Capítulo 26
Mi plan es sencillamente salir y comprar sobres, meter la carta de Ryan en uno, deslizarlo entre el resto del correo y fingir que no lo he visto. Me preocupa que se lleve la impresión de que soy de la clase de personas que desprecian deliberadamente su intimidad y leen lo que obviamente es una carta personal. Incluso aunque yo sea de esa clase de personas.
El resto del día, sin embargo, no es que sea ajetreado, es más como un día malo en el psiquiátrico de Bedlam multiplicado por diez.
Primero, la clase de natación sincronizada de Ruby, a la que la llevo orgullosa con diez minutos de antelación antes de darme cuenta de que me he dejado su bañador en la entrada. En lo que tardo en ir y volver, se hace insoportablemente tarde, y mientras que todos los demás alumnos ya se han doctorado milagrosamente en un elaborado movimiento denominado la Ostra, la pobre Ruby lucha por mantenerse a flote.
Ella acepta su situación con una increíble elegancia, pero no hace falta un libro de texto de psicología y clases particulares con Sigmund Freud para deducir que está enfadada. Me siento fatal, pero desgraciadamente solo es el comienzo.
Después, vamos al basurero del final de la calle para tirar unas cuantas cajas de basura no reciclable que se han estado acumulando en uno de los armarios de la entrada desde que llegué. Los niños quieren ayudar y no veo ninguna razón para no dejarlos. Es ya al irnos cuando me maravillo de lo limpio y despejado que se ve el maletero.
Y entonces me doy cuenta de que, en realidad, no debería estarlo.
En su entusiasmo, Ruby también ha tirado al contenedor una bolsa que contiene la mitad del vestuario de Samuel que se suponía que tenía que llevar para una limpieza en seco. Presa del pánico, evalúo las alternativas, reconozco que no son muchas y me decanto por la única opción que se abre ante mí.
Para cuando me he tirado al contenedor, he localizado el elemento culpable de esta situación y estoy intentando arrastrarme hacia fuera, tengo un muelle de cama oxidado enganchado en el pelo, una generosa porción de pizza revenida asomando por encima de mi camiseta y varios tipos corpulentos de la autoridad local de pie a mi lado, amenazando con arrestarme.
—Me encanta que seas nuestra niñera, Zoe —se ríe Ruby mientras doy un acelerón para escapar—. ¡Verás cuando se lo contemos a papá!
Al poco de esto, estoy a punto de estrellar el coche marcha atrás contra un árbol, Ruby se cae en el porche y casi se rompe la pierna, y Samuel manga un paquete de condones del supermercado tras confundirlos con un nuevo tipo de em-and-ems.
Los berrinches, que no habían sido tan malos en los últimos días, empiezan a las siete en punto. Por decir algo en su favor, las excusas de Ruby y Samuel se están volviendo casi impresionantes en lo que respecta a su inventiva. Esta noche, Ruby ha anunciado que hay una gotera en el techo de su habitación y que no puede acostarse de ninguna manera, por si le cae una gota.
—Ruby —digo con calma—, no hay goteras en el techo de su habitación. No estaría más seco ni aunque estuviese en el desierto del Sáhara.
Ruby saca el labio inferior.
—El mío también gotea —dice Samuel, en lo que parece o bien una muestra de solidaridad con su hermana, o bien un descarado intento por robarle su excusa—. ¡Gotea, gotea, gotea!
—¡No gotea! —chillo con el tono más alegre y optimista del que soy capaz, aunque estoy tan cansada como alguien que hubiese cruzado el país en burro durante días y se acordara de repente de que se ha dejado la plancha puesta en casa—. Bueno, ¿qué habéis hecho con los pijamas?
—No me gustan los pijamas —me informa Samuel.
—¡Claro que sí, cariño!
—No.
—Pero si este es tu favorito, Samuel. ¡Mira!
—¡Noooooooo!
