Fuera de nuestro control
Cuando llamaron a la puerta aquella tarde, abrí entorpecida. Era el momento más inoportuno para hacer una reparación. Yo tenía casi cinco meses de embarazo, y nunca había estado tan sensible, esperando a que sonara el teléfono. En realidad, había sido el peor momento para que se malograra el sistema de alarma, punto. No sólo estábamos sobrecargados de emociones, sino que no necesitábamos otra cuenta por pagar.
Nuestras finanzas andaban mal. Yo sentía náuseas en las mañanas desde que quedé embarazada y me puse tan mal que tuve que dejar mi trabajo —una pérdida de ingresos con la que no contábamos todavía. Aun cuando era difícil, estábamos muy entusiasmados para quejamos. Habíamos intentado concebir un bebé durante año y medio, e incluso habíamos concluido la primera fase de las pruebas de fertilidad, sin llegar a ningún resultado definitivo. Al mes siguiente, no obstante, recibimos la llamada con la que habíamos soñado. ¡Estaba embarazada!
El primer trimestre había sido normal, excepto por las náuseas en la mañana, que yo sabía eran transitorias. Aguardaba con ilusión cada visita al médico, deleitándome en el hecho de que cada vez aprendíamos más y más acerca de nuestro hijo. Así que cuando el médico me preguntó si deseaba hacerme un examen de sangre optativo para determinar si el feto tenía entre otras cosas, espina bífida, no vacilé en decir que sí.
Cuando llegaron los resultados, el médico llamó de inmediato. Con un tono grave pero preocupado, dijo que los resultados eran extremadamente bajos. En lugar de sugerir que había espina bífida, la prueba sugería que se trataba del síndrome de Down.
El médico programó una amniocentesis. Aun cuando mi esposo, Rob, y yo estábamos nerviosos, aquel día fue emocionante. El técnico usó también un ultrasonido, así que vimos al bebé moverse por primera vez. De repente, todo cobró realidad para mí. Realmente seríamos padres, ¡y aquella personita era un niño! No podía tener algo tan terrible, ¿verdad?
Nos informaron que los resultados no los entregarían dentro de dos semanas, y que toda esa espera coincidiría con el tiempo límite dentro del cual era seguro terminar el embarazo. Pero, a pesar del diagnóstico, nosotros ni siquiera consideramos esa opción.
Comenzamos la espera. Nunca me han parecido tan interminables dos semanas. Traté de ocuparme en otras cosas, de pensar en algo diferente, pero aquellas palabras "los resultados son extremadamente bajos" me volvían una y otra vez a la mente. No me ayudaba el que el sistema de alarma de la casa se disparaba sin ninguna razón cuando menos lo esperábamos. Rob, desde luego, salía a trabajar todos los días, y yo me sentía sola e impotente.
Finalmente llegó el día en que nos comunicarían los resultados. Nunca olvidaré cuan nerviosa estaba; había permanecido sola en casa toda la mañana, aguardando a que sonara el teléfono. Todo estaba en silencio. Al mediodía no resistí más. Llamé al consultorio, pero la enfermera me informó que no habían llegado aún los resultados.
La mañana se convirtió en tarde. Cuando llamaron a la puerta, casi grito. Como un robot, le abrí la puerta al técnico, le mostré el sistema de alarma y me retiré rápidamente. Abrumada, mis únicos pensamientos eran una combinación de "¡Esto nos costará una fortuna!" y "¿Puede haber algo más inoportuno?" La fe que me habían enseñado en "Dios siempre actúa oportunamente" comenzaba a quebrantarse.
Casi dos horas más tarde, llamó la enfermera. Recuerdo que sus palabras comenzaban casi como una mala broma: "Hay buenas noticias y malas noticias".
La buena noticia era que nuestro hijo no sufría de síndrome de Down. La mala era que tenía dos cromosomas que estaban unidos. Explicó que si Rob o yo teníamos las mismas condiciones, nuestro hijo estaría bien. Lo contrario significaría que faltaba algo en la constitución de los genes del bebé.
Tratando de no gritar, pregunté: "¿Que falta algo, como qué? ¿Qué significa eso?"
"Lo siento, señora Horning, no podemos saber qué está mal hasta cuando nazca su hijo. Lo mejor es que usted y su esposo vengan de inmediato para hacerse un examen de sangre".
"¿De inmediato? ¿Podemos averiguarlo hoy mismo?", exclamé.
"Hoy podemos hacer los exámenes. Tendremos los resultados dentro de cinco días". ¿Cinco días?, pensé.
Fue en aquel momento cuando perdí el control. Me puse histérica. No recuerdo haber gritado ni llorado así en mis treinta y cuatro años de vida. Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago y hubiera recuperado el aliento justo el tiempo suficiente para que me golpearan de nuevo.
Recuerdo que llamé a Rob a su trabajo, todavía histérica, y me dijo:
"Colleen, cariño, escúchame. Quiero que vayas a casa de los vecinos, ¿está bien? Saldré en cuanto pueda, pero no quiero que permanezcas allí sola".
Sin embargo, sus palabras y su frenética insistencia en que buscara ayuda no podían mitigar el pánico que me había invadido. Colgué.
Mientras permanecía al lado del teléfono tratando de recobrar el aliento, advertí que el técnico que había venido a reparar la alarma estaba trabajando todavía en la sala. No podía creer que él había escuchado todo esto. Profundamente entristecida, sentí que debía disculparme. Me dirigí hacia allá, llorando todavía.
Se encontraba en el umbral, como si me estuviera esperando. Antes de que yo pudiera decir una palabra, me llevó hasta una silla. "Siéntese ... siéntese y respire profundamente", me ordenó.
Las órdenes específicas y su tono amable me tomaron por sorpresa. Cuando me senté y respiré, sentí que me tranquilizaba un poco.
El extraño se sentó frente a mí. En voz baja, me relató cómo su esposa había perdido a su primer hijo. El bebé había nacido muerto porque su esposa había desarrollado una diabetes durante el embarazo, y ellos no lo sabían.
Prosiguió diciendo cuan duro había sido para ellos aceptarlo, pero finalmente habían tenido que ceder y reconocer que era algo que no podían controlar.
Me miró y dijo: "Comprendo cuánto sufre en este momento, pero lo único que puede hacer es tener fe y darse cuenta de que lo que le ocurre a su bebé está fuera de su control. Cuanto más intente controlarlo todo, al bebé, los exámenes, su incapacidad de cambiar las cosas será peor y más la destrozará".
Me tomó la mano y me dijo que su segundo hijo había nacido pocos meses antes. Esta vez no hubo ningún problema. El y su esposa se sentían dichosos de tener una niña sana.
Me dijo que todavía pensaba en su primer hijo, que había sido niño, pero que, por alguna razón, no estaba destinado a vivir. Me pidió que mantuviera la fe en mi bebé, que él creía que todo se solucionaría favorablemente.
Luego, tan serenamente como me había narrado lo que le había ocurrido, se levantó y se dirigió a la puerta. Se volvió y me dijo que ya había terminado su trabajo, que la alarma funcionaba bien.
Ese hombre me había ayudado como nadie habría podido hacerlo. ¿Qué podía decirle? Lo único que se me ocurrió fue un apacible, "gracias".
Entonces recordé que no le había pagado.
Sonrió y dijo que no le debía nada. Lo único que me pedía era que mantuviera la fe.
Después de todo, fue lo más oportuno del mundo.
Colleen Derrick Homing
Not. del Ed.: El hijo de Rob y Colleen nació cuatro meses más tarde. Pesó nueve libras, dos y media onzas, completamente sano.