Cada mañana es un don

No puedo apartar de mi mente las imágenes de la noche anterior a que todo comenzara. Me veo en la mesa del comedor, levantando la copa para brindar por mi hija y su prometido.

Estaba rodeada por mi familia y mis amigos, rostros sonrientes a la luz de las velas. Mi esposo, Steve, se inclinó y me besó.

Aquellas horas felices habrían de ser las últimas antes que nos dominara el temor. Esa noche, en mi cama, mi vida cambió para siempre.

Había sentido una incomodidad durante semanas, pero pensé que era un dolor de espalda. Cuando desperté a medianoche sintiendo una gran opresión en mi pecho, supe que era el corazón. "Llévame al hospital", le dije a Steve sin aliento.

"Estarás bien", me repetía. El está tan atemorizado—dije entre sollozos—y yo también, Dios mío.

En el hospital, recordé entre lágrimas otro hospital hace mucho tiempo, y yo —apenas con diez años —ante la cama de mi padre después de su primer infarto.

Mi madre había muerto años atrás cuando dio a luz a mi hermana, y papá era todo mi mundo. Luego, cuando yo tenía doce años, sufrió otro infarto—en el trabajo. Nunca tuve oportunidad de despedirme de él, lo cual me causó una profunda pena. Ahora era yo quien estaba en el hospital. Le rogué a Dios que no me dejara morir sin despedirme de mis hijos. Jeffrey sólo tenía trece años, Jason, quince, y Tricia se iba a casar y ahora me necesitaba.

Steve fue a buscar a los chicos mientras me sometían a una angiografía para descubrir dónde estaba el bloqueo. "Tres de las cuatro arterias principales están obstruidas", dijeron los médicos.

"¡Pero si sólo tengo treinta y nueve años!", sollocé.

El médico me explicó que había heredado la enfermedad del corazón de mi padre, razón por la cual necesitaba una cirugía para ponerme un marcapasos, pero que mi corazón estaba tan mal que cualquier procedimiento podría matarme.

Temblé de temor. Pero no era temor a la muerte; más que nada, no podía aceptar que mis seres queridos experimentaran el mismo dolor que yo había soportado de niña.

"Es posible que no sobreviva a la operación les dije a los chicos; todos lloramos.

Los días anteriores a la cirugía, Steve me visitaba tanto como era posible e intentaba sonreír, pero yo veía el temor reflejado en sus ojos. El y yo sólo llevábamos un año de matrimonio. "Habíamos esperado el momento adecuado para hacerlo. Falta mucho por hacer juntos", susurró. Yo asentí distraída.

Tricia hablaba de las flores para la boda. Yo sonreía. Jeffrey y Jason me hablaban del colegio.

"Cuando regreses a casa me decían, pues trataban de ser valientes. Sin embargo, a todos nos invadía el temor.

La mañana de la operación, por la ventana vi salir el sol sobre el lago. Había un velero y traté de imaginar la quietud que sentiría si estuviera en aquella embarcación. Pero cuando llegó la hora de la operación, aquel sentimiento

había sido reemplazado por el terror. Después de besar la húmedas mejillas de Steve y los muchachos, sentía más que

nunca ganas de vivir.

Recé antes de ser anestesiada: Dios mío, si me permites vivir para ver crecer a mis hijos, no desperdiciar ni un minuto...

Cuando desperté, la operación había terminado; mientras sostenía la mano de Steve y observaba a mis hijos, pensé: qué suaves son sus caricias y qué hermoso es verlos sonreír. Y lo mejor es que ahora tengo todo el tiempo del mundo para disfrutarlos.

Dos días más tarde, el médico me explicó que mis arterias podrían bloquearse de nuevo, y que mi corazón no resistiría otra operación.

"La cirugía que le practicamos puede darle otros seis años de vida—dijo —. Lo siento". ¡Seis años pasan en un abrir y cerrar de ojos!, pensé. Mi garganta se cerró y no podía respirar.

Luego recordé: seis años era lo que había pedido en mis oraciones. Mi hijo menor tendría dieciocho—ya sería mayor. Tendría más tiempo para compartir con Steve. Sí, Dios estaba cumpliendo su parte del trato. Ahora, prometí, cumpliría la mía: aprovecharía el tiempo de la mejor manera.

Así que me dediqué a disfrutar la vida: vi a mi hija caminar hacia el altar, aconsejé a mis hijos cuando tenían problemas, compartí los fines de semana en brazos de Steve, preparé tortas de cumpleaños… Cada momento, desde saludar al cartero hasta acunar a mis nietos, tenía una magia especial.

Luego, cuando me aproximaba al final de los seis años, comenzó el dolor. "No hay nada más que podamos hacer", dijeron los médicos. Y el conocido temor me embargó.

Entonces un día Jeffrey apoyó su cabeza en mi pecho y rompió en sollozos. En otra ocasión, Tricia me dijo con lágrimas en los ojos: "Mamá te necesito y mis hijos también necesitan a su abuela".

Para tranquilizar a mis hijos, les dije que estaría con ellos cuanto fuera posible. ¿Por qué habría pensado que mi familia estaría más preparada ahora para despedirse? Seis años, diez ... veinte… ¿Cuánto es suficiente?

Entonces hice la promesa de que iba a luchar por mi vida, y comencé a leer acerca de nutrición y pensamiento positivo.

Quizás fue un don de Dios. Quizás fue mi fortaleza. Pero ahora, dos años más tarde, estoy mejor de lo que esperaba.

Continúo disfrutando cada mañana. Y cuando me acuesto al lado de Steve en la noche, doy gracias por todas las cosas sencillas y maravillosas—e incluso frustrantes—que ocurrieron durante el día.

Sé que llegará la hora en que moriré, y lloro al pensar que pueda perderme de la venia de mi nieta al final de su primera presentación de teatro en el colegio, o el primer partido de béisbol de su hermanito. Pero Dios ya me ha dado más de lo que le pedí, y he aprendido qué precioso es cada momento.

Bev Shortt

Relatado a Deborah Bebb

Extractado de Woman's World Magazine

Sopa de pollo para el alma de la madre
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