El jardín de la abuela
Cada año, mi abuela Inés sembraba tulipanes en su jardín y los esperaba en la primavera con el entusiasmo de una niña. Bajo sus amorosos cuidados, florecían siempre en abril, fielmente, y nunca la decepcionaron. Pero decía que las verdaderas flores que decoraban su vida eran sus nietos.
Yo, por mi parte, no estaba dispuesta a seguir su juego.
Me enviaron a vivir con mi abuela cuando tenía dieciséis años. Mis padres vivían en el extranjero y yo era una joven con muchos problemas, llena de falsa sabiduría y de ira contra ellos por su incapacidad de manejar su relación conmigo y de comprenderme. Era una adolescente triste, irrespetuosa, y me disponía a abandonar mis estudios.
La abuela era una mujer diminuta, en medio de sus propios hijos y de sus nietos, aún adolescentes, y tenía una belleza clásica, anticuada. Sus cabellos eran oscuros y elegantemente peinados, y sus ojos del azul más claro, vibrante. Destellaban con energía e intensidad. La gobernaba una extraordinaria lealtad a la familia y amaba tan profunda y sinceramente como un niño. No obstante, pensé que mi abuela sería más fácil de ignorar que mis padres.
Me mudé a su humilde hacienda en silencio; andaba malhumorada, con la cabeza gacha y los ojos bajos, como una mascota maltratada. Me había aislado de los demás y ocultaba mi propio ser tras una dura coraza de apatía. Me negaba a dejar entrar en mi mundo a cualquier otra alma, pues mi mayor temor era que alguien descubriera mis vulnerabilidades secretas. Estaba convencida de que la vida era una ardua lucha que se combatía mejor a solas.
No esperaba nada de mi abuela sino que me dejara en paz, y no pensaba conformarme con menos. Ella, sin embargo, no renunciaba con tanta facilidad.
Comenzó la escuela y yo asistía ocasionalmente a clases; pasaba el resto de mis días en pijama, mirando aburrida el televisor, tendida en la cama. Sin darse por aludida, la abuela entraba en mi habitación todas las mañanas, como un rayo de sol no deseado.
"¡Buenos días!", canturreaba, abriendo alegremente las persianas de la ventana. Yo me cubría la cabeza con el cobertor y hacía como si no existiera.
Cuando salía de mi habitación, me asediaba con una sarta de preguntas bien intencionadas acerca de mi salud, mis pensamientos y mis ideas sobre el mundo en general. Yo respondía mascullando monosílabos, pero ella no se desanimaba. De hecho, actuaba como si mis gruñidos sin sentido le fascinaran; escuchaba con tanta solemnidad e interés como si estuviéramos inmersas en una intensa conversación en la que le acabara de revelar un secreto íntimo. En aquellas raras ocasiones en las que le ofrecía algo más que una respuesta de una palabra, juntaba alegremente las manos y sonreía, como si le hubiera hecho un gran regalo.
Al principio me preguntaba si sencillamente no entendía. Sin embargo, aun cuando ella no era una persona educada, yo sentía que tenía la viveza del sentido común que proviene de la inteligencia natural. Se había casado a los trece años durante la Depresión; aprendió lo que necesitaba saber de la vida al criar cinco niños en un difícil momento económico, cocinando en restaurantes ajenos y finalmente abriendo uno propio.
Así que no hubiera debido sorprenderme cuando insistió en que aprendiera a hacer pan. Yo era un fracaso tal con la masa que la abuela se ocupaba de esa etapa del proceso. Sin embargo, no me permitía abandonar la cocina hasta que el pan estaba en el homo. Fue durante aquellos momentos cuando ella desviaba su atención y yo contemplaba el jardín por la ventana de la cocina, que comencé a hablarle.
Escuchaba con tal avidez que, en ocasiones, me sentía incómoda.
Lentamente, cuando advertí que el interés de mi abuela por mí no desaparecía con la novedad de mi presencia, me abrí a ella cada vez más. Comencé a esperar en secreto pero con fervor el momento de nuestras conversaciones.
Cuando finalmente las palabras llegaron a mis labios, no se detuvieron. Comencé a asistir regularmente a la escuela y me apresuraba a regresar a casa cada tarde para encontrarla en la silla habitual, sonriendo y esperando oír un recuento detallado de las minucias del día.
Una tarde, durante el penúltimo año de escuela, entré corriendo y le anuncié: "¡Me nombraron directora del diario de la escuela!"
Sostuvo el aliento y se tapó la boca con las manos. Más conmovida de lo que yo jamás podría estarlo, tomó mis manos entre las suyas y las apretó con fuerza. Miré sus ojos que destellaban alegres. Dijo: "¡Me agradas tanto y estoy tan orgullosa de ti!"
Sus palabras me estremecieron con tanta fuerza que no pude responder. Estas palabras hicieron más por mí que mil "Te amo". Sabía que su amor era incondicional, pero su amistad y orgullo eran cosas que debían merecerse. Recibirlas ambas de esta mujer increíble me hizo comenzar a preguntarme si no habría, en realidad, algo agradable y valioso dentro de mí. Despertó en mí el deseo de descubrir mi propio potencial y una razón para permitir que otros conocieran mi lado vulnerable.
Aquel día decidí tratar de vivir como ella lo hacía: con energía e intensidad. De repente me invadió el deseo de explorar el mundo, mi mente y los corazones de los demás, de amar de una manera tan libre e incondicional como lo había hecho ella. Y me di cuenta de que la amaba—no porque fuera mi abuela, sino porque era una bella persona que me había enseñado a tener consideración con uno mismo y con los demás.
Mi abuela falleció en primavera, cerca de dos años después de haberme ido a vivir con ella, y dos meses antes de graduarme de la escuela.
Murió rodeada por sus hijos y nietos, que recordaban una vida llena de amor y felicidad. Antes de que partiera de este mundo, cada uno de nosotros se inclinó sobre su cama, con los ojos y el rostro húmedos, y la besamos con cariño. Cuando llegó mi tumo, la besé dulcemente en la mejilla, tomé su mano y susurré: "¡Me agradas tanto, abuela, y estoy tan orgullosa de ti!"
Ahora, cuando me preparo para graduarme de la escuela, pienso a menudo en las palabras de la abuela y espero que aún se sienta orgullosa de mí. Me maravilla la bondad y la paciencia con la que me ayudó a pasar de una infancia difícil a una juventud llena de serenidad. La imagino en la primavera, como los tulipanes de su jardín, y nosotros, sus nietos, florecemos todavía con un entusiasmo que sólo se compara con el de ella. Y yo sigo esforzándome para que nunca se decepcione de mí.
Lynnetie Curtís