Madre por un día
Como madre de tres preciosos niños, tengo muchos recuerdos especiales para compartir. Sin embargo, uno de los momentos más especiales como madre sucedió con el hijo de otra persona. Es un momento que siempre recordaré con cariño.
Michael llegó a nuestro campamento de verano para niños con baja autoestima, enviado por un orfanato en donde residía. Tenía doce años y su vida había sido difícil. Su padre lo había traído a este país de un lugar devastado por la guerra después de la muerte de su madre, para que tuviera "una vida mejor". Infortunadamente, fue dejado al cuidado de su tía, quien abusó de él física y emocionalmente. Se había convertido en un niño duro, con poca confianza en sí mismo y el convencimiento de que nadie lo querría.
Pasaba el tiempo con otros niños que eran igualmente negativos, llenos de ira y agresivos. La "pandilla" era un reto para los monitores, pero permanecimos con ellos y continuamos aceptándolos y amándolos como eran. Reconocíamos todo su comportamiento externo como un reflejo de cuan profundamente habían sido heridos.
En la quinta noche de nuestra experiencia de siete días, convidarnos a los niños a acampar bajo las estrellas. Cuando Michael se enteró de este acontecimiento, dijo que lo consideraba "estúpido" y que no asistiría. Evitamos una lucha de poder con él y continuamos con los preparativos.
Mientras la luna brillaba con fuerza en el cielo y caía la tarde, los niños comenzaron a preparar sus sacos de dormir para pasar la noche en un enorme muelle cerca del lago.
Advertí que Michael andaba solo con la cabeza baja. Me vio y se dirigió rápidamente a mi encuentro. Pensé que podía eludir sus quejas y le dije que buscáramos su saco de dormir y un buen lugar para él y sus amigos.
"No tengo un saco de dormir", susurró en voz baja.
"Bueno, eso no es problema—exclamé—. Extenderemos un par de sacos y conseguiremos unas frazadas para cubrirte".
Pensando que había solucionado su dilema, comencé a alejarme. Michael me jaló de la manga y me llevó aparte del resto de los niños.
"Anne, debo decirte algo". Vi aquel rostro de niño duro que se suavizaba por la incomodidad y la vergüenza que le producía lo que se disponía a decirme. En un susurro apenas audible, me confesó: "Mira, es que tengo este problema. Yo... Yome mojo en la cama todas las noches".
Me alegré de que susurrara en mi oído y no pudiera ver mi cara de asombro. Ni siquiera me había pasado por la mente que esa fuera una de las razones de su actitud negativa. Le agradecí por haberme confiado su "problema" y le dije que comprendía por qué el acontecimiento de la tarde le provocaba tanto malestar. Decidimos que dormiría solo en una cabaña aquella noche, y que sólo se alejara en silencio del grupo.
Me marché con él y durante la larga caminata de regreso le pregunté si sentía temor de dormir solo. Me aseguró que eso no era un problema y que había enfrentado cosas mucho más aterradoras en la vida. Mientras colocábamos un juego de sábanas limpias en su cama, hablamos acerca de lo difíciles que habían sido sus primeros doce años y me dijo cuánto deseaba que el futuro fuese diferente. Le dije que el tenía todo el poder que necesitaba para hacer de su vida lo mejor. Lucía tan vulnerable, dulce y auténtico por primera vez en aquella semana.
Saltó a su cama y le pregunté si podía arroparlo. "¿Qué significa 'arropar'?", preguntó con curiosidad. Conmovida, lo abrigué con las frazadas y lo besé en la frente.
"Buenas noches, Michael, ¡creo que eres formidable!", murmuré.
"Buenas noches. ¡Ah! y gracias por ser como una especie de mamá conmigo, ¿está bien?", dijo con ternura.
"No hay de qué, cariño", le respondí, abrazándolo. Mientras me volvía para salir—con tres juegos de sábanas sucias enrolladas bajo el brazo y con lágrimas en los ojos — di gracias a Dios por el amor que puede darse entre una madre y su hijo, así sea sólo por un día.
Anne Jordán