Es en este punto cuando me doy cuenta de que mi estricta nueva norma sobre beber alcohol no más de un día a la semana, concebida anoche de marcha con las chicas mientras pedía mi tercera copa de vino, está en claro peligro. La perspectiva de agarrar una botella de cerveza y hablar con Trudie por teléfono durante no menos de una hora y media es demasiado tentadora.
A las nueve y veintiuno llega el momento: subo las escaleras con sigilo, pego la oreja a las puertas de las habitaciones de los niños y escucho algo sublime. Silencio.
Se me relajan los hombros, respiro profundamente y encaro las escaleras, directa al frigorífico. Me niego a que me descorazone el hecho de que Ryan, una vez más, haya dejado un plato de pasta casi lleno en la encimera para que el hada mágica del hogar (o sea yo) lo haga desaparecer.
Mi mano está agarrando una botella de Corrs cuando lo escucho entrar en la cocina.
—¡Hola! —digo—. Estaba buscando algo para picar de cena.
Pero conforme me doy la vuelta y atisbo su cara, veo que le interesa tan poco que le esté gorroneando cerveza como la previsión del tiempo para las islas Galápagos.
—¿Te importaría decirme qué es esto? —ruge. Empuña la carta que me encontré esta mañana.
—¿De qué se trata? —pregunto con voz angelical.
—¡Has abierto mi correspondencia!
—¡No! —farfullo.
—¿Quién iba a hacerlo si no?
Lo pregunta con tanta rabia que me resulta fácil imaginarlo a pocos segundos de convertirse en el Increíble Hulk.
—¿Quién iba a entrar en mi casa para abrir mi correspondencia privada?
—Yo... Yo no quería abrirlo. —Sé que suena patético.
—¿Qué? ¿Se te fue la mano? ¿Has abierto el sobre por accidente, has sacado la carta por accidente y te has desecho del sobre por accidente?
—Bueno... ¡sí! —respondo con la esperanza de conservar un apropiado aire de dignidad, aunque siento que mis mejillas están tan calientes como para freír huevos—. El caso es que no había...
—¡Oh, venga! —me interrumpe—. Menuda pieza estás hecha. ¿En serio quieres que me crea eso? Te lo digo, he visto a muchas niñeras hacer perrerías antes, pero ninguna tan mala como esta. O sea, en nombre de Dios, ¿qué...?
Mientras Ryan prosigue con su filípica, me indigno cada vez más. Vale, no debería haber leído la carta, pero es verdad que la abrí por accidente. Además, ¿me merezco realmente semejante amonestación después de lo que he aguantado en este trabajo?
Con la sangre a punto de cocción, sé que la única manera de afrontar esta situación es actuar rápidamente y con un único objetivo: demostrar que Zoe Moore no es del tipo de mujeres que aguanta ese comportamiento.
Fortalecida por este pensamiento, levanto la mano izquierda y me dispongo a dar un golpe en la encimera, convencida de que la fuerza de ese gesto, unida a mi mirada acerada y autoritaria, harán que se calle de inmediato y que suplique mi perdón.
Tristemente, se me olvida ponderar en mi cálculo el plato de pasta sin comer de Ryan, que se encuentra en el camino de bajada de mi puño.
Cuando mi mano aterriza, el plato y las tiras de tagliatelle con tomate salen despedidas por el aire a través de la habitación con un efecto de fuegos artificiales que no había visto desde la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos.
En el momento en que el plato cae con estrépito sobre las baldosas y revienta en unos ochenta y pico trozos, mi corazón late desbocado y el pánico casi no me deja respirar.
Bueno, Zoe, mantén la compostura. Piensa en una estrategia para responder a esto. ¿Suplicar su perdón, tal vez? ¿Fingir que desde el primer momento mi intención era redecorar las paredes esta noche? ¿Correr?
Mierda...
Entonces me doy cuenta de algo. Vale, no era exactamente lo que tenía en mente, pero Ryan, quitándose con dignidad un pegote de salsa de tomate dé la nariz, está completa y absolutamente aturdido, en silencio.
