Capítulo 24

Las niñeras británicas en los Estados Unidos tienen un instinto natural para buscar a otras de su especie, aunque en su tierra natal hubiesen tenido pocas posibilidades de ser amigas. Mi nueva amiga, Felicity Bowdon-Clarke, y yo entramos sin duda en esta categoría. De hecho, es justo decir que tenemos tanto en común como la princesa Michael de Kent y Kerry Katona.

Yo trabajaba en una guardería maravillosa pero de clase media a las afueras de una capital de provincias, mientras que Felicity había sido empleada en el millonario distrito de Knightsbridge por la familia de un industrial tan rico que los azulejos de su cuarto de baño probablemente eran Picasso auténticos. Hasta donde puedo recordar, es la primera graduada por una escuela de élite e hija de un magistrado de la Corte Suprema con la que me he cruzado.

—Venga, Nancy, presta atención, por favor. El cuchillo así y el tenedor así —instruye con ese tono tan repipi y falso con el que es capaz de decir casi cualquier cosa.

Mientras Felicity coge la mano derecha de Nancy y coloca sus dedos en la posición correcta, hay algo que debería explicar: Nancy no es la niña de cinco de años por la que han contratado a Felicity, para que la cuide, sino su madre, de treinta y nueve.

—Bien. El protocolo americano, como sabes, es cortar unos pocos trozos de comida del tamaño de un bocado y luego dejar el cuchillo cruzado en la parte superior del plato con el extremo afilado hacia adentro —continúa Felicity— Entonces, el tenedor se pasa de la mano izquierda a la mano derecha antes de comenzar la ingestión.

—Ajá —replica Nancy, concentrada.

—El estilo europeo comienza de la misma forma que el americano; se corta sosteniendo el cuchillo con la mano derecha y asegurando el alimento con el tenedor en la mano izquierda. La diferencia es que el tenedor se queda en la mano izquierda, con los dientes hacia abajo, y el cuchillo en la derecha. Procedemos a degustar los trocitos de comida cogiéndolos con el tenedor, que seguimos teniendo en la mano izquierda. Así. ¿Qué te parece? Fácil, ¿verdad?

Mientras intento averiguar cómo ha conseguido Felicity que algo tan simple como usar un cuchillo y un tenedor suene como el tema estrella de una clase magistral de ciencias aplicadas, ella vuelve a la carga:

—Estoy convencida de que son el tipo de detalles que realmente importan, ¿tú no, Zoe? —pregunta con la sonrisa más amplia que nunca—. Creo firmemente en la importancia de que los padres den un buen ejemplo. He visto tantas veces lo contrario... Si los padres descuidan el hogar, acaban teniendo niños descuidados. —Y, a continuación, se ríe—: Y, por decirlo a las claras, ¡yo no me encargo de niños descuidados!

Felicity es extremadamente atractiva: delgada, con una viva melena pelirroja. Algo así como Nicole Kidman hace quince años. Además, aunque su concepto del cuidado de los niños es tan progresista como el de una institutriz victoriana, resulta difícil no cogerle cariño.

—Vale, creo que ya lo tengo —responde Nancy, con un fuerte deje de la costa este—. ¿Así? —dice, sosteniendo en alto el tenedor y el cuchillo para que Felicity los examine.

—Parfait! —exclama Felicity—. Félicitations!

—¿Eh? —pregunta Nancy.

—No te preocupes, otro día veremos eso.

Nancy Magenta y su marido Ash amasaron su fortuna regentando un imperio de peluquerías que vendieron el año pasado para concentrase en desarrollar una línea de champús. No son exactamente los típicos residentes de Hope Falls, que, según he deducido, se agrupan en dos categorías: intelectuales profundos o tipos de altos vuelos de la gran ciudad. A juzgar por su éxito en la vida, Nancy y Ash deben de ser listos como ellos solos. Precisamente por eso, uno podría pensar que adiestrarse en el arte de manejar la cubertería no debe de ser una de sus máximas prioridades. Pues parece ser que es al contrario.

—¿Ves? Esto es el tipo de valor añadido que supone una niñera británica para un hogar —le dice Nancy a Trudie, Amber y a mí misma mientras se recoge el pelo por detrás de su hombro forrado de Versace—, Cuando trajimos a Felicity supe que hacíamos bien en contratar a una de vosotras. Quiero decir, que tiene tanto que ofrecer desde el punto de vista cultural.

Por un instante, Nancy deja de masticar su chicle, cosa que ha estado haciendo durante la última media hora con tanto vigor que me duelen las mandíbulas solo de verla.

—Nunca lo diré suficientes veces, Felicity: ¡es tan maravilloso tenerte aquí! —salta de la silla para abrazar a Felicity, parece que con el único fin de festejar su existencia.

—Sí, bueno, no nos dejemos llevar demasiado por la emoción —se ríe Felicity entre dientes deshaciéndose del agarrón de Nancy—. A ver, Tallulah, ¿te has lavado la cara y las manos, preparada para pasar el día fuera?

Tallulah, una niña pequeña, mona y un poco rechoncha, con melena tipo Cleopatra y sonrisa tímida, asiente obediente.

