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LA SALITA DE LAS MUSARAÑAS
Por segunda vez en lo que va de año, Menelaus Roca está trabajando en su Museum Clausum cuando le llega a los oídos el estruendo de la puerta de su casa al ser derribada por los mazazos del Cuerpo Nacional de Vigilancia. El libro que tiene en las manos cuando la puerta se viene abajo es una colección de himnos litúrgicos. Analecta hymnica medii aevi. En una edición bastante reciente comprada a un impresor de Francoforte del Meno. Roca pone un punto de lectura entre las páginas, cierra el libro levantando una nubecilla diminuta de polvo y escucha el retumbar de los pasos de los policías que suben en tromba la escalera de su casa. Cuando por fin llegan a lo alto de la escalera, le llega el turno a la puerta del Museum Clausum de reventar bajo las mazas policiales. No se han dado cuenta de que no estaba cerrada con llave.
Desde el umbral de la puerta destrozada, media docena de agentes sudorosos del Cuerpo de Vigilancia se quedan mirando el enorme desván atiborrado de objetos. Roca se los queda mirando a su vez desde lo alto de la escalerilla donde está consultando libros.
Detrás de sus hombres, y siguiendo los pasos de la efigie faraónica de Blai Boamorte, Menelaus Roca acierta a ver un bombín que aparece envuelto en una nube de humo de cigarro caliqueño. Como siempre, y particularmente como siempre que Semproni De Paula está de buen humor, el pequeño inspector da la impresión de estar de puntillas y estirando el cuello. Es algo que tiene más que ver con esa forma en que ciertos animales pequeños se hinchan o agrandan partes de su cuerpo para ocupar más espacio. Cuando llega al frente del destacamento policial, el inspector busca con la mirada al Trasgo, lo encuentra en lo alto de la escalera y lo señala con el caliqueño.
—Collons, Trasgo. —Niega con la cabeza—. Hasta llamarte Trasgo es hacerte un favor. Pero mira qué pinta. Pareces un trasgo que se ha caído en un pozo y luego lo ha atropellado el tren. ¿Qué te ha pasado, si puede saberse?
Menelaus Roca considera la posibilidad de admitir ante el inspector que sí que se ha caído en un pozo. Todavía no hace una semana que se despertó al fondo de una zanja junto a la Muralla de Mar, con los perros olisqueándole los pies y la cabeza embotada por los efectos del cloroformo. Después de invertir tres horas en el regreso a casa, apoyándose como un borracho por las paredes de los barrios de la Ribera y San Beltrán, tuvo ocasión de quitarse la camisa y contemplar su cuerpo en el espejo. Una compleja geografía de hematomas y lesiones. Ahora parece que la mayoría de las fracturas se han soldado, por lo menos en parte. El ojo herido todavía está inundado de sangre, pero su organismo ya la ha empezado a drenar y Roca ya puede distinguir formas y contornos con él. Caminar todavía es un suplicio. Acostarse o levantarse van acompañados de náuseas e intensos dolores de cabeza. Pero cada día recobra un poco de fuerza. Todo iría más deprisa, claro, si tuviera comida en la casa. A juzgar por lo que ha visto en el espejo de su casa, parece haber perdido veinticinco o treinta libras de peso desde el día en que se desplomó bajo la pérgola del Jardín de los Eléboros. Su cuerpo sigue teniendo el mismo aspecto plácido, pero ahora parece componerse básicamente de piel tumefacta que se despega elásticamente de los huesos cuando uno la pellizca con los dedos.
El inspector Semproni De Paula se acerca a la chimenea encendida y se quita los guantes. Acerca las manitas infantiles a la llama para quitarse el frío de fuera. Detrás de su espalda, Boamorte pasea por entre las vitrinas, examinando los especímenes de la colección de insectos. Por fin se acerca a la mesa de Roca y hace una mueca.
—Pero ¿qué es esto? —dice, señalando una pasta negra que hay al fondo de un cazo.
—Mi criada se ha marchado —dice Roca—. Ella me preparaba siempre el café, pero ahora se me ha acabado y ya no puedo sacar más de los posos. —Levanta la mirada hacia el superintendente—. Tal vez me podrían traer un poco. No estoy durmiendo demasiado.
