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ALGUIEN SE ARRASTRA

Alguien se arrastra por el fondo de la conciencia de Menelaus Roca. Alguien pequeño y oscuro. Un bosquimano capaz de fundirse con las sombras de la selva de la mente. Un saltimbanqui infantil entrenado para entrar a robar por las chimeneas. Alguien que no solamente es casi imposible de ver salvo con el rabillo del ojo, sino alguien que vive en el rabillo del ojo. Un habitante de los márgenes de la conciencia.

Sentado a la mesa de su cocina, Roca abre los ojos de golpe. El olor del café recién molido le invade la cabeza. El recuerdo de las flores blancas del eléboro. Arrodillada a su lado, Liberata se dedica a enrollarle con torpeza una venda en torno al tobillo torcido. A continuación trae un balde de agua junto a la mesa y se pone a lavarle la cara con un paño. Le lava las heridas del pecho y la espalda, estrujando de vez en cuando el trapo sobre el balde para dejar caer un chorro de agua ensangrentada. El agua que hay en el fogón emite un murmullo suave cuando rompe a hervir. Sobre la mesa de la cocina, los preparativos del café se despliegan como elementos de una alegoría medieval. Cada uno de ellos investido de un papel simbólico especial. El molinillo del café. El plato con los granos molidos. El tazón con el azúcar. Desplegados con solemnidad, como si fueran conscientes del papel que van a terminar jugando esta tarde.

Cuando esa tarde en la cocina se manifiesta el bosquimano que vive en los márgenes del campo visual de Menelaus Roca, lo hace solamente durante un momento infinitesimal. Dando cuerpo a la intuición sin cuerpo. Suspendiendo la invisibilidad que era su misma naturaleza. Y durante ese momento infinitesimal, todo regresa: los días previos a su encarcelamiento, las semanas de visiones y las migrañas terribles. Los periodos de postración y cómo las atenciones de Liberata lo mantuvieron con vida: los vasos de agua y de vino que ella le llevaba a la cama, las hogazas de pan y los trozos de pescado seco. Cómo Liberata se dedicaba a partir trocitos de comida y a metérselos masticados en la boca. Cómo en aquellos días de locura no hubo comida ni agua que no pasara por las manos de Liberata.

Liberata vierte el balde de agua ensangrentada en el fregadero. Después coge el cazo del agua hirviendo y lo lleva con cuidado hasta la mesa. Su forma de llevar cosas con cuidado por la casa es esa forma en que llevan cosas con cuidado los niños pequeños: con destreza precaria. Con la punta de la lengua asomando entre los labios. Vierte el agua sobre el filtro del café y una nube aromática invade la cocina. Olor a selva, olor a bosquimanos reptando entre los árboles. Roca contempla con atención sus movimientos. La idea de que fuera su concubina muda quien lo envenenó se opone a la evidencia científica, claro: Liberata es sorda y muda de nacimiento. Eso provocó que su raciocinio no se desarrollara durante la infancia, como les pasa a quienes nacen con esa deformidad. Su retraso mental la convierte en un instrumento inválido para cualquier conspiración. Por lo que él sabe, nunca se ha comunicado con ningún otro ser humano. Fue abandonada en un hospicio y es seguro que habría muerto si él no la hubiera sacado de allí. Aunque lo hubiera querido envenenar, no se podría haber puesto en contacto con los proveedores de la droga. No podría haber entendido las instrucciones para prepararla. No podría haber recibido la orden de su envenenamiento. Y no hay razón para que se hubiera puesto en contra de él. La única persona en el mundo que ha cuidado de ella.

Por el fondo de la mente de Roca, la forma pequeña y oscura vuelve a arrastrarse. Invisible detrás de la espesura.

Para cuando Roca se levanta de la mesa, Liberata ya ha finalizado la prolija operación de servir el café y se ha retirado a su rincón. Roca se pone de pie con esfuerzo y va cojeando hasta uno de los aparadores de la cocina. Abre varios cajones hasta encontrar una cuartilla en blanco y un trozo de mina de grafito. Sentada en su rincón de la cocina, cascando avellanas con una piedra contra las baldosas partidas del suelo, Liberata ha dejado de prestarle atención. Roca vuelve a la mesa, aparta el tazón de café humeante para hacer sitio y se pone a dibujar la cara de la mujer disfrazada de la noche anterior. Basándose en los momentos escasos en que la tuvo delante. Borrando de su memoria el bombín y la ropa extravagante. Dibuja la cara estrecha y la barbilla afilada. La frente amplia y el pelo muy corto. El labio abundante y la nariz pequeña y recta. Todo el proceso dura un par de minutos. A continuación sostiene el dibujo con el brazo extendido y los ojos fruncidos, valorando el parecido.

Se gira en la silla y se queda mirando el rincón donde está sentada Liberata. Al sentirse observada, ella detiene la piedra en el aire y levanta la vista. Roca le indica por señas que se siente a la mesa. Liberata se acerca con cautela. Él sabe que las sillas y las mesas la ponen incómoda. Sin dejar de roer una avellana, la joven se sienta delante de él. Roca le da la vuelta al boceto de la cara y se lo ofrece a Liberata. Ella lo coge, sin demasiada curiosidad.

La reacción es casi instantánea.

Durante una fracción de segundo, la joven se queda mirando el dibujo con cara de no entender. Pero cuando la reacción llega, lo hace con la virulencia del instinto. Igual que uno aparta la mano del fuego. La sangre abandona de golpe la cara de Liberata, que se aparta violentamente del dibujo. La silla cae hacia atrás y queda volcada a sus pies. Con tanta rapidez se ha delatado a sí misma que el propio Roca se ve cogido por sorpresa. En la palidez de su cara queda plasmado lo más parecido que puede haber a la culpa pérfida en una criatura retardada. Roca se levanta de un salto, tirando también su silla hacia atrás, y la agarra de la muñeca.

Su error consiste en dejarle libre la otra mano. Con movimientos vertiginosos, la otra mano de Liberata coge la taza del café humeante y arroja su contenido a la cara de Roca. En la última fracción de segundo, Roca consigue ladear la cabeza y evitar que el café le abrase las córneas. Pero no puede evitar soltar la muñeca de la chica. Que sale disparada en dirección a la puerta.

Tapándose la cara con las manos, Roca va dando bandazos hasta el fregadero y le da a la manivela del agua. El chorro frío alivia el dolor de su piel. Al cabo de un minuto se incorpora. Abre los ojos y espera a que se materialice el dibujo borroso de la cocina.

Las sillas volcadas por el suelo, la mancha de café extendiéndose por las baldosas. Al fondo de la conciencia de Menelaus Roca, alguien suelta una risa maliciosa.