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TRASGO

La mente del doctor Menelaus Roca es un jardín botánico. Categorías y especímenes, cifras y familias. La mente de Menelaus Roca es una carta celeste. Es un gabinete de curiosidades.

Bajo la luz del cabo de vela que arde en su escritorio, envuelto en una manta llena de chinches, el doctor Menelaus Roca, anatomista, frenólogo y bibliófilo, extiende un brazo y, haciendo gala de unos reflejos encomiables en un hombre de su edad y condición física, atrapa un escarabajo que corre por su mesa. Lo coge entre los dedos índice y pulgar y se lo queda mirando a través de la nubecilla que forma su aliento en el aire helado de la celda. Es un hombre voluminoso, grande en todas las direcciones, y aunque salta a la vista que de joven fue fornido de una forma torpe, su cuerpo ya se ve flácido y pesado. Derrotado por la gravedad. El pelo canoso ya se ha retirado de la mayor parte de su cráneo rapado. Ahora levanta la vista y contempla el ventanuco de la celda, cubierto con un paño. Por los resquicios del paño asoma la luz amoratada del amanecer. La celda de Menelaus Roca solamente parece una celda cuando uno cobra conciencia del lugar donde está. Cuando uno repara en la puerta de hierro y las inscripciones de sus antiguos ocupantes en las paredes. Por lo demás, podría ser un cuarto de cualquiera de las casas de huéspedes que proliferan por el barrio del Hospital. Un camastro de hierro con una manta remendada. Un escritorio con cuadernos y libros. Un cabo de vela en un platillo y un baúl pegado al pie del camastro.

El doctor Roca se incorpora y le da la vuelta al escarabajo. Se trata de un geotrúpido macho de un par de pulgadas de largo, un coprófago de los muchos que rondan cada noche por su orinal. Le da la vuelta expertamente y con la uña larga y amarilla del índice le hace una incisión en el abdomen. El bicho agita frenético las antenas y las patas. El abdomen del macho está dividido en diez segmentos; los esternitos son claramente visibles, salvo los superiores, que están cubiertos por los élitros; los seis ventritos se pueden contar hasta el ápice del abdomen, mientras que el noveno segmento abdominal debería ser el genital, con nuevas subdivisiones que Roca renuncia a examinar por falta de luz y de instrumental adecuado.

Roca tira el escarabajo al suelo de la celda. El animal se revuelve y echa a correr, dejando un rastro de tripas blancas sobre las losas. Con la espalda enorme encorvada sobre el escritorio demasiado pequeño para él, Roca moja la punta de la pluma en el tintero y continúa escribiendo. La caligrafía del doctor Menelaus Roca ya no la puede leer nadie salvo el propio doctor Menelaus Roca. Los años de escasez de papel la han ido volviendo cada vez más diminuta. También la naturaleza de sus anotaciones se ha adaptado a las condiciones de la cárcel. Sin instrumentos, sin tejidos, sin nada que no sea una pluma y un papel, sus diarios científicos se han alejado progresivamente de lo experimental y se han ido acercando a la indagación teórica. Planos de máquinas inexistentes. Prototipos de instrumentos concebidos en la soledad de la celda. Fórmulas que avanzan añadiendo ingredientes ausentes y se pierden en marañas de efectos hipotéticos. Páginas y páginas de fórmulas que terminan bruscamente después de chocar con murallas de incertidumbre. Especulaciones interrumpidas por el alba o por una ocurrencia inesperada. Y, por supuesto, dibujos de la Pseudorquídea. Con partes nuevas añadidas. Extensiones de sus diversas secciones. Apéndices articulados sobre otros ya existentes, como brotes inesperados en un cuerpo animal pubescente. No hay nada en los escritos de Menelaus Roca en su celda que se parezca remotamente a un principio ni a un fin. Encerrado en su celda desde hace siete años, la conciencia de Menelaus Roca ha sido reducida al mínimo. Un hilo que bordea con la inexistencia. La única realidad es la que hay ante los ojos. No hay diferencia entre el doctor Roca y su trabajo. Solamente el fin de una cosa desencadenará el fin de la otra. La conciencia, si algún día regresa, lo inundará igual que el aire fresco inunda una casa que lleva décadas cerrada.

La siguiente vez que moja la pluma en el tintero, el doctor Roca oye los ladridos de los perros en la explanada de la muralla. El primer anuncio del alba. Las jornadas de trabajo de Roca empiezan justo después de la oración de la noche, cuando pasa la ronda a comprobar los cerrojos. Entonces se sienta a su mesa y enciende el cabo de vela. El día concentra todo el suplicio de la cárcel. Los paseos por el patio, arrastrado por los guardias y protegido del sol con su manta piojosa. Las comidas con el resto de los presos. La desnudez en los baños. El desfilar y cantar oraciones. La noche de la cárcel, en cambio, es larga y plácida. La paz nocturna de la celda le permite mantenerse vivo. Solamente cuando el alba roza el paño de la ventana, guarda su pluma y se acuesta para dormir unos minutos antes de que irrumpa la ronda de la mañana.

La llama del cabo de vela tiembla, se tuerce violentamente a un lado y se apaga. Menelaus Roca levanta la vista hacia el ventanuco de la celda, donde el paño que hace de cortina se ha inflado bajo una ráfaga de aire. Frunce el ceño.

Se pone de pie, camina hasta la ventana y aparta el paño con la mano. Es entonces cuando oye la campana del amanecer.

En invierno, el sector de cielo que se ve desde la celda de Roca muestra las constelaciones de Libra, la Serpiente, el Serpentario y Hércules. No hay más variación que los cambios estacionales. Y, sin embargo, el doctor Roca juraría que esta noche ha cambiado algo. Algo en la disposición de la carta celeste.

Todavía está mirando por la ventana cuando oye acercarse el claqueteo de los cerrojos de las celdas. Una por una, los carceleros abren las puertas de hierro para que los presos salgan al patio a ser contados y a rezar sus oraciones matinales. Roca se baja del camastro. Igual que ha hecho todas las mañanas de los últimos siete años, gatea por el suelo hasta la pared del fondo, se encoge debajo de su escritorio con las rodillas pegadas al pecho y se tapa la cabeza con la manta. El estruendo de los cerrojos se acerca inexorablemente.

Los dos carceleros abren la puerta de su celda. La luz baña el suelo, el orinal, el camastro vacío y por fin los libros del escritorio. El cabo de vela que lleva varias horas ardiendo en un platillo. El doctor Menelaus Roca no ha dormido en su camastro esta noche. El doctor Roca nunca duerme de noche. De noche lee y escribe y ordena el gabinete de curiosidades que es su mente.

—Me tienes harto, Trasgo —dice uno de los carceleros—. Un día te voy a partir las piernas y entonces tendrás una buena razón para no salir de ahí.

Con la pericia que otorga la práctica diaria, los dos carceleros agarran al doctor Menelaus Roca de los pies y de los brazos y lo sacan a rastras, primero de debajo del escritorio y después de su celda. Arrastrado por el pasillo de la galería carcelaria, con la cabeza y el torso cubiertos por la manta, el doctor Roca patalea, suelta espuma por la boca y trata por todos los medios de que no le toque la luz del sol matinal.