—¿Me estás pidiendo que te traigamos café? —Boamorte frunce el ceño.
—Por favor.
Boamorte se gira hacia el inspector, con cara de burla. Semproni sonríe, pero asiente con la cabeza.
—Tú —le dice a uno de sus agentes—, baja a comprar café. Y que alguien le prepare una taza al Trasgo.
El inspector camina entre los frascos de especímenes. Tira al suelo los libros y papeles que cubren un sillón y se sienta, mirando a Roca, que sigue en lo alto de su escalera.
—No hemos sabido mucho de ti últimamente, Trasgo —dice—. Hasta vinimos a hacerte un par de visitas y no estabas en casa.
—He hecho progresos con el caso que me encargaron —dice Roca, sin dejar de mirar la cubierta del libro que tiene en las manos—. Ciertas cuestiones relacionadas con drogas. Estoy convencido de que las drogas son la clave de todo. Pero todavía no tengo pruebas. Y no estoy listo para revelarle los detalles que conozco del caso.
—Oh, estoy seguro de que sabes mucho sobre el caso. —El inspector De Paula quita los pies del reposapiés y se levanta del sillón con agilidad de muchacho—. Más de lo que te conviene, probablemente. Eso nunca lo he dudado. Pero no es de eso exactamente de lo que te quiero hablar. —Camina hasta la mesa de trabajo de Roca y se queda mirando con las cejas levantadas la taza llena de limo negro que le enseña Blai Boamorte—. Vengo a darte una buena noticia. La buena noticia es que he decidido cambiar de táctica con toda esta bajanada del Asesino de la Esperanza. Yo también he estado un poco apartado del caso, como tú. Pero ya he vuelto a poner el corazón en ello. Puedes considerar esto la segunda parte de nuestra asociación. La primera ya se acabó.
Semproni De Paula examina el contenido de la mesa. Levanta con esfuerzo el De humani corporis fabrica de Vesalio. La edición en gran formato acentúa la pequeñez del inspector: un niño travieso mirando libros prohibidos en el despacho paterno. Lo sopesa, como si estuviera calibrando la profundidad de su contenido en base a sus libras de papel vetusto y tinta. Hojea los múltiples puntos de lectura. Por fin se vuelve hacia Menelaus Roca.
—Este libro —dice De Paula—. ¿Cuánto dirías que vale, Trasgo?
Roca mira al inspector con cara de no entender.
—¿Cuánto vale? —dice.
—Sí, collons. ¿Cuánto vale? —El inspector hace un gesto exasperado—. ¿Cuánto dinero vale? ¿Qué le pasa a todo el mundo? Nadie sabe cuánto vale nada. No me extraña que el país se esté yendo a tomar por el saco.
Roca mira la edición de Vesalio con su cara de haberse quedado dormido con los ojos abiertos.
—Es la segunda edición, de hace más de trescientos años —contesta por fin—. Hay quien pagaría una fortuna, obviamente. Lo que está claro es que hoy día yo no lo podría comprar.
Semproni De Paula coge el libro con ambas manos y lo tira a la chimenea encendida. Una mancha negra se extiende a toda velocidad por la cubierta. Luego la cubierta ennegrecida se ondula, se arruga violentamente y estalla. Las páginas se elevan en llamas, una tras otra. Y mientras el libro se consume, el inspector no deja de mirar al Trasgo. En busca de señales de alarma. O de aflicción. Cualquier clase de señales. Pero lo único que se refleja en su cara embotada son las llamas. A continuación De Paula descuelga un grabado de la pared. El grabado muestra una comparativa craneal de distintos criminales de los bajos fondos de París. Por fin coge algo que parece un pequeño mamífero seccionado por la mitad y metido dentro de un bloque de cristal.
—¿Y estas dos cosas? —dice, mirando a Roca con una mueca triunfal debajo de su bigote encerado—. ¿Cuál crees que es más valiosa? ¿El cuadro o el bicho? —Hace una pausa—. ¿No contestas? Bueno, ya contesto yo. Yo creo que es más valioso el bicho. Ay, carai. —Tira al suelo el bloque de cristal, que se hace añicos, y después se pone a pisotear el cuerpo seccionado. Levanta la vista hacia Menelaus Roca—. Ahora supongo que debe de valer más el cuadro, ¿no?
Semproni De Paula estrella el cuadro contra la repisa de la chimenea y tira sus restos al fuego. A continuación siguen el mismo destino dos vademécums de química, una vitrina de insectos en ámbar y una lección de anatomía flamenca en formato pequeño. El fuego arde con alegría. El inspector coge una caja de madera pintada con uno de los lados de cristal y se la queda mirando con el ceño fruncido. El interior de la caja parece una habitación de una casa de muñecas, con cortinitas y mueblecitos primorosos que imitan la salita de estar de una casa. En lugar de muñecas, sin embargo, hay media docena de bichos parecidos a ratones de campo, disecados en posturas bípedas y vestidos con ropa diminuta. Una afable escena costumbrista de la hora de la merienda, con uno de los ratones ofreciéndoles a los demás una bandeja de bollos. Semproni De Paula ha visto antes esta clase de panoramas con animales disecados, simples juguetes infantiles, pero no entiende qué hace uno de ellos en casa del Trasgo.
Dirige una mirada interrogante hacia Menelaus Roca. Y entonces la ve: muy tenue pero inequívoca en los rasgos del anatomista. La alarma ha aflorado por fin. Semproni De Paula sonríe.
—Ah, hemos encontrado algo valioso de verdad —dice, y hace el gesto de tirar la salita de los ratones al fuego.
—Espere. —Roca levanta una manaza. Deja el libro de himnos en su estante y baja la escalera—. ¿Qué quiere de mí, capitán?
—Inspector provincial, joder, Trasgo —De Paula examina el juguete que tiene en las manos—. ¿Qué son estos bichos?
—Son musarañas baleares —dice Menelaus Roca—, una especie extinta. Es posible que ésos sean los únicos ejemplares disecados que quedan en el mundo.
Semproni De Paula se acerca al Trasgo. Le pone su salita de musarañas en la mano y le hace un gesto para que se agache y así poder hablarle al oído:
—Quiero algo muy sencillo —le dice en voz baja, de manera que solamente lo puedan oír ellos dos—. Quiero ser gobernador civil. Voy a ser el gobernador antes de que acabe el año. Y para eso voy a encontrar a ese fill de puta de asesino de una vez. Con tu ayuda o sin ella. Así que tú decides.
Semproni De Paula le hace una señal a uno de sus agentes, que saca una antorcha y rocía la tela con petróleo. Roca frunce el ceño. Los dos hombres permanecen un momento en silencio junto a la chimenea: De Paula mirando al Trasgo y el Trasgo mirando sus ratones vestidos con bombachos y pelucas rococó.
—No puedo llevarle con el autor de los crímenes —dice por fin Roca—. Está bien escondido y usa a otros para que hagan su trabajo. Pero puedo darle el nombre de alguien que estoy convencido de que sabe cómo llegar a esos otros.
—Así me gusta, Trasgo. ¿Y cuál es ese nombre que me va a hacer feliz?
—Almarrosa. Aniol Almarrosa.
Bajo la luz de las llamas, a De Paula se le pone la cara de un rojo intenso. En los ojos le brota una voracidad temible. Hay algo de comadreja o de pequeño mamífero infinitamente ávido en la forma en que sus orejas parecen retraerse.
—Lo sabía —dice por fin, con la vocecilla hueca temblorosa por la emoción—. Lo sabía, joder.
Semproni De Paula ya está a medio camino de la escalera cuando la voz de Menelaus Roca lo llama detrás de su espalda.
El inspector se detiene. Se da la vuelta y mira al anatomista con las cejas levantadas.
—Necesito un cadáver —dice Roca—. Un cadáver fresco. Es muy importante.
El inspector se queda mirando un momento a su antiguo subordinado.
—¿Qué ha pasado con los tres cadáveres que desenterraste? —dice el inspector—. Todavía los tienes, ¿no?
—No son frescos. No me sirven.
Los dos hombres se aguantan un momento las miradas.