El rescate
El amor de una madre no percibe imposibles.
Paddock
Mientras mi amiga Carol Dey y yo paseábamos por las polvorientas calles de Saigón en un viejo escarabajo Volkswagen el 26 de abril de 1975, estoy segura de que parecíamos exactamente lo que éramos: un par de amas de casa de Iowa. Tres meses antes, cuando Carol y yo habíamos decidido acompañar a tres huérfanos vietnamitas hasta la casa de las familias norteamericanas que los habían adoptado, el viaje parecía emocionante pero seguro. Mi esposo, Mark, y yo habíamos hecho también una solicitud para adoptar un niño en el futuro. Todos queríamos hacer algo para ayudar. ¿Cómo íbamos a saber Carol y yo que llegaríamos en el preciso momento en que Saigón estaba sitiada?
Caían bombas a menos de cinco kilómetros de la ciudad, e incluso los habitantes comenzaban a pasar en oleadas al lado del auto, cargando todas sus pertenencias en sus carretillas o en la espalda. Sin embargo, nuestra conductora, Cheri Clark, la directora de Amigos de los Niños del Vietnam (FCVN), parecía más entusiasmada que asustada. Desde el momento en que aterrizamos, nos había abrumado con noticias inesperadas.
"¿Se enteraron de que el presidente Ford aprobó un avión gigante como último recurso para salvar a estos niños? ¡En lugar de sacar seis huérfanos, llevarán doscientos a casa!" Carol y yo nos miramos asombradas.
"Ayer conseguimos llenar un avión de niños —prosiguió Cheri. A último momento, el gobierno vietnamita se negó a dejarlo partir, pero el avión ya había recibido autorización de despegar, así que sencillamente partió. ¡Eso significa que hay ciento cincuenta niños a salvo en San Francisco!"
A pesar de todos los años que habíamos trabajado como enfermeras, no nos habían preparado para lo que encontramos en el centro de FCVN. Cada centímetro de la imponente mansión francesa estaba cubierto de mantas o esteras atestadas de bebés—cientos de infantes llorando y gimiendo, huérfanos o abandonados.
Aun cuando el efecto del viaje amenazaba con abrumamos, Carol y yo estábamos decididas a ayudar a preparar a los niños para el vuelo del día siguiente, que habría de ser el primero en salir. Cada niño necesitaba ropa y pañales, un examen médico y un nombre legal. Los devotos voluntarios—vietnamitas y norteamericanos-trabajaban sin cesar las veinticuatro horas del día.
A la mañana siguiente nos enteramos de que, en represalia por el despegue anterior no autorizado, nuestra agencia—después de todo—no podría tomar el primer vuelo. Se nos permitiría partir únicamente cuando el gobierno vietnamita así lo decidiera.
"Lo único que podemos hacer es aguardar y rezar", dijo Cheri serenamente. Todos sabíamos que a los huérfanos y a los norteamericanos en Saigón ya no les quedaba mucho tiempo.
Entre tanto, Carol y yo nos unimos a los demás voluntarios que se apresuraban a preparar a los niños para otro vuelo que había sido autorizado, esta vez rombo a Australia.
En medio de un calor asfixiante, subimos a los niños a una camioneta VW a la que le habían quitado el asiento del medio. Me acomodé en un asiento, con veintiún bebés a los pies; los otros voluntarios hicieron lo mismo.
Llegamos al aeropuerto y encontramos que el tráfico aéreo estaba suspendido. Una nube negra enorme cubría el cielo. Cuando atravesamos la puerta, escuchamos un terrible rumor: el primer vuelo cargado de huérfanos —aquel avión por el que habíamos rogado— se había estrellado después de despegar.
No podía ser cierto. Era preferible no creerlo. No tuvimos tiempo de preocupamos, mientras nos ocupábamos de embarcar a los niños inquietos, deshidratados, al avión que los llevaría a la libertad. Carol y yo permanecimos juntas, tomadas de la mano, mientras despegaba. En cuanto partieron, nos pusimos a bailar en la pista. ¡Un avión cargado de niños estaba libre!
La alegría duró poco. A nuestro regreso, hallamos a las personas del centro abatidas por el dolor. Cheri confirmó entre sollozos lo que nos habíamos negado a creer. Cientos de niños y sus acompañantes habían muerto cuando el avión estalló después de despegar. Nadie sabía si lo habían derribado a tiros o si había sido víctima de una bomba.
¡Voluntarios y bebés! ¿Quién podría hacer algo así? ¿Acaso lo harían otra vez? Abrumada, me sumí en un sofá de mimbre y sollocé incontrolablemente. El avión que tanto habíamos' deseado abordar había sucumbido, junto con mi fe, en el abismo. Tenía la terrible sensación de que no volvería a ver a mi esposo y a mis hijas.
Aquella tarde, Cheri me llamó aparte. Incluso en un mundo de inconcebibles sorpresas, no estaba preparada para lo que me dijo: "Entre de los papeles que trajiste estaba tu solicitud de adopción. En lugar de esperar a que te den un hijo, ¿por qué no vas ahora y lo eliges?"
