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EL SEGUNDO TÚNEL

Lo primero que hace Menelaus Roca en cuanto puede incorporarse lo bastante como para sentarse a medias dentro de su nicho es pedir que le traigan papel y una pluma. Con las manos fracturadas, Roca tarda un rato exasperantemente largo en abrir el paquete meticulosamente embalado y atado con cordeles que le trae la niña. Cuando termina de rasgar el papel y abre la caja, dentro de la misma encuentra un flamante cuaderno en blanco, con las cubiertas de cuero repujado, una pluma y dos botellas de tinta. Roca se lo queda mirando todo, perplejo. A continuación mira a la niña, pero ella permanece inescrutable, con las cejas pálidas fruncidas en el centro de la frente.

Lo primero que anota Roca en su cuaderno son las particularidades de la catacumba. Describe la textura de la tierra y la antigüedad aparente de las inscripciones. A partir de la temperatura y el grado de humedad hace un cálculo de la profundidad a la que deben de estar. Analiza la construcción y hace bocetos de sus elementos. A continuación traza un plano de la caverna, proyectando con la imaginación las partes que no puede ver. Parece ser una gruta artificial de unas diez varas en su dimensión más larga y tal vez cinco en la corta. Las dos paredes que ve Roca son de sillares de caliza. La isla central es en parte de obra y en parte natural, como si los ingenieros de la Antigüedad hubieran aprovechado la bifurcación de dos túneles o grutas fluviales. Hay cinco nichos en la pared donde está metido Roca y uno en la pared contigua. Varios más en la isla central. Si la caverna es simétrica respecto a su centro, eso quiere decir que hay una veintena de nichos.

Pronto los niños se empiezan a alternar para traerle las comidas. El caldo se enriquece con vísceras, mollejas y algo que a Roca le parece que son sesos. De vez en cuando, un poco de tasajo o longaniza. Aunque sigue siendo la niña quien viene más a menudo, ahora también bajan el muchacho de la levita de color cobalto y el saltimbanqui al que llaman Muñeco. El de la levita es el más circunspecto. Se limita a quitarse el bombín y colgarlo junto a la lámpara. A continuación le deja la comida a Roca en la cornisa del nicho y despliega un pañuelo con cuidado en el suelo de tierra para no mancharse los pantalones de marinero. Nunca dice nada y nunca mira a su protegido. Muñeco, en cambio, parece disfrutar de los ratos que pasan juntos. Un día, después de contemplar cómo Roca traza sus diagramas en el cuaderno, Muñeco se lo quita de las manos y se aleja dando saltos hasta uno de los nichos de enfrente. Allí se encaja con movimientos imposibles en el hueco de la pared y abre el cuaderno con cautela, como si le pudiera morder. Los dibujos de la catacumba le provocan un ataque de hilaridad. Roca lo mira saltar y chillar encantado y palmearse las rodillas por toda la caverna.

Los periodos de trabajo en su cuaderno todavía se alternan con rachas de letargo y de fiebre. Sin luz natural que marque el ritmo de los días, en la catacumba no hay más pautas temporales que el lento avance de la recuperación. Roca pide una almohada y la almohada llega. Pide una lámpara y la lámpara llega. Pide una bacinilla para hacer sus necesidades. Una camisa limpia. Con la ayuda de los niños, consigue incorporarse lo bastante como para quitarse su camisa inmunda y ponerse la que le han traído. Muñeco sostiene la camisa usada con el brazo muy extendido y señala entre risas la nubecilla de pulgas y chinches que emana de la misma.

Cuando Roca ya se ha resignado a las payasadas del saltimbanqui, éste consigue sorprenderlo. Un día está trabajando en un retrato del mayor de los chicos, el que va vestido de maestro de pista circense. En las últimas páginas de su cuaderno ha estado dibujando a los chicos, incluido el más pequeño, al que solamente ha visto en un par de ocasiones. Los retratos intentan captar los rasgos frenológicos de los muchachos, y es por eso que tienen cierto aire clínico, con mediciones del perímetro craneal. En mitad de su trabajo, Muñeco aparece en la caverna precedido del resplandor de su lámpara y le deja un plato de comida en la cornisa. A continuación mira el retrato que está haciendo Roca.

