Capítulo 50
Ryan no es ningún santo. Si me hubiera convencido de que todo lo que pasó la semana pasada lo había convertido en el mejor compañero de casa del mundo de la noche a la mañana, me merecería una dosis de realidad del tamaño de la isla de Wight.
Pero —y es un gran pero—, desde que puse en práctica mi formación en primeros auxilios y su hijo volvió de las garras de la muerte, tengo la sensación de que hay algunas cuestiones que ahora ve con más perspectiva. La plasmación de esto es que ha mejorado tanto que si tuviera que escribir un informe intertrimestral sobre su actitud le daría cinco estrellas.
Se acabó el «me trago el whisky como si fuera lo último que voy a hacer en mi vida». El «voy dando zapatazos por toda la casa» casi se ha acabado. El «llego a casa a las tres de la mañana apestando a perfume» no se ha acabado, pero ¿qué más da? Nadie es perfecto.
De hecho, anoche no llegó hasta alrededor de las cinco y media, y he podido determinar —por el tufillo que desprendía su camiseta cuando hice la colada esta mañana (sí, sigo haciéndola)—, que ha vuelto a salir con la mujer que usa Pleasures de Estée Lauder. Por aquí no ha aparecido como mínimo desde hace seis semanas.
En cualquier caso, lo esencial es que, además de acabar con la mayoría de sus malos hábitos, ha empezado a hacer muchas otras cosas. Como pasar mucho tiempo conmigo y con sus hijos. Como divertirse. Como, agárrate, reírse.
Sí, Ryan se ríe tanto últimamente que ha empezado a parecerse a un hombre que hubiera recordado cómo disfrutar de la vida. Incluso se las apaña para hacerme reír con frecuencia, una perspectiva que yo había considerado tan improbable como que Nicole Richie ganara un premio internacional por sus contribuciones a la ciencia molecular.
Ruby y Samuel se han dado cuenta del cambio drástico. Solo esta semana, ha llegado a casa después de trabajar siempre antes de las seis y así ha podido jugar al baseball en el jardín, sentarse a pintar en la mesa de la cocina o simplemente ver una película en la tele. En realidad, ha hecho tantas cosas con los niños últimamente que a veces me siento como si viviera con un animador de cruceros.
El efecto que todo esto ha tenido en los niños ha sido increíble. A Ruby le brillan los ojos permanentemente, y toda la semana —a excepción de unos pocos devaneos el martes— ella y Samuel se han ido a la cama agotados y felices y se han quedado profundamente dormidos a las ocho y veinte.
Mi trabajo se ha vuelto mucho más fácil.
Esta noche, mientras pienso qué darles de cena a los niños, oigo un portazo. Mis hombros ya no se tensan de forma involuntaria.
—¡Papi! —chillan Ruby y Samuel, hundiéndose en sus brazos como dos cachorritos hiperactivos.
—Guau —digo—. Son poco más de las cinco. Llegas pronto.
—Me han dejado salir por buen comportamiento —dice sonriendo.
—Bueno, estaba a punto de empezar a cocinar... Si quieres te puedes unir a nosotros.
Ryan hace una mueca.
—Probé esa salsa HP el otro día —dice con burla—. Y tengo serias dudas sobre tus gustos culinarios.
—¡Serás caradura! —exclamo, y los niños estallan en carcajadas.
—No, no —protesta—. Iba a ofreceros que saliésemos a cenar fuera.
—¿De verdad? —chilla Ruby, saltando con tanto entusiasmo como si le hubiesen dicho que nos mudábamos al Reino Animal de Disney.
—¿De verdad, de verdad? —añade Samuel.
—Sí, de verdad, de verdad —replica Ryan, levantándolo y lanzándolo por el aire como si no pesara más que un balón de playa.
Corro escaleras arriba y abro el armario para analizar las opciones que tengo. ¿Qué demonios tiene que ponerse uno para ir a cenar con un jefe y dos niños a su cargo? ¿Vamos de vestido de noche y tacones? No, no, no. Los vestidos de noche y los tacones definitivamente no entran, en gran parte porque que no quiero acordarme de la última vez que llevé un conjunto así.