Parecía como si mis peores temores y mis más profundos deseos se convirtieran en realidad el mismo día. Mis hijas se pondrían felices si yo llegara a casa con su nuevo hermanito. Pero… ¿cómo podía elegir a un niño? Con una oración en los labios, entré en la habitación contigua.
Mientras paseaba entre el mar de bebés, un niño gateó hasta mí, vestido solamente con un pañal. Cuando lo alcé, colocó su cabeza en mi hombro, como queriendo abrazarme. Lo cargué por la habitación, mirando y tocando a cada uno de los bebés. En el piso superior, el recibo estaba también tapizado de bebés. El pequeño que se encontraba en mis brazos parecía aferrarse más a mí mientras yo susurraba una plegaria por la decisión que estaba a punto de tomar. Sentí su cálido aliento cuando se abrazó a mi cuello y se acomodó en mi corazón.
"Hola, Mitchell—susurré—. Soy tu madre".
Al día siguiente recibimos la maravillosa noticia de que nuestro vuelo había sido autorizado para salir aquella tarde. Todos los voluntarios llevamos a los ciento cincuenta niños que aún permanecían allí.
Acomodamos a los bebés de a tres o de a cuatro en cada asiento de un ómnibus municipal que no estaba en uso e iniciamos el primero de varios viajes al aeropuerto; Carol y yo los acompañamos. De nuevo, un desastre. Cuando llegamos al aeropuerto nos enteramos de que el presidente del Vietnam, Van Thiéu, había cancelado el vuelo. Tratando de mantener la calma, Carol y yo ayudamos a alojar a los niños en unas humildes cabañas de Quonset en medio de un calor asfixiante. ¿Podríamos salir algún día? ¿O acaso pereceríamos, todos en el sitio de Saigón?
Finalmente, Ross, una de las personas que trabajaban para la FCVN, entró corriendo. "El presidente Thiéu sólo permitirá un vuelo, pero tiene que salir de inmediato. Embarquemos a los bebés—y ustedes también van", nos dijo a Carol y a mí.
¡Nuestra oportunidad de partir!
"No —dije—. Dejé a mi bebé en el Centro para enviarlo en el ómnibus siguiente. Debo regresar a buscarlo.
"LeAnn—añadió Ross—, ya ves cómo están las cosas. Vete ahora mismo si puedes. Te prometo que intentaremos enviarte tu bebé".
Sí, ya veía yo cómo estaban las cosas.
"¡No partiré sin Mitchell!", respondí.
"Entonces date prisa—dijo Ross — . Detendré el avión mientras pueda, pero no podemos hacer que estos otros niños pierdan la única oportunidad que tienen de salir".
Corrí hacia el ómnibus. El chofer condujo precipitadamente por las calles de la caótica ciudad y me dejó a kilómetro y medio del Centro. La correa de mi sandalia se rompió y azotaba violentamente el tobillo. La arranqué sin dejar de correr. Tenía un dolor terrible en el costado mientras corría escaleras arriba hacia el Centro.
"El avión…" dije sin aliento mientras Cheri me acercaba una silla.
"Lo sé. Acabo de hablar con el aeropuerto".
"¿Y?"
Cheri sonrió. "¡El avión esperará a que llegues!"
Sonreí, tratando de recobrar el aliento.
"No sólo eso; podemos llevar más bebés en ese vuelo, ¡y también han autorizado un vuelo más!"
Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Encontré a Mitchell y lo sostuve contra mi pecho. Hice el juramento silencioso de no dejarlo nunca más.
Pocas horas 'después, sentía el latido de mi corazón cuando abordé un avión de carga atestado. Había una hilera formada por veinte cajas de cartón en el centro, cada una con dos o tres bebés. Los niños un poco mayores —con el rostro lleno de asombro— estaban sentados con sus cinturones de seguridad en unas bancas instaladas a lo largo del avión.
Se cerraron las puertas; el ruido del motor era ensordecedor. No podía apartar de mi mente la imagen de la nube negra proveniente del avión que se había estrellado. Sentí pánico y abracé a Mitchell con más fuerza. Recé el Padre Nuestro mientras el avión carreteaba por la pista. Luego... despegamos. Sabía que si sobrevivíamos a los próximos cinco minutos, llegaríamos a casa.
Finalmente habló el capitán. "Estamos fuera del alcance de la artillería. Estamos a salvo. ¡Vamos a casa!" Exclamaciones de alegría llenaron el avión.
Mientras pensaba en el caos de la guerra, recé por aquellas personas que habíamos dejado. Luego elevé una oración de acción de gracias por habernos sido permitido a Carol y a mí ayudar de una manera mucho más significativa de lo que habíamos soñado. A todos nos esperaban vidas llenas de esperanza—incluyendo al hijo que no sabía que tenía.
LeAnn Thieman
Relatado a Sharon Linnéa