—Merodac —dice.

El sobresalto hace que a Roca se le caiga la pluma. Se queda mirando al chico, asombrado. Jamás lo había considerado capaz de hablar. Si es que es eso lo que ha hecho. Roca no está seguro.

—¿Cómo has dicho?

—Merodac.

Muñeco repite la palabra varias veces y señala al chico del dibujo. Roca pasa una página del cuaderno. Señala a la niña de la mortaja y mira a Muñeco con expresión interrogante.

—Inana —dice el chico.

A Roca se le pasa por la cabeza reevaluar al saltimbanqui. Hacerle unas preguntas para establecer su grado de raciocinio. Sin embargo, sus risotadas y sus bailes idiotas por la caverna lo disuaden: que haya sido capaz de memorizar un par de nombres no quiere decir que haya que considerarlo más que un chimpancé con las cuerdas vocales evolucionadas. Además, en este momento el eje de su trabajo discurre por otro lado. Los cuatro niños forman una peculiar sociedad infantil en su escondrijo subterráneo, y sin embargo, detrás de todo lo que hacen se adivina el control de uno o más adultos. Roca intenta recordar sus lecturas sobre sociedades infantiles. Hay consideraciones sobre el niño salvaje en el libro primero del Du contrat social de Juan Jacobo Rousseau, pero se da mucha más información en el Sistema naturae de Linneo, donde se mencionan algunas características fundamentales de los niños salvajes que Roca recuerda vagamente: la incapacidad para caminar erguidos de forma permanente, la visión nocturna, la insensibilidad al frío y al calor y la indiferencia sexual. Recuerda asimismo el informe sobre el Jeune sauvage de l’Aveyron escrito a principios de siglo por su cuidador, el médico francés Itard, así como el Caspar Hauser del abogado alemán Von Feuerbach. Ninguno de los casos registrados encaja de ninguna manera con lo visto por Roca en la cámara subterránea.

Ya está a punto de agotar su tercer cuaderno de notas cuando su estado físico experimenta una mejoría pronunciada. Un día, aprovechando que está solo en la caverna, prueba a sacar las piernas del nicho y apoyarlas en el suelo. El esfuerzo le provoca náuseas y un latido punzante en las sienes, pero consigue encadenar todos los movimientos sin desfallecer. Permanece un rato sentado en la cornisa del nicho, reuniendo fuerzas para ponerse de pie. Cuando Inana lo encuentra, varias horas más tarde, Roca se ha desplomado y ha perdido el conocimiento a casi diez pasos de su nicho.

A partir de ese momento el mundo subterráneo empieza a crecer. Roca rodea la isla central y se asoma al otro lado. La cámara subterránea, como ya esperaba, es un rectángulo simétrico, con doce nichos en la isla central y once en las paredes externas. En la esquina opuesta no hay dos dinteles, sino solamente uno, más bajo que los otros. El siguiente paso es explorar las cámaras anexas. De los dos dinteles unidos, uno comunica con el túnel por el que llegó. Apoyado en el hombro de Muñeco, Roca desanda sus pasos hasta el lugar del desplome. Un montículo de piedra y cascotes marca el sitio, pero alguien ha tapado el boquete del techo con argamasa y tablones. En su siguiente expedición, usando a la niña como muleta, Roca pasa bajo el dintel contiguo. La cámara anexa a la catacumba es una capilla. En el ábside hay restos de un altar y unas marcas octogonales en el suelo de lo que tal vez fuera un baptisterio. En una de las hornacinas laterales todavía hay un sarcófago labrado. Las manchas de las paredes, después de contemplarlas un rato, se convierten en restos de pinturas al fresco.

