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LA PSEUDORQUÍDEA

Y todo sigue negro un momento después de que Semproni De Paula abra los ojos. Primero negro y después borroso. Por fin los contornos se dibujan. Desde donde está, la lámpara de hierro de la sala de disección de la casa de Menelaus Roca parece el ramaje invertido de un árbol geométrico, con su patrón entrecruzado de retoños que generan más y más retoños. Más allá, las vigas alabeadas del techo. Los modelos de anatomía en las paredes. Y a un lado de su campo visual, con delantal de cuero y unos guantes de caucho hasta los codos, el Trasgo. Mirándolo sin ninguna expresión en su cara de buey imbécil. La imagen deshace los últimos grumos de aturdimiento del inspector, que intenta lanzarse contra su antiguo subordinado, pero algo se lo impide. Algo le impide mover ni que sea un dedo. Su cuerpo entero parece estar vendado con fuerza, hasta el último apéndice del último miembro. Rabioso, intenta dar sacudidas hacia delante, hacia los lados, hacia donde sea, pero lo único que consigue es comprobar la eficacia de lo que lo tiene inmovilizado.

—La puta que te parió —chilla—. ¿Qué me has hecho?

El Trasgo se mueve hacia el centro de su campo visual, eclipsando la luz de la lámpara. Agarra una especie de brazo mecánico articulado con cojinetes que termina en un espejo circular; tira del brazo articulado hasta colocarlo delante de la cara del inspector y da la vuelta al espejo para que éste pueda verse a sí mismo. Al inspector se le abren tanto los ojos que parece literalmente que se le vayan a caer de la cara. Y si en la sala de disección hubiera un testigo que conociera a Semproni De Paula, ahora podría certificar con asombro lo que nadie ha presenciado jamás: algo acaba de dejar mudo al inspector. La imagen del espejo lo acaba de sumir en un trance momentáneo. Su cuerpo entero está sujeto con correas en el interior de algo que parece un híbrido de crisálida industrial, insecto gigante y flor de bronce. Desnudo dentro del mismo, su cuerpecillo rosado y lampiño tiene aspecto de larva a medio digerir en el bulbo estomacal de una planta carnívora.

La Nueva Pseudorquídea del doctor Menelaus Roca ya ha empezado a incorporar en su diseño algunas de las extensiones y partes nuevas que su dueño proyectó en la cárcel de la Reina Amalia. El diseño original, concebido en su mayoría durante la década del sesenta en el Colegio de Cirujanos, constaba de tres secciones básicas. En la parte anterior, el motor eléctrico, con una rueda colosal de madera y acero, conectado a la batería de corriente continua y a la maraña de cables de colores que constituyen el sistema nervioso del ingenio. En el lado opuesto, la consola llena de palancas que controla el sistema de poleas y brazos articulados, además, claro, de la corola, suspendida de sus cadenas. Con un electrodo enorme en el pistilo central, continuamente mojado por un sistema de irrigación para favorecer la conductividad eléctrica, y cinco electrodos secundarios en los cinco pétalos de bronce, que en pleno funcionamiento de la máquina descienden sobre el paciente para entrar en contacto respectivamente con su cabeza, brazos y piernas. La última sección, por supuesto, es la camilla de lona acolchada en forma de aspa. La cruz de San Andrés recorrida por correas de cuero, con un quinto brazo para la cabeza que termina en un armazón de alambres y tiras de latón. Una prisión ajustable para inmovilizar el cráneo mientras la máquina cumple su cometido.

Atrapar a la Araña Basal. En el momento previo a la muerte.

—Te voy a sacar los ojos —chilla el inspector desnudo, con el cuerpo sujeto por docenas y docenas de correas de cuero. Con la cabeza atenazada por el armazón de alambres—. Te voy a cortar los huevos y te los voy a hacer tragar, hijo de la grandísima puta. Rata, traidor. Judas, hijo de perra. Te voy a sacar los ojos y te los voy a hacer comer y luego te voy a echar a los cerdos para que se te coman vivo.

Roca se pone una mascarilla médica y se la ata por detrás de la cabeza.

—Te voy a abrir en canal y te voy a sacar las tripas y te las voy a hacer comer. —La cara de De Paula ya está pasando del rojo al violeta, soltando espumarajos por la boca—. Te voy a arrancar las tripas por el culo y te las voy a meter en la boca.

De pie frente a la consola, Roca acciona una palanca que pone en movimiento el entramado de poleas. La corola desciende hacia la camilla con un retumbar de engranajes, con los cinco pétalos gigantes de bronce sumiendo en la sombra al cuerpo desnudo de debajo, y por fin se detiene, con los electrodos a pocas pulgadas de la cabeza y los miembros del inspector. Los truenos de afuera provocan que la maquinaria se estremezca. La última fase del descenso de la corola requiere más precisión y es controlada con una rueda que Roca hace girar sin apartar la vista del cuerpo del inspector. Por fin, cuando las cinco varas de los electrodos han entrado en contacto con la piel, el anatomista abre la espita del sistema de irrigación y el agua empieza a fluir por los pétalos y a chorrear sobre el cuerpo tembloroso. Roca intenta ponerle una mordaza al inspector, pero éste se lo impide a dentelladas. A continuación Roca regresa a la consola y acciona la última palanca. La que emite la descarga que ha de detenerse justo antes de ser letal. Y pese a estar completamente sujeto con correas, al inspector se le estremece todo el cuerpo mientras el humo empieza a brotarle de la coronilla, las manos y los pies. La descarga dura un minuto. A continuación Roca da la vuelta a la máquina y le toma el pulso al paciente.