Enderezo la espalda y lo miro con severidad. Hoy ha tenido una reunión importante. Lo sé porque se ha afeitado y lleva una cara camisa blanca que hace que la piel de su cuello luzca tersa y con un brillo de sol. Mis ojos se sienten atraídos hacia la erótica curva de su nuez y una horrible imagen mental cruza mi mente: mis labios rozándola. Me hechiza el sensual contorno de sus mejillas, su frente decidida y sus indecentes labios carnosos.
Corta la respiración, en serio. No importa lo arrogante, malhumorado o molesto que sea; nada puede quitarle eso.
Pero no puedo dejar que me distraiga.
—Estaba intentando decirte —le digo— que tu carta venía en un sobre sin nombre y sin dirección. No sabía que era para ti. Y desde luego no sabía el tipo de cosas que contenía.
Se endereza, claramente recordándose a sí mismo que es él el que tendría que estar enfadado conmigo.
—Pero ahora sí lo sabes, ¿eh?
Muevo la cabeza en silencio con la expresión calculada de decepción que ponen los entrenadores de perros cuando un King charles spaniel se caga en la moqueta.
Antes de darle la oportunidad de decir o hacer otra cosa además de sentirse molesto, me doy la vuelta y, sin prestar atención al caos que he formado, camino hasta el frigorífico. Lo abro y cojo descaradamente no una ni dos, si no tres botellas de cerveza. Lo cierro de un portazo y enfilo la puerta.
—Me voy a la cama —anuncio.
Desfilo escaleras arriba con un atracón de euforia. He conseguido que Ryan se calle y que me escuche. ¡Increíble!
Estoy a punto de destapar una cerveza para celebrarlo cuando me doy cuenta de que no me he traído nada para abrirla.
No te preocupes, Zoe. No es un desastre. Todavía puedo conseguir un abridor sin arruinar el efecto de mi espectacular escapada. El cajón donde lo guardan está al lado de la cocina, junto a la puerta. Incluso aunque Ryan siga ahí, puedo deslizarme por las escaleras, abrir la puerta y volver disparada arriba, en silencio, antes de que se dé cuenta.
Cuando estoy en la cocina con la mano en el cajón, entreveo a Ryan en el otro lado de la habitación haciendo algo que me deja perpleja: está limpiando la salsa de tomate de las paredes con un trapo y spray para cocinas. No es que Ryan no haya visto nunca antes una botella de líquido desengrasante, es solo que, las pocas veces que lo he visto examinar una, su cara mostraba el mismo desconcierto que un cavernícola intentando montar un mueble de IKEA.
Cuando me sorprende mirándolo, se levanta y se mete la mano en el bolsillo de atrás.
—Toma —dice extendiéndome el abridor—. Lo acababa de usar.
—Gracias —digo cortante mientras lo cojo.
—De nada —responde.
Estoy a punto de emprender la marcha hasta la habitación cuando me vuelve a mirar y siento una oleada de rubor en mi cuello.
Está sonriendo.
¿Por qué se sonríe? Le devuelvo una mirada severa y mueve la boca; noto que se está aguantando la risa.
Por alguna razón la idea me hace sonreír, lo que activa algún mecanismo en su interior. La risa. Incontrolable. Una risa levemente histérica que claramente no va a parar, por mucho que se apriete la boca con el dorso de la mano.
Y lo que es peor, es contagiosa. De repente me veo uniéndome a él. Unas risitas al principio y luego aullidos a pleno pulmón, imparables.
Se convierte en algo cíclico. Cada vez que pienso que lo tengo controlado, le miro a la cara y empieza otra vez. Y él igual.
Al final, con lágrimas en los ojos, Ryan me lleva hasta la puerta.
—Sal de aquí —consigue decir entre risotadas. —Tía loca.
Mientras subo las escaleras riendo, se me ocurre que es posible que esto sea lo más extraño que me ha pasado desde que estoy aquí. Dios, ahora sí que necesito una cerveza.