El ramo de claveles

El señor Kobb envolvió la docena de claveles en un plástico, con algunas ramas verdes y pequeñas flores blancas. Incluso tuvo la gentileza de poner un lazo en el regalo que le llevaba a mi madre.

"¿Cómo vas a llevarlas a casa, Emie?", me preguntó.

"Las llevo conmigo".

"¿Y vas a ir en tu bicicleta con este tiempo?"

Ambos miramos por la ventana de la tienda para ver cómo se inclinaban los árboles sobre la acera. Había un viento desagradable. Asentí con la cabeza.

"¿Quieres que empaque el ramo en una bolsa más fuerte?" Tomó las flores y las enrolló en varias capas de papel marrón grueso. Al entregarme el ramo, me deseó buena suerte.

"Gracias", le dije. Coloqué el ramo en la parte delantera de mi chaqueta y la abroché tanto como pude. Los pétalos me hacían cosquillas en el cuello y la barbilla, pero no creo que pudieran durar mucho si trataba de llevarlas en la mano con la que sostenía el manubrio. No sé mucho acerca de flores, pero sé que mamá merece más que un ramo de tallos rotos.

Aquel día el viento era muy fuerte; conducir contra él no era fácil. A pesar de pedalear con fuerza, sujetar bien el manubrio, resollar constantemente y soportar el viento en mi cara, cada vez que levantaba la mirada, me encontraba al frente de la misma tienda, en la misma calle, o al menos eso me parecía.

Se me taparon las narices, pero no tenía pañuelo para limpiarme. Mis labios no tardaron en agrietarse y me dolían mucho los oídos, era como si alguien me estuviera enterrando agujas en el tímpano. Mis ojos estaban tan secos que no podía parpadear, y todos los músculos de mi cuerpo se resintieron.

A medida que caía la tarde la autopista se llenaba de autos. El viento me sacó de mi pista y me arrojó a la calle con tal fuerza que temí que me atropellaran. Un camionero desvió e hizo sonar su bocina para evitarme. Un hombre que conducía un Cadillac gritó por la ventana que me fuera y no estorbara.

Ya estaba oscuro cuando finalmente me aproximé al barrio donde vivimos. Mis padres debían estar terriblemente preocupados para entonces. Buscaba con la mirada el automóvil de mi padre o la camioneta de mi madre. "Deben estar buscándome. En cualquier momento pasarán a mi lado y me conducirán en su auto, con la bicicleta y las flores, para llevarme a casa cómodo y caliente", pensaba. Cuanto más tiempo pasaba sin ver las luces de ninguno de los dos autos, más enojado me sentía. Sólo estaba haciendo ese estúpido viaje en bicicleta por mi madre. Lo menos que podía hacer era salvarme la vida.

A cuatro cuadras de mi casa, agotado, me detuve y saqué las flores de mi chaqueta. Pensaba tirarlas al viento. Mamá ya no las merecía.

Lo que me detuvo fue contemplar los claveles blancos. Estaban tan frescos como cuando los había comprado, y las ramas con flores blancas estaban un poco ajadas pero completas; el ramo lucía aún muy bello. Tanto trabajo para traerlo hasta aquí... sería una tontería perderlo ahora.

Puse los tallos envueltos en mi boca y conduje la bicicleta muy lentamente, para que el viento no estropeara las flores. Pronto empecé a bajar la pendiente que lleva a mi casa. Mantuve los pies quietos en los pedales, y con las manos me así al freno del manubrio. Con el viento a la espalda, las casas de los vecinos se veían como una enorme mancha cuando pasé a su lado como una bala. Traté de frenar y desviar hacia la entrada de mi casa.

La bicicleta resbaló y cayó. Aterricé al menos tres pies más lejos luego de deslizarme por toda la entrada, cuando con mi cabeza toqué el borde del jardín. Las flores se esparcieron por el césped. Los pétalos se rompieron y volaron como confeti.

Sin preocuparme por las raspaduras, corrí por el jardín para recoger lo que pudiera del ramo de mamá. Cuando logré reunir los seis tallos, poco quedaba de las partes bonitas. Con torpeza, até de nuevo el lazo.

Mamá acudió corriendo a la puerta, alarmada por el estruendo del golpe. Oculté las flores detrás de mí.

"¿Estás bien?", preguntó, mirando mi rostro con atención para ver si mis heridas eran graves.

"Estoy bien", respondí, a pesar del nudo que se me formaba en la garganta.

"¿Estás seguro? ¿Por qué escondes tus manos?"

"Mis manos están muy bien. ¿Ves?" Descubrí el desastre que fue alguna vez un ramo de flores. "Te compraré otra cosa", murmuré mientras rompía a llorar.

Mamá tomó las flores, que aún sostenía yo en las manos, y las olió durante largo rato.

"Me fascinan. ¡Gracias!", dijo, con lágrimas en los ojos.

Entonces recordé por qué se las había comprado. Era más que el Día de la Madre; era porque siempre sabía mostrarme cuánto me amaba, ante cualquier circunstancia. Las flores estaban muertas, pero en las manos de mamá lucían vivas y bellas.

Ernie Gilbert

Relatado a Donna Getzinger

Sopa de pollo para el alma de la madre
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