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EL QUE MUERA CONMIGO
Después de un mes de batallar sin éxito con las autoridades para que requisen las máquinas de la Imprenta Almarrosa, la Sororidad de las Esclavas de la Virgen del Carmelo ha mandado a su Círculo Interior al corazón mismo del imperio de podredumbre de Aniol Almarrosa. Incluyendo a la sor regenta, la máxima autoridad de la sororidad. Ahora se agolpan todas bajo el arco de entrada de la imprenta, con sus vestidos negros y sus escapularios marrones de la Virgen del Carmen colgando del cuello. Con sagrados corazones de tela cosidos a las pecheras de sus vestidos. Sombreros adustos y caras arrugadas sin maquillar. Las acompaña una sección del Cuerpo de Seguridad, a pie y a caballo, con los fusiles a la espalda. El teniente al mando de la sección detiene su caballo delante de la entrada de la imprenta, adonde en ese mismo momento está llegando desde la dirección contraria el superintendente del Cuerpo de Vigilancia. El teniente hace el saludo reglamentario. Blai Boamorte agarra el ronzal del caballo con una mano amarilla y peluda.
—Sección tercera del Cuerpo de Seguridad —dice el teniente, en tono titubeante, como si sus uniformes no dejaran perfectamente claro quiénes son—. Nadie nos ha dicho que estaban ustedes aquí.
Blai Boamorte se limita a soltar un salivazo negro entre los cascos del caballo del teniente. Su cara alargada y de ese color amarillo de los dedos sucios de tabaco no mira para nada a su interlocutor. Las caras ya de por sí avinagradas de las esclavas de la Virgen del Carmelo le dedican fruncimientos de las bocas que alcanzan cotas insospechadas de avinagramiento.
—¿Qué hacen aquí esas brujas? —dice Boamorte, sin preocuparse de que lo puedan oír—. ¿Le parece que somos pocos?
A lomos del caballo, el teniente del Cuerpo de Seguridad contempla el tumulto que se ha concentrado en la calle de la Canuda. Muchos son detractores, claro. Grupos de ciudadanos consternados, algunos afectos a la Liga del Orden Social y otros simplemente organizados de forma espontánea en torno a la amenaza que constituye La ciudad secreta. Asociaciones de madres. Veteranos de guerra. Delegaciones de los gremios. Pero también están los admiradores. El fenómeno se ha acentuado en las últimas semanas. Ya no son simples lectores curiosos que se pasan horas frente a la entrada con la esperanza de ver al famoso novelista entrar o salir de sus oficinas. Ahora hay jóvenes que se pasean por la Rambla con capas negras y sombreros de ala ancha. Llevando bastones con la empuñadura de oro. Estudiantes de la universidad que han dejado de afeitarse y se sientan a pasar la tarde en los cafés de la Rambla y de Conde del Asalto, discutiendo acerca de literatura y de las cuestiones filosóficas que suscita la novela de Aniol Almarrosa. Bebiendo café negro con aguardiente igual que Merlín Fluxá.
—Estas señoras —el teniente mira de nuevo a Boamorte— se presentan aquí con una petición formal para que se detengan las máquinas. Traen un documento sellado del superior provincial de su orden. —Ahora parece que le entra un poco de vergüenza—. Tenemos orden de escoltarlas.
—Pues escóltenlas lejos de aquí —Boamorte sigue sin mirar a su interlocutor—. No quiero mujeres en esta calle. En cualquier momento puede empezar un disturbio.
Como en respuesta a las palabras del superintendente, un zapato vuela por encima de las cabezas de la multitud. Se oyen abucheos y un par de palabrotas.
El teniente se inclina un poco a un lado para hablar con Boamorte en voz más baja.
—Oficial —dice—, la superiora de esta orden de hermanas seglares es la mujer del gobernador. —Le dedica a Boamorte una mueca que está a medio camino entre la complicidad masculina y la súplica—. Es por eso que les han puesto una sección entera.
—Me trae sin cuidado —Boamorte suelta otro salivazo y se limpia la boca con la manga de su levita de sepulturero. Están cayendo unos copos de nieve tan finos que no se ven hasta que se posan en la ropa. Como cenizas blancas del Dosel de Sombras. Boamorte los tiene en el sombrero y en las patillas largas y rizadas—. Como si es la madre del obispo. Fuera todos.
—No tiene ningún derecho a hablarnos así —dice una mujer asombrosamente pechugona que se ha separado del resto. Le clava un dedo corto y gordezuelo en el pecho a Boamorte—. Y usted, señor. Sabemos perfectamente quién es. Y por el bien de su alma inmortal, espero que no sea verdad ni la mitad de las atrocidades que se cuentan de usted. Todos tendremos que rendir cuentas, ya sabe, cuando se haya acabado todo esto. —Hace un gesto vago a su alrededor, indicando que «todo esto» podría referirse a la vida en la tierra, o a las actividades de Boamorte, o incluso a las de Aniol Almarrosa.
Boamorte mira a la mujer del gobernador. El escapulario marrón de la Virgen del Carmen descansa casi horizontal sobre la curva de sus pechos enormes. También su efigie de la Virgen se está cubriendo de motitas de nieve húmeda. En el sagrado corazón de tela que lleva cosido al hombro del abrigo hay la leyenda: «EL QUE MUERA CONMIGO NO PADECERÁ EL FUEGO ETERNO».
