Capítulo 2

En primaria, mi mejor amiga se llamaba Elizabeth. Era de origen jamaicano, pero de Liverpool de la cabeza a los pies y con un acento tan espeso como para atascar un baño.

A los diez años, Elizabeth ya sabía lo que quería hacer con su vida: ver mundo. Quería escalar montañas, atravesar selvas y ver tantos sitios diferentes y conocer a tantas personas diferentes como pudiera. El año pasado me enteré de que se había graduado en Oxford, había estado viajando durante dos años y ahora trabajaba para la Cruz Roja en Estocolmo.

Menciono esto solo para ilustrar una reflexión: si existiera una escala para medir el nivel de aventura a los veinte años, al menos conforme a lo que se acepta comúnmente, la vida de Elizabeth se situaría en un extremo y la mía, probablemente, en el otro.

Durante los últimos siete años, de hecho hasta el viernes pasado, he trabajado como cuidadora en una guardería en Woolton, un barrio de Liverpool pretendidamente distinguido. En realidad, me estoy subestimando un poco: cuando lo dejé, había ascendido a directora adjunta (la más joven en conseguirlo, como le comunica mi madre a todo el que se encuentra, en los primeros treinta y dos segundos de conversación).

Esta mejora no es tanto un reflejo de una ambición implacable como del simple hecho de que me encanta mi trabajo. Me encanta. Eso no deja de ser un alivio, teniendo en cuenta que me embarqué en esta profesión después de abandonar mi primer año de licenciatura en Derecho (algo que mi madre le comunica a todo el que se encuentra, en los siguientes treinta y dos segundos de conversación).

El quid de la cuestión es que la guardería Bumblebees está a seis minutos justos a pie de la casa en la que crecí, a veinte minutos en coche del hospital en el que nací y tan cerca de mi escuela secundaria que si miras de puntillas desde el ático de la guardería todavía se puede ver un grafiti que hace referencia al morreo que supuestamente le di a Christopher Timms en sexto grado. (Por cierto, que aquello no era más que el intento de sarcasmo de algún compañero. A los diecisiete años, Christopher Timms era famoso por quemar sus propios pedos con tanta regularidad que necesitaba un camión de bomberos para él solo).

La existencia apacible que he mantenido más o menos durante los veintiocho años que llevo en este mundo es —y soy completamente consciente de ello— poco dramática, pero en mi defensa diré que tenía una buena excusa. No, dos buenas excusas: encontré un trabajo y adoraba al hombre al que adoré.

Entonces, ¿por qué querría dejarlos?

Me muevo en el asiento en otro vano intento por ponerme cómoda. Este espacio no pasaría las normas de la UE para el transporte de pollos, no digamos de personas. La cosa no va bien. Han pasado ya más de dos horas desde que perdiera la sensibilidad en los cachetes y no parece que la vaya a recuperar pronto.

Cojo mi cartera para buscar algo que hacer —lo que sea y saco mi espejo de bolsillo para examinar mi reflejo. No es una experiencia agradable.

No digo que en circunstancias normales hubiese podido conseguir los contratos de L'Oreal de Eva Longoria, pero hasta hace poco me sentía relativamente bien con mi aspecto. He heredado una buena estructura ósea de mi padre, las buenas piernas de mi madre e incluso, tras muchos años de ansiedad, he aprendido a vivir con el vientre plano que desgraciadamente no heredé de ninguno de los dos.

Ahora, sin embargo, mi rasgo más notable no son los ojos oscuros o la sonrisa perfecta que solían elogiarme, sino la piel, tan pálida que parece que necesitara un barniz. Me agencié uno de esos bronceadores de spray hace un par de semanas para ver si me servía el «brillo dorado natural» que prometía. Por desgracia, las rodillas y los codos se me pusieron de un tono tan alarmantemente naranja que estoy convencida de que la esteticista que me lo aplicó había estado esnifando pegamento.

Para colmo, en menos de un mes mi silueta de talla treinta y ocho-cuarenta, la que creía tener tan garantizada que incluso me quejaba de ella dos veces al día, ha sido reemplazada por otra exactamente siete kilos y medio más voluminosa (y subiendo).

Sí, has leído bien: siete kilos y medio. Si hasta ahora nunca habías pensado que fuera fisiológicamente posible engordar tanto en tan poco tiempo, yo tampoco, te lo aseguro. Pero lo es, y lo he hecho. Probablemente porque me he pasado los dos últimos meses atiborrándome de suficiente comida reconfortante como para saciar a Gran Bretaña entera.

¿Qué ha provocado todo esto? Un hombre. Obviamente. Mi hombre. Al menos, el que solía ser mi hombre.

Ahora puedo afirmar categóricamente que Jason Redmond, contable de altos vuelos, campeón de natación, persona encantadora para familiares y amigos y, oh, el amor de mi vida, ya no responde a esa descripción.

No importa cuántas noches haya pasado derramando lágrimas amargas sobre mi almohada. No importa cuántas horas haya pasado con Leona Lewis susurrando en mi iPod. No importa cuántas veces haya acompañado a amigos bienintencionados a karaokes y haya hecho todo lo que he podido por parecer convincente mientras cantaba a voz en grito «I Will Survive»2 (ciertamente, «Me hundiré en las profundidades de la desesperación hasta que me llame» no suena igual de bien).

Cierro el espejo y vuelvo a meterlo en la mochila.

—¿Necesita un formulario I-94W, señorita? —pregunta la azafata, que ha aparecido en mi hombro.

—Eh, bueno. ¿Por qué no? —respondo cogiendo uno despreocupadamente, como quien rellena uno de esos todos los fines de semana cada vez que se pega una escapadita a Buenos Aires para un partido de polo.

Cuando se va, me quedo mirando las líneas del formulario, pensando si se supone que debo tener uno.

—¿Tiene pasaporte británico? —me pregunta mi vecino americano mientras recoloca su cojín en forma de U, artilugio que llevo codiciando las últimas seis horas.

—Eh, sí —respondo con recelo.

—Entonces, si solo va a los Estados Unidos de vacaciones, tiene que rellenarlo. —Sonríe.

—Eh, sí... Sí, lo sé —miento—. Quiero decir, son algo más que unas vacaciones, pero...

—¿Es emigrante?

—Tengo un visado de trabajo para un año —le explico mientras meto el formulario en el bolsillo del asiento de delante, junto con el cuchillo de mantequilla y dos vasos de plástico con restos de Pepsi light en el fondo—. Así que estaré allí al menos doce meses, ¡siempre que no me echen antes!

Él vuelve a sonreír, pero esta vez ni siquiera es una sonrisa comprensiva. Es el tipo de sonrisa que le lanzarías a un terrorista suicida para infundirle calma mientras intentas averiguar dónde están las salidas de emergencia.

—Señoras y señores, les habla el capitán —anuncia una voz melosa y tranquilizadora entre los chasquidos del altavoz—. En breve iniciaremos el descenso hacia el aeropuerto JFK...

Me incorporo en mi asiento y respiro profundamente.

Nueva vida, allá voy.

Casada por los pelos
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml