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LA CIUDAD SECRETA
Sentado a la mesa del salón comedor del palacio de la Diputación, rodeado de tapices y pinturas que hacen que tanto él como la mesa y la comida que hay sobre la misma se vean diminutos, Melcior Estrany, gobernador civil de Barcelona, se dedica a hojear la última entrega de La ciudad secreta, que los bouquinistas de la Rambla ya han empezado a repartir esta misma mañana. Prácticamente todos los folletines que se han publicado durante las últimas semanas en la ciudad están dedicados al Crimen de la Esperanza. O mejor dicho, a una versión fabulosa del mismo. Construida a partir de una amalgama de habladurías de la calle, fantasía literaria desbocada y un compendio de los miedos más arraigados del vulgo. Todas menos La ciudad secreta. Impávido al crimen que ha sacudido Barcelona, el protagonista de La ciudad secreta, Merlin Fluxá, se dedica a deshonrar a jóvenes damas de sociedad, beber absenta en las tabernas de la calle de Trentaclaus y escribir sangrantes libelos que se resuelven con duelos de madrugada. Nada explica el éxito de sus andanzas. Nada explica que la ciudad entera se haya volcado en su lectura. Las cartas de los lectores escandalizados inundan las páginas del Diario de Barcelona. Las hojas parroquiales se han manifestado a favor de su cierre. Y, sin embargo, piensa el gobernador mientras pasa las páginas repletas de actos de libertinaje y huidas nocturnas a caballo, hay algo en La ciudad secreta que impulsa a leerlo todas las semanas.
El único consuelo que le queda a Melcior Estrany es que, al lado de las depravaciones que los folletines están publicando últimamente, cualquier actividad delictiva real que se produzca en la ciudad parece un chiste.
Sentado en el otro extremo de la mesa, el que no está lleno de comida, Semproni De Paula se lleva un puño a la boca y carraspea. Si su gesto iba destinado a llamar la atención del gobernador, no surte el efecto deseado. Estrany se limita a seguir hojeando el folletín, contemplando una ilustración indecente tras otra, y no levanta la cabeza hasta un minuto más tarde. Se trata de un hombre de bigotes grandes y calvo como una bola de billar, con una servilleta a cuadros embutida por debajo del cuello almidonado.
—¿Ha visto usted esto? —le pregunta a De Paula.
El gobernador sostiene en alto una ilustración en que Merlin Fluxá, con capa y sombrero, se inclina con expresión lasciva sobre el cuerpo de una joven desmayada. Junto a la joven, una copa volcada deja ver los posos del cloroformo. Luego cierra el folletín y se queda mirando la portada con los ojos entornados. Bajo una representación estilizada de los bajos fondos de la ciudad, el editor ha impreso en la portada: «LA CIUDAD SECRETA. UNA NOVELA SOBRE LOS TIEMPOS MODERNOS, ESCRITA POR ANIOL ALMARROSA».
—¿Por qué permitimos que se publiquen estas cosas? —Estrany deja el folletín a un lado y devuelve la atención a su comida. Delante tiene un plato de chuletones con guarnición de patatas humeantes. Otros platos por comer o a medio comer que hay sobre la mesa incluyen embutidos fríos, sopa de morcilla y estofado de gallina. También hay una botella de Rioja vacía y otra llena, una junto a la otra, como si la vacía le estuviera contando sus penas a la llena—. Me ha dejado el estómago todo revuelto —añade, contemplando su comida con cara melancólica. Al cabo de un momento se encoge de hombros, agarra un chuletón y le hinca los dientes.
—¿Para eso me ha llamado? —dice De Paula—. ¿Para que prohíba las novelas?
Melcior Estrany deja en el plato una versión esquelética del chuletón.
—No sea bobo —dice—. Lo he llamado porque he recibido un telegrama de la Corte, sobre esta imbecilidad del Crimen de la Esperanza. O crímenes, tengo que decir ahora. ¿No?
De Paula contempla, con sus rasgos diminutos de niño bigotudo, cómo Estrany coge otro chuletón con los dedos.
—¿Y por ese telegrama me ha hecho venir para reunirme con Dado Blokium? —dice De Paula—. Todo esto no me gusta ni un pelo. Me pone nervioso esta patraña del Crimen de la Esperanza. Y me pone nervioso Dado Blokium.
El gobernador se queda mirando a De Paula por encima del chuletón.
—¿Blokium?
—Conozco a mucha gente que diría que es un espía —dice De Paula.
El gobernador da un mordisco a su chuleta y niega con la cabeza.
—Aquí no usamos ese lenguaje —dice con la boca llena—. Blokium tiene su trabajo, igual que usted tiene el suyo y yo el mío. Todos hacemos falta en la máquina, espero que se dé cuenta.
—¿Y cómo es posible que esta mañana me encontrara yo al destacamento de San Pablo a cargo del tumulto? —dice el inspector—. Alguien pide una carga a la una de la mañana y a mí me despiertan a las cinco. Luego llego y me encuentro a Lombardo pavoneándose de que ellos han resuelto el problema, cuando tenemos un foco de anarquistas que han tomado un edificio entero, y nadie dispara ni una sola bala.
El gobernador deja caer ruidosamente el chuletón a medio comer sobre el plato, en un gesto que podría o no indicar enojo. Se vuelve a limpiar las manos con la servilleta y en ese momento llaman a la puerta. Señala la puerta con un dedo grasiento.
—No me venga con monsergas de anarquistas —dice—. Ya llega Blokium. Intente portarse bien.
La puerta se abre y un mayordomo anuncia a Dado Blokium. Los dos contemplan la entrada del heredero de la familia de diplomáticos más célebre de la ciudad: vestido con un frac de hombreras anchas y cuello vuelto que probablemente valga más dinero que todo el ropero de la mujer de De Paula. Los ojos grises, el pelo pajizo y los pómulos altos delatan su sangre eslava. La entrada de Blokium en el salón comedor, pese a no resultar especialmente pomposa en ninguno de sus detalles concretos, tiene ese mismo aire pomposo que caracteriza todo lo que hace o dice Dado Blokium. A De Paula no le cae particularmente bien ese rasgo del diplomático. Ni tampoco ningún otro de sus rasgos. En términos generales, no puede evitar una punzada de irritación cada vez que ve a un hombre alto y hermoso como Blokium. Ni siquiera una punzada: una vaga sensación de incomodidad. Cierto deseo inconsciente de cambiar de postura o de estar lejos de allí.
Estrany se pone de pie, se limpia los dedos con la servilleta para estrecharle la mano al recién llegado y se vuelve a sentar sin más ceremonia delante de su plato.
—Siéntese por ahí, muchacho —le dice al recién llegado—. ¿Tiene hambre?
Blokium niega con la cabeza, sin dejar de sonreír. Su sonrisa contiene algo paradójico. No exactamente algo relacionado con la falta de sinceridad, sino algo que parece colocarla fuera del espectro mismo de la sinceridad y su contrario. Como si la semejanza con una sonrisa auténtica fuera una coincidencia no deliberada. El diplomático coge una de las sillas con el escudo de la ciudad repujado y se sienta entre el gobernador y De Paula.
—El gobernador me estaba diciendo que tendríamos que prohibir los folletines. —De Paula señala el ejemplar de La ciudad secreta.
Blokium coge el folletín y lo hojea.
—Extraordinario —dice, examinando las ilustraciones con expresión calculadora—. ¿Tal vez han leído ustedes la obra de Angusto Comte? —Como ninguno de sus dos interlocutores le contesta, Blokium continúa—: Comte define algo que él llama «física social». Con eso quiere decir que la sociedad hay que estudiarla como si fuera un cuerpo vivo, con las herramientas de la física. Con el método positivista de la ciencia. ¿No les parece extraordinario? Miren esto.
Los dos hombres estiran el cuello para contemplar la ilustración que les está mostrando Blokium. Merlín está descolgándose con una soga de sábanas por la ventana de una casa de la alta sociedad. A través de la ventana se ve a la dueña de la casa mirando con cara de horror sus joyeros desvalijados.
—De acuerdo con Comte —sigue explicando Blokium—, las sociedades alcanzan su madurez al adoptar esa visión positivista, pero de vez en cuando enferman, igual que los cuerpos. Y cuando enferman, regresan a la etapa infantil. A la superstición, a la fantasía.
De Paula y el gobernador intercambian una mirada.
—A ver si me he enterado —dice De Paula, cruzándose de brazos—. Estamos aquí porque algún bergante de la Corte se ha cagado en los pantalones cuando ha leído una de esas novelitas. —Señala el ejemplar de La ciudad secreta—. Y ahora yo voy a quedar en ridículo delante de todo el mundo y voy a tener que seguir una directriz idiota de algún chupatintas de la Corte. Y encima cada vez que llego a algún sitio a hacer mi trabajo, me encuentro con que alguien se me ha adelantado y lo está haciendo en mi lugar. La infantería del Rey, o la guardia civil, o el obispado, o qué sé yo. Se supone que dirijo el Cuerpo de Vigilancia, pero lo que acabo vigilando es que ningún listo se intente poner medallas a mi costa.
Blokium hace caso omiso del tono de De Paula.
—Estamos aquí —dice— porque en la Corte hay cabezas muy preocupadas por lo que está pasando en esta ciudad. —Les enseña el folletín—. Cabezas muy insignes. Y sí, tenemos una directriz. Que viene con el sello del Rey, por cierto.
—Caramba, no me diga —De Paula enarca las cejas—. ¿Y por qué le preocupan a la Corte unas pendencias de barrio bajo?
—Precisamente porque no las ven como pendencias de barrio bajo —dice Blokium—, en una situación como ésta no va a funcionar quemar la herida sin más, caballeros. Hay que buscar el síntoma. Imaginar que somos médicos.
De Paula se remueve en su asiento. Con un gesto que parece arraigado en su inconsciente, yergue la espalda y proyecta el torso hacia delante. Igual que hacen ciertos animales para parecer más altos o más voluminosos.
—¿Y qué cony de órdenes son esas que trae usted? —dice.
Blokium intercambia una mirada con Estrany, que se está llevando a la boca un trozo de morcilla pescado de los restos del caldo. De Paula tiene la sensación enojosa de que los otros dos están representando un guión escrito de antemano.
Blokium abre su valija de piel y saca una carta con el sello real.
—Traigo órdenes de la Corte para liberar al doctor Menelaus Roca —Blokium rasga el sello con un cuchillo y desdobla la carta del interior—. La documentación está lista para que lo saquemos hoy mismo.
Estrany acaba de pescar un pie de cerdo de la olla del cocido, usando dos tenedores, y ahora se lo lleva hasta el plato dejando un rastro de goterones de grasa sobre el mantel.
—El Trasgo —dice por fin De Paula, cruzándose de brazos—. Quieren sacar al Trasgo. ¿Y qué hacemos con todos los testigos que lo han visto encerrado mientras estaban asesinando a esos desgraciados?
Estrany se limpia los labios con su servilleta y hace un gesto con la mano que indica que lo esperen un momento, que dirá lo que tenga que decir en cuanto termine de masticar.
—No lo está entendiendo —se le adelanta Blokium—, no vamos a usar al doctor Roca como sospechoso.
—No lo vamos a usar como sospechoso —dice Estrany—. Le vamos a rehabilitar sus privilegios. Lo vamos a poner a andar otra vez.
De Paula no dice nada. Se reclina hacia atrás en su silla. Por encima de él, los murales de las paredes representan las escenas de una batalla celestial. Justo encima de su cabeza, un arcángel está pinchando con una lanza el cuello del demonio que tiene bajo los pies.
—Estoy dispuesto a hacer el ridículo delante de todo el mundo —dice por fin—. Pero tengo dos condiciones.
Estrany asiente con la cabeza, como si ya se esperara lo que acaba de decir el inspector.
—Y yo me imagino que una de las condiciones debe de tener que ver con nuestro amigo el capitán Lombardo, ¿no? —dice.
—La primera condición —dice De Paula, entrelazando las manos detrás de la cabeza, como si estuviera pasando una tarde apacible en los toros— es que a Lombardo lo cambien de destinación. Que lo manden a algún sitio muy lejos de aquí. A África quizás, es lo primero que me viene a la cabeza.
Estrany se quita la servilleta que lleva metida por el cuello de la camisa. Se saca una cigarrera de plata del bolsillo del chaleco y le ofrece un caliqueño a De Paula, que se inclina sobre la mesa para cogerlo. De Paula guiña los ojos con el cigarro en los labios y se dedica a darle vueltas con la mano mientras el otro se lo enciende laboriosamente con el yesquero. Por fin abre los ojos y expulsa una nubecilla de humo que se eleva entre los serafines y los demonios de las paredes. Los otros dos hombres lo están mirando con caras expectantes.
—¿Y la segunda condición? —dice Estrany, guardándose la pitillera.
—La segunda condición —dice De Paula desde el centro de la nube de humo— es que quiero ser yo quien saque al Trasgo de la cárcel. Yo lo metí y yo lo quiero sacar.