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UNA DISCORDANCIA EN LOS NÚMEROS

El paisaje del barrio del Hospital, visto desde la azotea de la casa de Menelaus Roca, revela una segunda ciudad superpuesta. Un laberinto de azoteas hasta donde se pierde la vista, con los campanarios elevándose entre ellas como boyas o islotes: San Pablo del Campo al sur; Santa María del Pino al este, en primer plano, con las torres de la catedral de fondo. Menelaus Roca empuja la portezuela del final de las escaleras, agacha la cabeza para salir a la intemperie y espera a que sus ojos se ajusten a la oscuridad del Dosel de Sombras.

La ciudad de azoteas, como es natural, alberga las cosas que no tienen cabida en los niveles inferiores. Corrales de gallinas y conejeras. Cajones de contrabando en aquellas casas donde vive algún afiliado de Max Téller. Máquinas herrumbrosas en las azoteas de los talleres, con nidos de gaviotas en los recovecos. Armas envueltas en mantas desde la última guerra, en preparación para la próxima. Desde la azotea contigua, por el lado de San Pablo, un par de cabras atadas a un poste se quedan mirando cómo Roca echa a andar con sigilo por entre las trampas para gatos hasta llegar al borde de su azotea. Empuja un cajón de madera contra la pared del edificio contiguo, por el lado del Carmen, y se sube encima para trepar hasta la siguiente azotea. Un espectador casual no vería nada más que los movimientos sobre fondo negro de una sombra ligeramente más negra. Ya en el tejado contiguo, Roca camina de puntillas hasta un lavadero cubierto y se arrodilla para coger lo que hay debajo. Un saco de patatas. Se guarda tres patatas en los bolsillos antes de devolverlo a su sitio. Un leve movimiento tectónico en el Dosel de Sombras hace que asome un resquicio de cielo nocturno, proyectando un haz de luz delatora sobre el ladrón arrodillado. De regreso a su casa, con las prisas, se golpea el pie descalzo contra una de las jaulas de alambre para atrapar gatos.

En la cocina, corta las tres patatas y echa los trozos en la olla del guiso. En la superficie burbujeante del guiso asoma la pata despellejada de un gato. Roca recoge la lámpara de aceite y sube las escaleras de vuelta a su trabajo.

En la sala de disección, deja la lámpara sobre la mesa de necropsias. Ya hace días que el hedor a orines de gato se ha adueñado de la sala. Aunque no da la impresión de que el doctor Roca lo note en absoluto. Por otro lado, aunque Roca ha invertido sus últimos recursos en comprar hielo, de pronto se ha visto con cuatro cuerpos para conservar y apenas hielo para uno. Los olores componen un brebaje afilado. Tejidos en descomposición. Alcohol metílico y amoníaco. Acetona y orines. En sus jaulas, los gatos, enloquecidos por el olor a muerto, reaccionan con bufidos furiosos a la llegada de Roca. Roca se remanga la camisa, dejando al descubierto los antebrazos cubiertos de arañazos. En la mesa de operaciones hay dos cabezas trepanadas. Después de comprobar los efectos de la carestía de hielo, Roca ha decidido conservar únicamente las cabezas. Al fin y al cabo, son lo único que necesita. Las que tiene en la mesa son las de la segunda víctima del Asesino de la Esperanza, la hembra, y la del varón desenterrado en la Marina de Sans. Un poco más allá, entre las sierras, los martillos y los escoplos de la trepanación, hay varios trozos de masa encefálica rescatados de la vasija mortuoria del tercer crimen.