—No puedes conmigo, mariconazo —dice De Paula con un hilo de voz. Con hilos de sangre saliéndole de la nariz y de las orejas.

Roca frunce el ceño. La incisión en el encéfalo debería requerir varias descargas previas para estimular del todo a la Araña Basal y obligarla a refugiarse entre el cerebelo y el nacimiento de la médula espinal. Sin embargo, el descenso de las constantes vitales del inspector sugiere ahora que Roca no ha tenido en cuenta su envergadura de niño. Así pues, acciona otra palanca y la estrella de cinco brazos empieza a girar sobre un eje transversal, incorporando la figura yacente de Semproni De Paula con un ronroneo mecánico hasta dejarla vertical y un poco inclinada hacia delante. Sin perder un segundo, consciente de que la Araña Basal se extinguirá unos minutos antes que la vida del inspector, Roca le clava el bisturí en la nuca y le abre una incisión desde la base del cráneo hasta la séptima cervical. La sangre empieza a caer a chorros por la espalda de De Paula. Roca separa la piel con los dedos enguantados.

—Te voy a hacer lo mismo que le hice a tu puta —chilla la voz estrangulada de De Paula—. Te voy a dejar igual que a ella, hijo de la grandísima puta.

Menelaus Roca se lo queda mirando, con el bisturí suspendido en medio del aire.

—¿Se refiere a Liberata? —dice.

—Me lo he pasado muy bien con ella —chilla De Paula en tono triunfal, desde la jaula que encierra su cabecita—. Qué pena que ya no le quede mucha cara que mirar. Y la cara no es lo que peor ha quedado.

Menelaus Roca frunce el ceño.

—¿Qué te han dado para que trabajes para ellos? —sigue graznando Semproni De Paula—. ¿Te han dicho que podías darle por culo al hijo de Fauré? ¿O es él quien te da por el culo a ti?

Menelaus Roca deja suavemente el bisturí ensangrentado en la bandeja del instrumental. Aunque sus rasgos no abandonan ni un instante el estatismo, atrapados allí por la inercia de una vida entera, hay ciertas señales de incendio interior. Un sudor que acaba de romper en el nacimiento del pelo. Un movimiento nervioso de la mano enguantada por encima del instrumental quirúrgico.

—¿Qué sabe usted del hijo de Fauré? —dice por fin.

—Sé que te voy a dar por el culo —dice el inspector, con una risotada burbujeante—. Te voy a arrancar los huevos y te los voy a hacer comer.

—¿Qué sabe del hijo de Fauré? —Roca se quita la mascarilla—. Dígamelo.

La risa de Semproni De Paula se convierte en tos mientras le sale un borbotón de sangre por las narices.

—Dímelo tú, maricón —dice por fin, con un hilo de voz—. Tú eres el que le da por el culo.

—No hay tiempo para tonterías —Roca se agacha hasta poner la cara a pocas pulgadas de la cara de De Paula—. Este asunto es mucho más importante que esos asesinatos.

—Te tendríamos que haber mandado al garrote, asesino. Te tendrían que haber matado los curas del hospicio cuando vieron que estabas endemoniado.

Agachado frente al inspector, Roca le tapa la boca y la nariz con una manaza enguantada. Una mano que parece un molusco gigante nutriéndose de los fluidos de De Paula. Al inspector se le abren los ojos como platos. La parte de la cara que queda visible bajo la mano se pone de color morado. Las venas del cuello amenazan con estallarle. Entre los dedos de Roca asoma la espuma. Los ojos del inspector empiezan a ponerse en blanco y en ese momento Roca aparta la mano. El inspector traga una bocanada salvaje de aire. Tarda un momento en recuperar el habla.

—No sé quién se llevó al chico —dice por fin—. Nadie lo sabe. No fuimos nosotros. Lo estuvimos buscando casi un año. En los canales, en el monte, en todos lados. Al niño de Fauré se lo tragó la tierra.

—¿Quién llevó el caso?

—Melquíades Guiu. El inspector de entonces. Eres hombre muerto, Trasgo.

Roca se agacha y hace el gesto de volver a taparle la boca. De Paula suelta un grito estrangulado. Roca aparta la mano.

—El chico tenía una institutriz —dice—, Dorotea Sullivan, una misionera. Ella le traía venenos a Fauré. ¿Qué sabe usted de eso?

—¿Sullivan? —De Paula frunce el ceño—. Así se llama la mujer de Dado Blokium, es lo único que sé.

Unos pasos que se alejan y el ruido de un portazo le comunican al inspector que acaba de quedarse solo en la sala de disección.