Cuentos de ajo
Cuando recuerdo a mi madre, la veo en la cocina fabricando algún potente remedio. No sabía leer ni escribir pero en su mente atesoraba miles de años de sabiduría popular campesina. Creía que Mala-ha-muvis, el ángel de la muerte, trataba siempre de atareamos con enfermedades infantiles. No podría vencer de ninguna manera a mi madre y sus pociones. El único problema para nosotros era que ¡todos sus remedios apestaban a ajo!
"Toma, haz gárgaras con esto y pásalo".
"Pero mamá—protestaba—es ajo con otras cosas. Tendré mal aliento".
"¿Y qué? Tienes la garganta irritada. Haz lo que te digo. Mala-ha-muvis tampoco resiste el olor".
Desde luego, al día siguiente, habían desaparecido los síntomas. Siempre era así. Compresas de ajo molido para la fiebre. Cataplasmas de ajo, clavos y pimienta para el resfriado o el dolor de muela. Mientras que algunas familias tenían el aroma de un delicioso jabón, nosotros olíamos siempre a estofado.
Con cada dosis de antibióticos hechos en casa, mamá susurraba cánticos secretos para alejar el mal de ojo, mientras escuchábamos los sonidos místicos e intentábamos adivinar qué significaban. Aun cuando todo esto pueda parecer excesivamente supersticioso, muchísimas familias de nuestro barrio eran así, si bien con un giro étnico diferente. Mi amigo Ricci tenía bolsas de té cargadas de "medicina" de hierbas italianas cosidas a sus camisas —¡qué olor! Y mi amigo griego, Steve, tenía bolsas de tabaco ocultas en todo el cuerpo. "Amuletos para la buena suerte", decía.
Mucho antes de los milagros de la medicina moderna, todos los miembros de nuestra diversa comunidad tenían sus propias curas. ¿Puede imaginar a treinta y cinco niños hacinados en un aula, con aquellos aromas curativos flotando en el aire? ¡Dios, qué olor! Ese olor desesperaba a nuestra profesora de quinto grado, la señorita Harrison. A menudo se le llenaban los ojos de lágrimas—por el olor o la frustración, nunca lo supe.
"Díganles a sus madres que dejen de frotarlos con ajo-gritaba, llevándose con delicadeza su pañuelo de encaje a la nariz—. No resisto ese olor, ¿comprenden lo que digo?"
Al parecer, la señorita Harrison no pertenecía a un grupo étnico que aprobara la medicina popular. Nosotros no olíamos nada que nos alterara.
Pero cuando llegó la epidemia de polio y mi madre enfrentó con energía a su enemigo Mala-ha-muvis, yo no resistía el olor de sus armas secretas. Cada uno de nosotros recibió tres bolsas de lino llenas de ajo, alcanfor y sabe Dios qué, para llevarlas atadas alrededor del cuello. Esta vez, la señorita Harrison propuso una tregua con sus olorosos alumnos y se limitó a abrir las ventanas un poco más. Y, desde Juego, mamá hizo retroceder al intruso; ninguno de nosotros se contagió de la temible enfermedad.
Sólo una vez le falló a mamá su artillería. Mi hermano Harry se contagió de difteria y esta vez la cura de ajo no surtió efecto. Se vio obligada entonces a sacar otro truco de la manga. Harry se ahogaba cuando, de repente, mamá nos dijo que rezáramos en voz alta por la vida de David.
"¿Quién es David, mamá?", preguntamos.
"Ese es David, el que está en la cama".
"No, mamá, ese es Harry". Pensamos que había perdido la cabeza.
Nos asió y dijo en voz alta: "Ese es David, ¿entienden?" Luego, en un susurro, nos explicó: "Engañaremos al Mala-ha-muvis. Si cree que es David, dejará en paz a nuestro Harry. Hablen muy fuerte cuando yo se lo diga".
Escuchamos intensamente mientras le hablaba al ángel de la muerte.
"Mala-ha-muvis, escúchame. Te has equivocado de niño. Es David quien está en la cama. No hay ningún Harry en esta casa. ¡Vete, deja en paz a David! ¡Has cometido un error!"
Luego nos indicó que debíamos intervenir y todos comenzamos a gritar en coro: "¡Mala-ha-muvis, es cierto, es cierto! No tenemos ningún hermano Harry. Este es nuestro hermano David. ¡Es David, Mala-ha-muvis!"
Mientras rogábamos por la vida de nuestro hermano, mamá cantaba en una combinación de yiddish y de todas las otras lenguas que recordaba de su pasado. Una y otra vez, repetía sus cánticos. Durante toda la noche, nosotros, tres pequeñas almas atemorizadas, permanecimos despiertos, alegando el caso de falsa identidad ante el ángel de la muerte.
David sobrevivió. Es correcto—dije David. Desde aquel día, el nombre de Harry desapareció para siempre de nuestro pequeño universo. ¿Supersticiones? ¿Por qué arriesgarse?
Con el paso del tiempo todos crecimos, abandonamos nuestras viviendas y nos educamos. Mama dejó—en alguna medida—de practicar la medicina. Luego, cuando yo tenía cuarenta y siete años, sufrí un infarto. La enfermera tenía una mirada de alivio cuando la primera visita de mamá terminó y salió de la habitación del hospital.
"¡Qué olor! ¿Es ajo?", preguntó la enfermera. Yo, desde luego, no olía nada. Pero cuando toqué debajo de la almohada, allí estaban: tres bolsas de lino en una cuerda, llenas de ajo, alcanfor y otras cosas.
Mike Lipstock