Seis de las siete maravillas de mi mundo
"Ésta es una de las cosas que jamás haría si no hubiera tenido siete hijos", dijo mi madre, mientras viajábamos por el desierto de Nuevo México en un Chevrolet convertible. Había llegado a Tucson dos días antes, para acompañarme a mudarme a Washington, D.C. Cuando le dije que haría el viaje, no aguardó a que le pidiera ayuda. Pidió permiso en su trabajo, hizo las reservaciones y voló desde Chicago para darme una mano y acompañarme.
A menudo he escuchado decir que cuando hay siete hijos, alguno siempre se queda atrás, como si fuese una ecuación matemática (número de horas dividido por número de hijos igual cantidad de atención por hijo). Ésa no fue mi experiencia. No sé cómo hizo mi madre, pero nunca me sentí relegada—ni respecto a mis hermanos, ni a su carrera y actividades, ni siquiera respecto a mi padre.
Recuerdo cuando de niña me sentaba en su regazo y la escuchaba explicamos acerca de las ocho partes iguales de su corazón, una para cada uno de sus hijos y una para mi padre. No tengo idea dónde estarían mis hermanos y hermanas cuando mi madre y yo nos dedicábamos a nuestro juego de "La señora O'Leary y la señora Foley", tomando té y galletas mientras comentábamos sobre los vecinos. O cuando me leía para dormirme y cantaba sus canciones de cuna, "Duerme, mi calabacita / hasta las puntas de los pies / Si duermes, mi calabacita / te convertirás en una rosa".
Cuando comencé a ir al jardín infantil, mi madre me dijo que si alguna vez me sentía sola, lo único que tenía que hacer era enviarle un beso; ella lo recibiría y lo devolvería de inmediato. Realmente creía que recibía mis besos y yo sentía los suyos. Aún lo creo hoy en día. De alguna manera, el teléfono siempre suena cuando más la necesito.
Donde quiera que estoy, cualquier cosa que ocurra en mi vida, siempre la comparto primero con ella. Eso me hace preguntarme qué haré algún día sin ella. Pero he llegado a comprender que mi madre siempre estará ahí para mí. Esto se debe a que puso las partes más resistentes de sí misma en nosotros siete, para que nunca me sienta sola.
Cuando necesito su opinión, sobre cualquier cosa, desde cómo criar a mis hijos hasta cómo cortarme el cabello, llamo a mi hermana Lisa. De ella recibo el consejo meditado, justo y honesto de mi madre.
Cuando necesito solucionar un problema, llamo a mi hermano Bill, pues tiene la sabiduría y creatividad de mamá. También tiene su capacidad para mirar el mundo y convencerme de que él debería manejarlo.
Cuando pienso que tengo demasiado que hacer y no tengo suficiente tiempo para todo, cuando necesito la fuerza y el humor de mi madre, llamo a Gay, quien educa a sus cuatro hijos y tiene tres trabajos, y quien a pesar de todo, siempre se las arregla para sentarse a conversar, a escuchar y a compartir un momento grato con los demás.
Cuando el mundo me parece tedioso y repetitivo, llamo a Jim para recibir una dosis de la magia de mamá. Al igual que ella, Jim ve la maravilla de las cosas. Bien sea que hable con un niño o con un adulto, jurará en Navidad que vio un elfo en plena faena.
Para obtener la compasión de mamá, cuando necesito que alguien me escuche y me acepte incondicionalmente, llamo a Mary, quien preparará el té y me dejará llorar, y sabrá cuándo callar.
Y cuando necesito el valor de mi madre, cuando no consigo hacer algo que sé que debo hacer, llamo a mi hermana Doyle, quien, aun cuando es la menor, su instinto siempre me ha guiado por el camino correcto y me ha dado la confianza en mí misma para lograr mis metas.
Así, allí estábamos, viajando por el desierto, y mi madre hablando acerca de algunas cosas que no haría si no hubiera tenido siete hijos. Pues bien, hay muchas cosas maravillosas que nosotros siete no tendríamos si ella no hubiera tenido siete hijos—porque nosotros somos el mejor regalo de nuestra madre para nosotros.
Jane Harless Woodward