien en ese sitio nuevo de Boylton Street. Estuve realmente tentada de acercarme a decir hola, pero no iba sola en ese momento, así que no pude.

Llevabas esa camisa negra que tanto me gusta verte. No pude evitar notarlo: te quedan muy bien los colores oscuros, Ryan, siempre lo he dicho. Resaltan el color de esos alucinantes ojos que tienes.

A estas alturas, probablemente te estés preguntando de qué va esta carta, y en cierto, sentido yo también. Supongo que simplemente necesitaba estar en contacto contigo y reiterar lo que dije la última vez. Extender la mano hacia ti y suplicarte que no me ignores. No, suplicarte no. Yo no suplico, ¿verdad? Ciertamente, no es mi estilo. Pero creo que ya lo sabes.

Lo que sucede, Ryan, es que hay mucho más de mí que todavía no conoces. Lo que comenzamos fue solo eso: el comienzo. El comienzo de algo hermoso, si dejaras que ocurriera. Por favor, Ryan, escucha a tu corazón —y a tu cabeza. Estamos genial juntos y en el fondo lo sabes. No cometas el error más grande de tu vida no reconociéndolo, amor mío.

Tuya por siempre,

Juliet

Besos

—¿Puedo leer la carta, Zoe? —pregunta Ruby.

Doy un salto y la escondo tras la espalda, consciente de que no podría tener un aspecto más sospechoso ni aun que llevara gafas y barba postizas.

—Eh, no. Es solo bill— digo.

—Le has dicho a Samuel que era de tu papá. Te he oído.

—Lo es —me sonrojo—. Mi papá se llama Bill14. Es solo que pensé que te parecería aburrida, eso es todo.

—Me dijiste que tu padre se llamaba Gordon —me dice.

—Esto es como vivir con el inspector Poirot —suspiro—. Mira, es una carta privada, ¿vale? Tan sencillo como eso. Y, por esta vez, me gustaría guardármela para mí. ¿Te parece bien?

—¿Es una carta de amor? —Sonríe—, Venga, Zoe. ¿Es una carta de amor?

—¡No! —le digo negando con la cabeza con fingida desesperación—. En absoluto. —Bueno, le estoy diciendo la verdad a medias.

Casada por los pelos
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