Completamente equivocado
Decir que mi madre no era agraciada no es una crítica ni una queja. Sencillamente era una de aquellas mujeres que pasan inadvertidas, como muchas otras de su tipo.
Nacida en una familia de alcohólicos, mi madre decidió mudarse de St. Louis a los diecisiete años porque, como lo decía, "No resistía un minuto más las peleas, la bebida y la locura". Se mudó a casa de una prima en California para iniciar una nueva vida. Esto ocurrió en 1959.
En 1960 se casó con mi padre, un marino, y durante los cuatro años siguientes tuvieron a Tammy, Tina, Jerry y yo. Compraron una pequeña casa en el Condado Orange en 1967. En 1975, habiendo dado lo mejor de sí mismos, mis padres se divorciaron. Yo tenía doce años.
Tal vez fue por el enorme cambio que trae un divorcio, no lo sé, pero de repente comencé a ver a mi madre más como una persona que como una mamá. Empecé a observar su rostro, desprovisto de facciones espectaculares. Sus ojos tenían grandes ojeras alrededor, y su figura reflejaba los partos y sus secuelas. Los hombres no se fijaban en ella. Nunca parecían advertir aquellos ojos ígneos que yo había comenzado a notar con el tiempo.
Como a menudo tienen que hacerlo las madres solas, la mía aceptó un segundo trabajo en las noches, entregando programas de carreras de caballos en las licorerías. Solía prometerme un helado de chocolate si la acompañaba; decía que era la única oportunidad que tenía ahora de estar conmigo. Llevaba sus paquetes a las licoreras y apenas recibía un gruñido de los hombres que los recibían. Mamá parecía invisible para los hombres.
A medida que me convertía en una joven, comencé a sentir una amargura silenciosa por el desinterés general de la gente por mi madre. Sabía el gran ingenio que tenía y el inmenso conocimiento que había adquirido por ser una lectora insaciable. Todo ello estaba en sus ojos. No era una observación crítica, típica de los adolescentes cuando juzgan a sus padres. Sencillamente, me daba cuenta de que la vida silenciosa y heroica de mi madre pasaba desapercibida, que nadie la apreciaba. Esto me causó una gran pena.
El 9 de febrero de 1986, recibí una llamada telefónica en medio de mi tumo en una bodega mayorista. Era mi madre con la noticia de que el resfrió del que había tratado de deshacerse durante dos meses, se debía a un tumor en el pulmón izquierdo. Una semana después fue operada. El cirujano observó que el tumor se había ubicado en la aorta en una espiral ascendente hacia el corazón, y la cerró de inmediato. Nos habló extensamente sobre la quimioterapia y las radiaciones, pero sus ojos nos revelaban la verdad.
Mi poco agraciada madre luchó contra aquel tumor como un guerrero, y nadie pareció percatarse de ello. Sufrió los efectos de las radiaciones en su caja vocal y en su capacidad de tragar e incluso de respirar. Valientemente enfrentó la pesadilla de la quimioterapia; incluso compró una peluca de color rojo vivo para tratar de animar a la familia. No funcionó. Juró "derrotar esta bestia" hasta que perdió el conocimiento el 2 de febrero de 1987, y murió rodeada de sus tres hijos que acariciaban aquellas mejillas sin gracia. Esto me molestó.
Estaba furioso con el mundo por no haberse fijado en ella. Yo me fijé en ella. Observé el precio que había pagado por su lucha y su soledad. ¿Cómo pudieron dejar de advertir que aquella mujer, físicamente poco atractiva, era en realidad un ser humano maravilloso? Permanecí iracundo hasta sus funerales.
Gente que yo no conocía empezó a llenar la simple capillita donde mi madre podía ser vista por última vez. Acudieron muchos compañeros de trabajo de más de veinte años atrás; la última vez que me habían visto yo estaba en pañales. Llegaron muchísimos amigos a quienes yo no conocía, amigos del trabajo que mi madre tuvo hasta cuando se sintió demasiado enferma para continuar, y que nos reconfortaban a mis hermanas y a mí. Incluso el jefe que tenía cuando repartía los programas de carreras llegó, me estrechó la mano y me dijo que mi madre era "la mujer más bondadosa que había conocido".
Comencé a notar a mi madre como persona a los doce años y sentí que su vida era simple. Contemplé la capilla llena de buenas personas que sí se habían fijado en mi madre, y que la consideraban todo menos sin gracia. Había dejado una huella en sus vidas, y era yo quien no lo había advertido. Nunca me sentí mejor de haber estado tan equivocado. No había pasado inadvertida para ninguno de ellos, y mi ira desapareció.
Gerald E. Thurston Jr.