De acuerdo con la literatura existente, la gran mayoría de las alteraciones causadas por drogas alucinógenas se concentran en el hipocampo. El palacio de los recuerdos. Dos bulbos gemelos, semejantes a gusanos de seda. A caballitos de mar. A tantas semanas de la muerte, las lesiones causadas por la droga ya son indistinguibles de la descomposición de los tejidos. La única forma de investigar en los hipocampos es usando reactivos. Roca extrae una muestra del cráneo de la hembra para aplicarle la tintura. En su cuaderno abierto tiene ya los resultados de dos docenas de reactivos distintos. Dos columnas a ambos lados de la página: uno para la hembra y otro para el varón. De momento sin resultados concluyentes. La idea de que a las víctimas del Asesino de la Esperanza se les suministró la misma droga que a él antes de matarlas es más que una hipótesis en la mente de Roca. El porqué de su certeza elude las explicaciones. Después de varios intentos, el anatomista encuentra un positivo. La muestra de tejido de la hembra provoca un cambio en el colorante reactivo. La del varón se queda igual. Roca se seca el sudor de la frente con el dorso de una mano llena de arañazos y lleva las muestras a la mesa contigua. Les añade la tinción del microscopio y las pone bajo la lente para observar la retícula neural. Durante un minuto se oye el «clic-clic» vagamente rítmico de la mano de Roca al ajustar las lentes, luchando por hacerse oír por encima de los chillidos de los gatos y el pitido esporádico de los hervidores. En la mesa del microscopio es donde va cocinando los distintos reactivos. El hervidor silba y manda borbotones de líquido de colores por los tubos nebulizadores y los tubos de centrifugado. Las bases de los reactivos se amontonan a un lado: dedaleras, nuez vómica, ricino, cicuta, mercurio, arsénico, belladona, beleño. El procedimiento se parece bastante a intentar cazar en un bosque desconocido y con los ojos vendados.

Por fin aparta la vista de la lente del microscopio, suspira y echa un vistazo a las jaulas. Los gatos se mueven frenéticos en sus jaulas. Roca se quita los guantes con cara inexpresiva y va hacia la más cercana.

Cinco minutos de zarpazos más tarde, y con las manos goteando sangre, Roca deja sobre la mesa de operaciones el cuerpo del gato al que acaba de retorcer el cuello. Se toma un minuto para afeitar el cráneo y después hace dos incisiones con el escoplo. Sierra la parte superior del cráneo, extrae el encéfalo y lo deja en la mesa. Por fin lleva la muestra de tejido hasta la mesa contigua en un platillo de microscopio y le aplica el reactivo. Es momento de sentarse a esperar.

Y Roca espera. Dos minutos. Tres. Por fin se levanta y comprueba la muestra. Positivo. El gato ha dado positivo.

Con deliberación casi parsimoniosa, Roca agarra por la cola al gato trepanado y lo estrella contra la pared. Levanta en vilo una de las jaulas llenas de gatos y la lanza al otro lado de la sala. Barre con el brazo todo el contenido de la mesa del microscopio. El suelo se llena de cristales rotos y de un mejunje espumeante de venenos y reactivos. Agarra las cabezas del pelo y las tira violentamente contra el suelo. Por fin derriba un estante lleno de frascos.

Menelaus Roca regresa chapoteando a la silla. Con el sudor cayéndole sobre los ojos, se queda mirando cómo las páginas de un cuaderno tirado en el suelo se empapan del mejunje espumeante. En la página que ahora se reblandece bajo su mirada hay algunas réplicas hechas de memoria de sus mapas de la catacumba. Roca frunce el ceño. Aun después de que el papel se haya desintegrado, la discordancia en los números sigue ahí. Una discordancia de esas que primero se manifiestan en los niveles subterráneos de la mente y solamente más tarde se abren paso hacia los paisajes soleados de la conciencia. Tres dinteles en la primera cámara subterránea y tres en la segunda. Y de estos tres, solamente dos explorados. El dato en sí no es concluyente. Es posible que Aniol Almarrosa entrara en la catacumba por la misma entrada que él. Pero la posibilidad contraria despliega un nuevo abanico de posibilidades.

Roca se pone de pie. Hace varios días que Aniol Almarrosa se encuentra en paradero desconocido y buscado por la policía. Pero Barcelona tendría que haber cambiado mucho durante sus siete años de encierro para que Menelaus Roca no fuera capaz de encontrar a alguien en ella.