Buzones de correo

El buzón de la familia se encontraba al final de un sendero de medio kilómetro de largo. En mayúsculas altas y orgullosas, anunciaba a todos los que pasaban por allí: BURRES. Para nosotros, los niños, la caja de metal colocada en un poste era una fuente de esperanza e independencia infinitas, y una promesa de amor incondicional.

Nuestra madre infundió en nosotros el gusto por la aventura, probablemente con intención. Creía que los niños necesitaban aprender. Según mamá, siempre se aprendía algo en cada momento de la vida, y ella era una maestra excepcional en esta materia.

Todos los días, hacia el mediodía, mamá caminaba sendero abajo para buscar el correo. Cuando de niños la veíamos dirigirse al buzón los sábados, dejábamos todas nuestras actividades y nos apresurábamos a unimos a ella, incluyendo el perro de la familia. Mamá disfrutaba mucho de la compañía de sus hijos; nos saludaba alegre y juguetonamente cuando llegábamos a acompañarla. El trecho de medio kilómetro hasta el buzón y de regreso era largo para nuestras piernas cortas, pero valía la pena. Durante el trayecto siempre se mostraba alegre. Era una oportunidad para deleitamos en su amor.

En cuanto llegábamos al buzón, mamá sacaba el correo y lo clasificaba; entre tanto, anunciaba si había algo para alguno de los niños —aun cuando no decía sus nombres. Al hacerlo de esta manera, nos dejaba en suspenso hasta cuando regresábamos a casa. Sólo entonces entregaba a cada uno lo que le habían enviado. Mamá nos enseñó a respetar lo ajeno y a no disputamos por haber recibido o no algo en el correo. "Toma—decía—, esto es para ti". Todos podíamos abrir nuestro correo sin que mamá nos estuviera mirando por encima del hombro.

Cada niño, por sorprendente que parezca, recibía algo cada cierto tiempo. Más sorprendente aún, cada uno recibía correo en cantidades casi iguales. En ocasiones llegaba una revista a nombre de uno de los niños; otras veces una nota de una tía, un tío, una abuela o un abuelo, o de la profesora de religión, que era nuestra vecina y amiga de mamá. Ninguno quedaba sin nada. Incluso las propagandas llegaban a su debido tiempo. No importaba si había sido escrito por una persona o por una máquina, recibir correo a su nombre era algo emocionante y enaltecedor.

La práctica de que cada niño abriera sus cartas se siguió desde el día en que tuve edad suficiente para saber qué era el correo hasta el día que dejé mi casa. No comprendí hasta mucho después que, mientras nosotros estábamos entretenidos en la diversión de recibir el correo, mamá tenía una agenda más compleja.

Durante aquellos paseos, mamá nos relataba a veces un cuento adaptado a las circunstancias. En otras ocasiones, utilizaba el paseo para hablamos de Dios. A veces coincidían. Mamá utilizaba toda oportunidad para enseñamos a apreciar las maravillas evidentes de la creación. No había pájaro ni abeja, flora o fauna, que pasara desapercibido. Las fascinantes costumbres de los animales de la tierra o del aire, lo intrincado y bello de los colores, formas y fragancia de las flores; cómo vuelan las abejas de flor en flor para recoger el polen; el sol con su infinito poder de damos calor y luz resplandeciente; todo se nos señalaba para que lo apreciáramos.

La adorábamos. Era todo para nosotros. Era una mujer alegre, una eterna optimista, siempre sonriente, siempre canturreando, que salpicaba sus palabras con un risa fácil que le hacía echar hacia atrás sus suaves cabellos castaños.

Por eso, el ver un buzón, especialmente si se encuentra al final de un largo sendero, tiene un significado especial para mí. Me recuerda el amor de mi madre y los valores y creencias que con tanto cariño nos transmitía. Encamaba la alegría, el amor y el respeto, y nos los enseñaba todos los días.

Bettie B. Youngs

Sopa de pollo para el alma de la madre
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