Después de una búsqueda intensiva en mi armario, me decido por un conjunto que me compré hace poco y que parece hecho para una ocasión como está —es decir, para cuando no tenga la más remota idea de qué ponerme—: pantalones de lino y un top vaporoso y estampado con mangas japonesas, como el que llevaba Kate Hudson en un número reciente de la revista Allure —aunque apuesto a que el suyo no vale treinta y cinco dólares en H&M.
Me dispongo a aplicarme el maquillaje, un proceso exigente y sutil para cualquiera. Si me paso con la base de acabado suave Clinique me arriesgo a que me tomen por una desgraciada que, ante la perspectiva de una cena, ha vaciado todo el armario en busca de algo que ponerse. Si me quedo corta, parecerá que estoy de paso en mi camino de vuelta de Walmart.
Cuando me encuentro con Ryan en la entrada, se me queda mirando mientras les abre la puerta a los niños. Como de costumbre, me tiemblan las rodillas.
—Estás más delgada, Zoe —dice.
Me quedo de piedra.
—¿Qué?
—Estás más delgada —repite.
Estoy asombrada por esa afirmación y a punto de sucumbir bajo el peso de mi gratitud. Es como si Ryan me hubiese anunciado que mis ojos son dos estrellas, mis labios dos gotas de rocío y que tengo el cuerpo de una diosa griega.
—¿Tú crees? —pregunto tan indiferente como puedo, con las mejillas más radiantes que el dedo de ET—. No estoy a dieta ni nada... y bueno, solía estar mucho más delgada que ahora, sinceramente.
—Estás genial. —Sonríe, y mi corazón empieza a bailar de alegría—. Venga, Ruby, aúpa.
Lo más ridículo de todo es que no me he puesto a dieta, lo cual solo puede llevarme a una conclusión: cuanto más te esfuerzas por adelgazar, menos peso pierdes.
Además, Ryan tiene razón: he perdido peso. Por descontado, no estoy en mi talla habitual, pero yo calculo que habré perdido unos tres kilos, puede que más.
Cuando entro en el restaurante me siento Miss Mundo después de un día en el spa.
La cena es en Legal Seafoods, toda una institución en Boston a la que Ruby y Samuel no se habían aventurado hasta hoy. Ruby acepta el desafío de cenar en un «restaurante pijo» usando un divertido falso acento británico y sosteniendo el cuchillo y el tenedor con tanta delicadeza que no paran de caérsele.
Pide una trucha arcoíris, pero parece decepcionada cuando se la traen. En lugar de la criatura exótica y colorida que ella había imaginado, es solo un pez enorme. Ahora que soy una persona con una exitosa y saludable dieta, decido optar por una crema de almejas Pero son las ostras de la costa oeste de Ryan las que provocan el mayor revuelo.
—¡Arrrg, papi! —grita Ruby cuando Ryan coge una.
—¡Arrrg, papi! —corea Samuel.
Qué raro. Ver a Ryan chupar una ostra con la lengua provoca el efecto inverso en mí.
—Oye, están deliciosas —dice Ryan sonriendo de oreja a oreja—. A Zoe también le gustan, ¿verdad, Zoe?
Me sonrojo. Sin querer desvelar que no las he probado jamás, cojo una y me la echo a la boca.
—¡Deliciosa! —exclamo, mientras me trago algo que sabe a un terrón de cieno salado—. No sabéis lo que os perdéis.
Samuel está al borde de la carcajada, pero Ruby no podría parecer más horrorizada ni aunque nos estuviésemos comiendo nuestros calcetines sin lavar acompañados de una compota de agua de retrete.
—Qué asquerosos sois —dice, cogiendo un bollo de pan.
Conforme avanza la noche, llego a la conclusión de que salir a cenar ha resultado tal éxito sin precedentes que Ryan debería plantearse que lo hiciésemos todos los días. Y no dudo en decírselo.
No es solo por los niños. Yo también he disfrutado. A las nueve, todavía sentados a la mesa y esperando a que venga el taxi a recogernos, me doy cuenta de la maravillosa oleada de calor que estoy sintiendo esta noche. Se lo achaco a la botella de vino que hemos compartido Ryan y yo.
—Dios, qué idiota soy —dice sin venir a cuento.
—¿Has olvidado las llaves?
—No, no. Otra cosa. Un brindis. Levantad los vasos, niños.
Sostienen sus vasos tan alto que Samuel casi se tira el zumo de naranja por la cabeza.
—Por Zoe —dice Ryan—, Nuestra salvadora.