—¿Qué se cree que ha venido a hacer toda esa gente? —Boamorte señala con el mentón a los curiosos que ahora los escuchan sin disimulo—. Todos traen peticiones. Algunos las traen todos los días. De todas maneras, ya no hace falta. Ya se puede llevar eso. —Hace un gesto en dirección al legajo de documentos que la señora Estrany lleva en la mano—. Traigo una orden para detener al majadero ese. Nos lo llevamos a la calle de San Severo.
Y sin esperar la reacción de la mujer del gobernador ni de sus compañeras de sororidad, entra en el portal de la imprenta y desaparece en las sombras del interior. Detrás de su espalda, en la acera de la calle de la Canuda, la noticia de la orden de detención empieza a propagarse como una grieta en la superficie helada de un charco. Como un incendio en una mancha de petróleo. Varios gritos airados preceden a una lluvia de piedras y puños.
Blai Boamorte sube de dos en dos los peldaños de la escalera que lleva a las oficinas de la imprenta, seguido por una docena de agentes de paisano del Cuerpo de Vigilancia. Hombres silenciosos como el propio Boamorte. Con cierto aspecto de enterradores igual que Boamorte, o tal vez de oficinistas sombríos perpetuamente envueltos en nubes de humo de tabaco. Hombres que no tienen un aspecto especialmente violento, pero que precisamente por no tenerlo resultan todavía más inquietantes. En lo alto de la escalera, el superintendente entra en el despacho sin llamar. Aniol Almarrosa levanta la cabeza de unos papeles que está revisando y se queda mirando a los recién llegados con la cara fruncida en torno al monóculo de aumento que tiene en la cuenca del ojo. Con la barba larga de profeta arrastrando sobre la mesa. Con las melenas desgreñadas cayéndole a los lados de la cabeza.
—Querido superintendente —dice Aniol en tono animado, regresando a su trabajo—. Hemos presenciado el encuentro entre nuestros dos cuerpos policiales. Qué edificante. ¿Y esa señora no era la mujer del gobernador? Cuánto honor.
Los hombres del Cuerpo de Vigilancia echan a andar para prender a Almarrosa, pero Boamorte les hace una señal para que esperen.
—¿Saben que hace dos días vino a verme el obispo de Vic? —continúa el novelista sin dejar de trabajar—. Nos estuvimos tomando una taza de café aquí y charlamos de temas teológicos. Fue increíblemente interesante. Por supuesto, él intentó persuadirme de…
Los pies de Aniol Almarrosa se despegan violentamente del suelo. Las manos amarillas y cubiertas de pelo negro de Blai Boamorte lo acaban de agarrar de las solapas de la levita y lo tienen levantado en volandas. Por un momento, el lugar donde Boamorte lo sostiene en vilo, con las puntas de los pies a dos pulgadas del suelo, se convierte en un foco de energías centrífugas. El monóculo de aumento sale disparado por el aire, girando sobre su eje. La mesa de las galeradas cae volcada al suelo. El contenido de un tintero crea el negativo de una constelación sobre la alfombra. Por fin el policía lo lanza en dirección al otro lado de la habitación. El cuerpo flaco de Almarrosa aterriza sobre una otomana que se parte con un chasquido bajo su peso. Desde el suelo, rodeado de astillas y de jirones de tela, Almarrosa ve acercarse otra vez a Boamorte. Sin que su expresión cambie para nada, Boamorte agarra a Almarrosa de la oreja. Se la retuerce y tira de ella hacia arriba para obligarlo a que se incorpore. Una vez lo tiene de pie, lo vuelve a agarrar de las solapas y lo lanza al otro extremo de la sala. Almarrosa se queda retorciéndose de dolor en la alfombra, frente a la puerta.
—Levántate de ahí, fill de la gran puta —gruñe Boamorte—. A ver quién se ríe de quién ahora.
Almarrosa se levanta como puede, sacudiéndose la ropa.
—No hace falta enfadarse —dice con voz ronca—. Lo podemos hablar todo civilizadamente, con una taza de café. Voy a pedir al portero que traiga unas tazas.
Y antes de que nadie tenga tiempo de hacer nada, Almarrosa ha cogido su bastón y su sombrero del perchero, ha abierto la puerta y ha salido disparado escaleras arriba. Boamorte mira a sus subordinados con el ceño fruncido.
—¿Adónde va ese majadero?
Los hombres del Cuerpo de Vigilancia miran la puerta abierta.
—A la azotea, me imagino —dice uno.
Los agentes suben corriendo la escalera hasta la puerta de la azotea de la imprenta. Salen bajo el sol de media tarde y miran a su alrededor, haciendo visera con las manos. En la otra punta de la azotea, Almarrosa está corriendo hacia el borde de la misma, a punto de tirarse al vacío con el bastón en una mano y la otra agarrándose el sombrero. Boamorte lo mira, boquiabierto. El novelista llega al borde, toma impulso y salta hacia la azotea del edificio contiguo, que debe de estar a un par de varas de distancia y bastante más abajo. Atónitos, los policías miran cómo el sombrero y el bastón salen volando por los aires. Almarrosa vuela también, con el abrigo negro inflado a su alrededor y ondeando como las alas de un murciélago gigante.
Un segundo más tarde, aterriza estrepitosamente en la azotea vecina.
Boamorte y los dos agentes corren hasta el borde del edificio y se quedan mirando hacia abajo. A la distancia que ha saltado, no sería de extrañar que se hubiera roto un par de huesos. Pero el novelista parece entero. Con la cara azul del golpe, pero de una pieza. A continuación se levanta renqueando y echa a correr de nuevo hacia el edificio contiguo. Boamorte se queda mirando cómo su figura se aleja saltando de azotea en azotea, con la torre octogonal de Santa María del Pino de fondo.