Relato de una madre deportista
Es un frío sábado de mayo. Podría estar en casa limpiando las telarañas de los rincones, o instalada en el sofá leyendo un buen libro de misterio. En lugar de esto, me encuentro en las frías gradas de un campo de béisbol. Un viento helado penetra mi chaqueta de invierno. Froto mis manos, y lamento no haber traído mis guantes de lana.
"¿Señora Bodmer?—Es el entrenador de mi hijo Matthew, a quien admira tanto que renunció a las gaseosas para impresionarlo con su estado físico —. Su hijo jugará hoy en el lado derecho. Ha trabajado duro este año y creo que se merece una oportunidad".
"Gracias", respondí, orgullosa de mi hijo que ha dado todo de sí a este entrenador y a su equipo. Sé cuánto lo desea, y me alegra que sus esfuerzos hayan sido recompensados.
De pronto me puse nerviosa al ver salir a los miembros del equipo, en su uniforme a rayas, trotando hacia el campo. Busco el número de mi hijo. No está ahí. Eddie, por el contrario, el jugador más inexperto del equipo, asume el lugar anunciado por el entrenador. Miro otra vez, para cerciorarme. ¿Cómo puede ser?
Quisiera correr hacia el entrenador y preguntarle qué ocurre, pero sé que a Matthew le desagradaría. Ya he aprendido las reglas de etiqueta para las madres; dirigirse al entrenador no es aceptable, a menos que él inicie la conversación.
Mi hijo, aferrado a la valla que hay frente a los camerinos, anima a sus compañeros con sus gritos. Trato de descifrar su expresión pero sé que él, como la mayoría de los hombres, ha aprendido a ocultar sus sentimientos. Se me parte el corazón al pensar que se ha esforzado tanto y recibe tan poco apoyo. No comprendo qué lleva a los chicos a someterse a todo esto.
"Bien, Eddie!", exclama su padre, orgulloso de que su hijo haya tenido una oportunidad. He visto a este mismo hombre salirse disgustado del juego cuando su hijo dejaba caer la pelota o hacía un mal lance. Pero ahora está orgulloso de su hijo que pudo jugar, mientras que el mío permanece en la banca.
Para la cuarta entrada, mis dedos están ateridos del frío y no siento los pies, pero no me importa. Matthew ha entrado al juego. Se pone de pie, elige uno de los cascos, toma el bate y se dirige al lugar indicado. Me aferró a las gradas. Practica con el bate un par de veces. El lanzador parece un adulto. Me pregunto si alguien habrá verificado su certificado de nacimiento.
Primer lanzamiento. "¡Buen swing!", exclamo. El siguiente lance es una bola. "¡Muy bien, muy bien!" Segundo lanzamiento. Rezo. Cruzo los dedos. El lanzador se prepara. Contengo el aliento. Tercer lanzamiento. Mi hijo agacha la cabeza y camina lentamente de regreso a la banca. Desearía ayudarlo, pero sé que no hay nada que pueda hacer.
Durante ocho años he estado sentada allí. He bebido galones del peor café, he comido toneladas de perros calientes y palomitas de maíz saladas. He soportado el frío y el calor, el viento y la lluvia.
Algunas personas se preguntarán por qué alguien en su sano juicio se somete a esto. No es porque desee realizar mi sueño de ser una deportista excelente a través de mis hijos. Tampoco lo hago para sentirme bien emocionalmente. Desde luego, a veces es así. He visto a mis dos hijos anotar goles triunfantes en fútbol, asestar jonrones en béisbol y hacer canastas espectaculares en baloncesto. Los he visto hacer atrapadas increíbles en fútbol americano. Pero lo que más he visto es dolor.
He aguardado con ellos la llamada que les anuncia que gorman parte del equipo y he sentido cuando ésta nunca llega. He visto cómo les gritan los entrenadores. Los he visto en la banca un juego tras otro. He esperado en las salas de urgencias mientras acomodan sus huesos rotos y hacen radiografías de sus tobillos inflamados. Me he sentado aquí año tras año observándolo todo y preguntándome por qué.
El juego finaliza. Estiro las piernas y trato de que mis pies helados revivan golpeándolos contra el suelo. El entrenador se reúne con el equipo. Lanzan un grito de batalla y luego se abalanzan sobre sus padres. Noto que el padre de Eddie tiene una gran sonrisa y lo palmea en la espalda. Matthew quiere una hamburguesa. Mientras lo espero, el entrenador se me acerca. No puedo mirarlo a los ojos.
"Señora Bodmer, quiero que sepa que tiene un hijo maravilloso".
Aguardo a que me explique por qué lo decepcionó de esta manera.
"Cuando le dije a su hijo que podía jugar, me agradeció y rechazó la oferta. Me dijo que permitiera que Eddie jugara, pues significaba más para él".
Me vuelvo y veo a mi hijo devorando su hamburguesa. Ahora comprendo por qué me siento en las gradas. ¿Dónde más puedo ver a mi hijo convertirse en un hombre?
Judy Bodmer