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DIOS ES MUCHOS

Lo primero que oye Menelaus Roca, sin ser plenamente consciente de que lo oye, es el chirrido de unas ruedas. La razón de que no sea consciente de que lo oye es que se trata del mismo chirrido que lleva días oyendo. Semanas. Un chirrido de ruedas que se ha ido infiltrando lentamente en su conciencia. Uno más de la pléyade de sonidos nocturnos del barrio del Hospital. El silbato lejano del sereno. El traqueteo de algún carro por la calle del Hospital. Las canciones entrecortadas de los borrachos. De vez en cuando, la carreta de una tropa de buhoneros que se retiran a dormir a la playa, al abrigo de la Muralla de Mar. Esta noche Roca lo oye mientras está doblando la esquina de la Casa de Convalecencia para regresar a su casa. Se detiene en la entrada de la calle Riudecendra, en el mismo límite de la oscuridad, y entonces cae en la cuenta: es el mismo chirrido. Lo ha estado oyendo día tras día, cada vez que entraba y salía de su portal. O mientras trabajaba sentado ante su escritorio. Un chirrido de ejes sin engrasar.

Y un momento después ve aparecer el carro. No exactamente desprendiéndose de las sombras, sino más bien materializándose en las mismas. Solidificándose a partir del éter de la oscuridad. Un carro pequeño, poco más que un cajón de madera con tapa, ruedas y asideros para empujarlo. A los ojos de un espectador poco atento, las tres figuras que se materializan detrás del carro, empujándolo, podrían pasar por una tropa de jóvenes buhoneros. Chaquetas de seda de colores. Bombines y pantalones de marinero. A Roca le da un vuelco el corazón. En el costado del cajón de madera, junto a una pintura que representa a un mono vestido con ropa humana, hay una inscripción pintada con letras de colores:

EL ASOMBROSO

MUÑECO HUMANO

SALTIMBANQUI

INFANTIL.

Los niños lo esperan en las sombras del callejón. Menelaus Roca se les acerca. Huele la sangre antes de verla y un momento después ve el reguero por las losas del suelo. Una manita envuelta en un guante de encaje negro levanta suavemente la tapa del cajón para dejarle ver a Roca su contenido helado y convulso. El anatomista mira la cosa que hay encogida dentro del cajón y por fin levanta la vista hacia Inana y Merodac. El frío traspasa rápidamente el chaquetón raído de Roca. Ninguno de los niños lleva ninguna clase de abrigo. Roca les está mirando los labios amoratados y los mocos congelados cuando un ruido se le insinúa en los márgenes de la conciencia. Caballos. El ruido se acerca. Cuatro o cinco caballos. Un carruaje pesado. Y por fin un murmullo lastimero y compuesto, algo así como una condensación de gemidos dispares. Se trata del furgón de los detenidos del Cuerpo de Vigilancia, que vuelve de su ronda en dirección a la calle de San Severo. Sin decir palabra, Menelaus Roca echa a andar en dirección a su portal. Al cabo de un momento, el chirrido de las ruedas del cajón arranca siguiéndole los pasos.

En la sala de disección, Muñeco coloca al niño ensangrentado en la mesa de necropsias. Mientras Inana hierve agua, Roca le corta la ropa en jirones. Le lava el torso y examina la herida. La respiración es rápida y superficial. El agujero de la bala le ha perforado el pulmón junto a la axila. La criatura ha perdido bastante sangre. Roca introduce las pinzas en el orificio. Deja caer la bala de fusil tintineando en un platillo. Por fin desinfecta la herida con sal y procede a vendar el torso del niño. Da un paso atrás para examinar el resultado de su intervención. Si el paciente aguanta esta noche, es posible que viva.

Una vez ha terminado su trabajo y ha tirado sus guantes al fregadero, Merodac se le acerca con la mano extendida. Señala la bala de fusil que hay en el platillo y Roca se la da. Un cilindro afilado de plomo, con la cubierta de cobre arrugada y doblada por el impacto. Sosteniéndola con dos dedos, Merodac la mira con el ceño fruncido antes de pasársela a Inana.

