Una terapia de abrazos
Una caricia vale más que mil palabras.
Harold Bloomfield
Cuando mi hija menor, Bernardette, tenía diez años, me vi muy preocupada por ella. Los cuatros años anteriores habían sido sumamente difíciles para la familia. Bernardette había mantenido una relación muy estrecha con sus abuelos, quienes la mimaron desde pequeña. Ambos murieron, uno tras otro, en un corto período de tiempo.
Una sucesión inexorable de pérdidas como ésas es muy difícil de sobrellevar para cualquiera, en especial para una niña de su edad. Todo esto fue particularmente difícil para Bernadette, dada su naturaleza sensible y amorosa. Estaba sumida en una terrible depresión, rara vez sonreía y parecía limitarse a seguir el curso de la vida. Su vivacidad característica se apagó drásticamente.
Yo no sabía qué hacer. Bernadette se daba cuenta de que yo estaba preocupada por ella, y esto parecía aumentar el peso que sobrellevaba. Un día, después de que salió para la escuela, me senté en la sala en una silla bastante cómoda. Nuestra familia había sido siempre aficionada a los abrazos. Cuando era niña, mis padres, abuelos, tíos y tías se precipitaban a abrazamos a los niños. Desde cuando salí de casa, cualquiera que fuesen los problemas que me agobiaran, me veía en el regazo de mi padre, rodeada por sus brazos. "Oh, papá—murmuré a mi padre muerto—, ¿qué puedo hacer para ayudar a Bernadette?"
Casi rompo a reír cuando se me ocurrió algo. Recientemente había leído acerca de los efectos terapéuticos de los abrazos. ¿Podría ser que una "terapia de abrazos" le sirviera a mi hija?
Sin saber a qué más recurrir, decidí abrazarla tan frecuentemente como fuese posible, sin que pareciera algo premeditado.
Lentamente, durante las semanas siguientes, Bernadette parecía más alegre y relajada. Cada vez sonreía con mayor frecuencia—con aquella auténtica sonrisa que iluminaba su rostro. Trabajaba y jugaba con un entusiasmo cada vez mayor. A los pocos meses, los frecuentes y sinceros abrazos habían vencido la melancolía.
Nunca le hablé a Bernadette de mi estrategia, pero ella reconocía con claridad lo importantes que habían sido los abrazos. Cuando se sentía preocupada, insegura o sólo un poco "deprimida", me pedía un abrazo. O cuando advertía que yo estaba triste o tensa, me decía: "Parece que necesitas un abrazo". ¡Esto llegó a convertirse en una adicción!
Transcurrió el tiempo. Abrazamos se convirtió para nosotras en un alivio tan sencillo que nunca pensamos que sería un problema. Pero en algún momento, durante la época en que Bernadette seleccionaba la universidad a la que deseaba ingresar, ambas advertimos que enfrentaríamos un período de separación—porque la universidad elegida se encontraba a 3.000 kilómetros de distancia.
Celebramos mi cumpleaños una semana antes de que Bernadette partiera para la universidad. La semana anterior, me había dicho entusiasmada que tenía una idea maravillosa para un regalo. Se embarcaba en misteriosas expediciones de compras y, periódicamente, se encerraba en su habitación para trabajar en su creación.
El día de la celebración, me ofreció un regalo bellamente empacado. Un poco nerviosa, dijo que esperaba que yo no lo considerara algo tonto.
Abrí el sobre y encontré la fotocopia de un cuento, que me pidió leer en voz alta. "El juez que abrazaba" había aparecido en el libro original de Sopa de pollo para el alma. Bernadette escuchó mientras yo leía acerca de Lee Shapiro, un juez pensionado que ofrecía abrazos a todo el que parecía necesitarlos—fuese un chófer de autobús víctima de un asalto o una policía de tránsito que hubiese sido acosada sin piedad. Creó la Caja de Abrazos, que contenía pequeños corazones adhesivos que podía obsequiar a extraños a cambio de un abrazo. Finalmente, enfrentó una prueba personal cuando un amigo lo condujo a un asilo para minusválidos, donde encontró a muchísimas personas que necesitaban desesperadamente un abrazo. Al final de aquel día sombrío, enfrentó a un pobre hombre que sólo podía permanecer sentado y babear. Después de que el juez se forzó a abrazar a este hombre solitario, el paciente sonrió por primera vez en veintitrés años. El relato terminaba con "Qué sencillo es influir positivamente en la vida de los demás".
Profundamente conmovida, rasgué el papel de regalo. Adentro había un frasco alto y transparente, decorado con un letrero brillante que decía "Abrazos", y lleno de almohadillas diminutas, cosidas a mano, en forma de corazón.
Bernadette está lejos ahora, pero cada vez que miro el frasco de corazones, siento como si me abrazara de nuevo.
Algunas familias dejan a las generaciones futuras un legado de riqueza o de fama. Yo recuerdo la importancia de los abrazos de mi padre, y siento que si puedo transmitir a las generaciones futuras este sencillo acto de amor y aceptación, nuestra familia por siempre será bendecida.
Loretta Hall