Menelaus Roca se pasa horas dibujándolo todo. Copiando las figuras de los frescos. Mártires dentro de ollas. Mártires pasados por la espada. Ángeles tocando trompas.

Los descubrimientos más relevantes para su investigación tienen lugar durante sus últimas horas en la catacumba. Para su última excursión por el subsuelo del monte Táber se pasa tanto tiempo como puede reuniendo fuerzas. Tumbado sobre almohadas en su nicho, fumando picadura que se ha hecho traer, ultimando sus notas. Por fin, cogido del brazo de Inana, se dirige al último dintel. La puerta baja del otro extremo de la catacumba.

Los túneles de ese lado de la catacumba son más largos. Suben y bajan siguiendo lo que Roca supone que deben de ser los desniveles naturales de las aguas subterráneas. En algunos tramos hay escalones vetustos. Cada cierto tiempo Roca tiene que sentarse en el suelo, resoplando, mientras la niña le humedece la frente y los labios. Al cabo de lo que parece una caminata interminable, Roca levanta la vista y ve que están pasando por debajo de otro arco. El túnel desemboca en otra cámara subterránea. Inana deja la lámpara sobre un pedestal. Roca mira a su alrededor. Están entre las ruinas de una capilla más antigua que la primera, o bien en una capilla posterior inacabada. En el centro de la misma quedan cuatro o cinco columnas en pie. La tierra y la piedra están más secas, lo cual quiere decir que se han estado alejando del mar.

Roca examina la sombra que acaba de descender sobre la cara de la niña. Tarda un momento en reconocerla. Es la sombra de inquietud de alguien que está siendo vigilado.

De la segunda capilla salen dos túneles: uno que continúa alejándose del mar y otro que desciende hacia el mismo. La mirada de la niña se desvía involuntariamente hacia el segundo túnel. Roca echa a andar hacia allí.

El segundo túnel es un pasadizo de roca que baja abruptamente por las entrañas del monte, apuntalado de vez en cuando por una viga vetusta. Roca le pide a la niña que acerque la lámpara a una inscripción que ha visto en la pared. En medio de los caracteres casi borrados por el musgo, Menelaus Roca reconoce un nombre: «PERELLOP». Un nombre ya olvidado por la ciudad, pero que sembró el terror en ella hace tres siglos.

—Es un túnel de bandoleros —murmura Roca.

Una leyenda antiquísima. Se decía que conducían hasta los tesoros escondidos de los bandidos.

Un minuto más tarde la niña se niega a seguir avanzando. Se queda en medio del túnel, agarrando la lámpara. Roca se gira para mirarla.

—¿Qué pasa?

Ella se acerca a Roca y tira de su mano para sacarlo de allí.

—¿Qué te da miedo? —dice él—. ¿Qué hay ahí?

—Ahí duerme la Niña Hermosa —dice—. No hay que despertarla.

—¿La Niña Hermosa?

Ella se arrodilla en el suelo y dibuja algo en el polvo. Un aspa. Ahora Roca tiene la impresión inequívoca de que hay alguien con ellos en el túnel. Coge la lámpara y da unos cuantos pasos renqueantes antes de ver que el túnel está hundido. Por entre los escombros se entrevé algo: losas en el suelo, sillares en las paredes. En este lugar había algo. Tal vez el sótano de una casa. Se pone en cuclillas y acerca la lámpara a las losas. El musgo deja entrever fragmentos de palabras, «XTUM.» «CONSECRAVIT.» Una fecha. «AD 989.» Y una frase vagamente familiar, «CIVIUM FLORENS CORONA.» Y en ese momento oye pasos detrás de su espalda.

Menelaus Roca se gira a tiempo de ver a Merodac. Y de ver lo que tiene en la mano. Y de oler lo que tiene en la mano. En la cabeza le estalla una cápsula de cólera. El chico le cubre la boca con una mano y le pone el trapo impregnado de cloroformo en las narices.

Y todo se desvanece.