Muñeco se pasa la noche entera sin moverse del lado del niño herido, sorbiéndose los mocos y secándose las lágrimas con la manga. Cogiéndole la manita fría una y otra vez para comprobar que no se le detenga el pulso. Roca entra a echarle un vistazo de vez en cuando, con la lámpara de aceite en la mano. El resto del tiempo se dedica a hervir una y otra vez los posos del café. La forma en que los perros de la calle ladran esta noche no es la misma forma en que ladran habitualmente. Se parece más a esa forma en que ladran los perros de pelea cuando todavía están en la jaula y ya pueden ver al perro contrincante y ya pueden oír al público que los jalea y sin embargo todavía están sujetos por la cadena. Esa forma de ladrar que no deja pausas, casi como un solo ladrido sostenido en el tiempo. Encima de los tejados, las nubes químicas del Dosel de Sombras se arremolinan empujadas por vientos erráticos y centellean bajo los relámpagos. En la mole negra vecina del hospital, los locos chillan todavía más que en una noche de tormenta.

Hacia el amanecer, la respiración del paciente se vuelve un poco más profunda y la presión sanguínea se le estabiliza. Roca levanta el vendaje para comprobar que no haya señales de infección. En el umbral de la sala, en el mismo escalón donde Liberata se sentaba a mirarlo trabajar, Merodac e Inana se apartan para dejarlo salir. Después él oye que lo siguen mientras entra en el Museum Clausum, se desploma en un sillón y se sienta con una taza de algo remotamente parecido al café. Incluso los chicos arrugan un poco la nariz al oler el contenido de su taza.

—Creo que va a salir adelante —les dice Roca—. Si es eso lo que me queréis preguntar.

Los dos chicos se miran un momento. Merodac se saca la bala del bolsillo del chaleco y se la enseña al dueño de la casa.

—Esto lo necesitamos —dice—. Es de una importancia capital que nos lo llevemos, mi señor.

—Creemos que nos puede seguir si no lo enterramos como es debido —dice Inana—. Tiene una magia muy poderosa.

Roca se encoge de hombros mientras da un sorbo del líquido y deja la taza en la mesilla de al lado del sofá.

—Podéis llevaros al niño si queréis —dice—. Pero no es una buena noche para estar paseando por ahí. Hay un agujero en la pared de detrás de la cocina. Salid por ahí. Y cuidado con las patrullas. Están por todas partes.

Los niños vuelven a mirarse. Inana se levanta los bajos del vestido negro y mete una mano por entre las enaguas. Por fin saca algo pequeño y cuadrado y se lo ofrece a Roca. Roca extiende la mano para coger el objeto, caliente de haber estado en contacto con la piel de la niña. Roca mira a la chica, luego al chico y por fin observa lo que tiene en la mano. Se trata de una estampa devocional muy antigua, xilografiada. Una santa con una hoja de palma en la mano y dos maderos cruzados.

—Cada pieza mueve al resto, mi señor —dice la niña—. Nosotros nos llevamos algo de usted y usted se queda algo de nosotros. Lo dice el libro.

Roca asiente y se guarda la estampa en un bolsillo.

—Si queréis quedaros, no tengo ningún problema —dice—. No tengo demasiada comida, me temo.

—A nosotros no nos puede cazar nadie —dice Merodac—. Nadie de este mundo, mejor dicho. Ciertamente no la policía. No os preocupéis por nosotros, mi señor, que llegaremos sanos y salvos.

Como si las palabras del chico sellaran la despedida, el doctor Menelaus Roca se pone en pie con esfuerzo. Las líneas blancas que se ven entre los tablones de las ventanas señalan que es hora de acostarse. Ya les ha dado la espalda a los chicos y está caminando pesadamente hacia la escalera cuando la voz de Inana lo hace pararse.

—No desprecie usted el poder de los dibujos —dice la voz—. Ese que le acabo de dar protege contra el fuego y las cosas afiladas. Mire lo que un simple gusano de plomo le ha hecho al Rey Rata. —Espera a que Roca se gire lentamente y luego añade, mirándolo a los ojos—. Dios es muchos, mi señor. Y a veces está donde uno menos lo espera.

Roca se la queda mirando, esperando a que ella añada que «lo dice el libro». Pero ella no dice nada más.