Un tesoro invaluable

Había esperado casi cinco años este momento. Cinco años soportando los brazos vacíos de los que no tienen hijos, las fiestas de bebé para otras personas, las preguntas bien intencionadas de mis amigos que querían saber si ya estaba embarazada.

Anhelaba tener mi propio hijo, y finalmente había sucedido. Nuestro bebé debía nacer en cualquier momento. Mi esposo y yo esperábamos impacientes y felices; nos habían dicho que era un niño. ¡Qué emoción! Al fin íbamos a tener nuestro propio hijo.

Años atrás, antes de que conociéramos el largo y duro camino que nos esperaba en busca de un hijo, yo había elegido un nombre para niño. Por alguna razón, nunca nos habíamos puesto de acuerdo en un nombre de niña, pero el del niño llegó con rapidez, sin vacilaciones ni reticencias. Nuestro hijo se llamaría Nathan Andrew, que en hebreo significaba "Don de Dios". Yo no conocía el significado del nombre cuando comencé a pronunciarlo para escuchar como sonaba. Sólo me agrada el timbre fino y masculino que producía en mis oídos. Elegí el nombre de mi hijo mucho antes de concebirlo, cuando era todavía un deseo en el fondo de mi corazón. Cuando descubrí su significado, me sentí mucho más complacida. Era el nombre más adecuado para un don tan precioso de Dios.

Ahora esperábamos la llegada de Nathan Andrew. Los dolorosos meses y años que habíamos padecido pronto se convertirían en un vago recuerdo.

Un auto se estacionó frente a la casa. Nos dirigimos a la ventana, observando con avidez a una mujer que bajó de él con una cuna cubierta con una colcha. Mientras caminaba hacia la casa, contuve la respiración, sin que mis ojos pudieran apartarse de la cuna. Pronto sostendría a mi bebé en mis brazos. Sí, Dios había decidido atender a nuestras súplicas a través de la adopción.

De repente; todo pareció paralizarse a mi alrededor, en tanto que miles de preguntas se agolparon en mi mente. ¿Qué había sido de la mujer que lo dio a luz? ¿Qué del hombre que lo había engendrado? ¿Qué estarían haciendo hoy?

Un sólo acto de pasión había desencadenado una serie de acontecimientos que culminó con la venida de esta inocente criatura. Imaginaba cuan violentas habrían sido las discusiones en los hogares de aquellos adolescentes durante los meses que siguieron a tal encuentro.

Ella pudo haberse hecho un aborto. Sin duda hubiese sido más fácil que soportar la humillación de convertirse en una madre soltera de sólo dieciséis años de edad. Hubiese sido más fácil que ver su piel tersa y lozana expandirse hasta formar un enorme bulto, desgarrándole los tejidos y dejando cicatrices en su vientre que el tiempo jamás podría borrar. Hubiese sido más fácil que sufrir los dolores del parto cuando ella misma todavía era casi una niña. Hubiese sido ciertamente más fácil que llevar a un bebé en su vientre durante nueve meses, sintiendo todos sus movimientos, contorsiones, los latidos de su corazón, del cual tendría que separarse en el momento en que llegara al mundo.

Pensaba en aquella muchacha, diez años menor que yo. En algún lugar de esta misma ciudad, estaría recuperándose tras haber dado a luz a un bebé que ya no era suyo. Su cuerpo debe estar colmado de adrenalina, a menudo haciendo que las lágrimas sean su única compañía—de un momento a otro, se había quedado sola y vacía.

Tras nueve meses de embarazo, aquella joven dio a luz a un varoncito. Después de cinco largos años de espera, recibimos a ese pequeño, dispuestos a ofrecerle la vida que se merecía. Nos convertiríamos en los padres que lo iban a amar, y que se preocuparían por su bienestar físico, espiritual y afectivo, responsabilidades que una muchacha joven no sería capaz de asumir.

Con lágrimas en los ojos, agradecí en silencio a la extraña cuyo hijo sería mi hijo. Ella lo había llevado y alimentado en su vientre, había soportado el dolor del parto y llevaría sus cicatrices hasta el fin de sus días. Y luego, me lo había dado a mí.

Ahora yo era su madre, por el resto de su vida. Aparté el cobertor de la cuna y contemplé el rostro de mi hijo. Unos grandes ojos grises, enmarcados por unas largas pestañas negras, me devolvieron la mirada. Toqué sus dedos diminutos, perfectamente formados. ¡Era una belleza!

Con sentidas palabras de gratitud, agradecí no sólo a Dios por atender a nuestros ruegos y enviamos un hijo, sino a una mujer a quien nunca conocería. Una mujer cuyo regalo era un tesoro invaluable. Gracias.

Sandra Julián

Sopa de pollo para el alma de la madre
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