En menos de una hora llegamos al parque y Tallulah empieza a relajarse un poco gracias, en gran parte, a lo bien que ha congeniado con Ruby, como buena fan de las Bratz. Las dos se tiran a por los columpios mientras Felicity se sienta en un banco y sonríe con ternura.

—Tallulah es una niña encantadora —dice.

—¿Te gusta trabajar para Nancy? —pregunta Trudie.

—¡Por supuesto! —responde Felicity—. Quiero decir, ninguna familia es para siempre y estoy segura de que volveré al Reino Unido en algún momento, pero por ahora son maravillosos.

—Parecen mucho mejores que la última gente para la que trabajaste —dice Amber, asintiendo—. Por lo que has dicho, no puedo creer que exista gente tan materialista.

—No tengo nada en contra del materialismo —responde Felicity—. De hecho, casi lo consideraría un requisito previo. No hay nada peor que trabajar para alguien que no está dispuesto a desprenderse de algo de dinero.

—No puedes trabajar en esto por la pasta —señala Trudie.

—¡Por supuesto que no! —se ríe Felicity—, Aunque me pagan bien.

—¿De verdad? —pregunto dubitativamente.

Me mira con compasión.

—En Boston hay personas con un JD, o sea, un doctorado en Derecho, que ganan menos que una buena niñera —me informa—. Si sabes jugar tus cartas, como yo, puedes conseguir todo tipo de privilegios... Seguro médico, un pase para el club de campo, viajes particulares con los puntos que consigue tu jefe como pasajero habitual...

Ni siquiera he olido algo parecido de Ryan, y por la expresión de Trudie, debo suponer que ella tampoco.

—Por supuesto, se trata de tener demanda —continúa Felicity—. Nancy sabe que muchas veces, en el parque, se me acercan padres que me ofrecen el doble de lo que gano. Ayer mismo me pusieron una nota en el parabrisas delantero.

Yo sigo mirándola, asombrada.

—Oh —añade rápidamente—. No me gustaría daros la impresión de que estoy en este trabajo por razones equivocadas. Hago esto porque me resulta muy satisfactorio trabajar con niños y con sus padres. Cuando saben comportarse, claro está.

—Cuando no, te pueden hundir, ¿verdad? —digo saltando a lo primero que encuentro que tenemos en común—. Quiero decir, Ruby y Samuel son maravillosos, y se portan perfectamente la mayoría de las veces, pero la hora de irse a la cama a veces es una pesadilla total.

—Me refería a los padres —responde Felicity. Se levanta y ahueca las manos alrededor de la boca—: ¡Tallulah, Tallulah, ven aquí ahora mismo, por favor!

Grita sus instrucciones con un tono en falsete de sargento mayor al mando de un escuadrón sordo. Tallulah suelta su muñeca y sale disparada hacia nosotros con los ojos abiertos de par en par, expectantes.

—Bueno —dice Felicity chasqueando suavemente la lengua—. ¿Qué te he dicho de la ropa?

—Eh... —reflexiona Tallulah mordiéndose el labio—. No estoy segura.

Felicity suspira mientras saca un cepillo del bolso y la emprende con el pelo de Tallulah como si estuviera cepillando a un perro afgano.

—Te pedí que intentaras no ensuciártela —le recuerda sonriendo—. Puede que tengas cinco años, pero eso no es excusa para descuidarte. Espera a tener la edad de tu madre para hacerlo. Venga, corre y ten cuidado, cariño.

—¿Os he dicho que mi familia quiere que me vaya con ellos a las Seychelles el mes que viene? —anuncia Amber.

—¡Estás de broma! —grita Trudie—. ¡Tendrás suerte! Es decir, Barbara y Mike son geniales y todo eso, pero no veo que vayan a tener vacaciones en breve, ya no digamos que me dejen acompañarles. Están demasiado ocupados para unas vacaciones, me dice Barbara todo el tiempo.

Estoy a punto de contarles que se suponía que yo iba a ir a las Bermudas este verano, pero decido no hacerlo. Soy lo suficientemente profesional como para no pensar demasiado en esas cosas, aunque hace un par de semanas estuviera a punto de realizar una ceremonia de cremación de mi bikini.

—Bueno, no estoy muy convencida con el tema —dice Amber torciendo el gesto.

—¿Qué? ¿Por qué no? —pregunto.

—Es que... Es muy difícil conciliar el viaje con mis creencias. —Juguetea con una de sus rastas—. Tienen planeado quedarse en un hotel de cinco estrellas. Dejé de hacer ese tipo de cosas hace años. Prefiero viajar con sentido, si es posible alojándome con la población indígena. De hecho, tenía planeado un viaje el año pasado para alojarme con el pueblo zulú de Sudáfrica. No lo hice porque me rompí un dedo del pie subiendo al avión.

Trudie, que ha estado haciendo galopar a Andrew sobre su rodilla en la sesión de caballitos más intensa que pueda verse fuera de un rodeo, se detiene para mirarla.

—¿Puedo darte un consejo, cariño? —dice—. Haz el esfuerzo de ir hasta las Seychelles, quédate en una tumbona, pide la piña colada más grande que tengan y relájate. Si después sigues preocupada por tus principios, dame un toque. Iré como una bala.

Casada por los pelos
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