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EL SUEÑO DEL DEMONIO CON CABEZA DE PERRO

En el Sueño del Demonio con Cabeza de Perro, Roca camina de madrugada por la calle Riudecendra, a la luz de los hornos de las lavanderías. La calle Riudecendra no da la impresión de haber sido puesta allí de manera deliberada. No parece ni siquiera una calle, parece más bien la ausencia de una calle: un error de cálculo al planificar las vías públicas. El equivalente de esas cámaras de aire que quedan entre los muros interiores de una casa, el negativo de un lugar. Un pasadizo encharcado que bordea el muro de atrás del Hospital de la Santa Cruz. Y a la sombra de éste, la calle vive sin vestigios de luz del día: una cloaca olvidada, sin farolas, iluminada solamente por los hornos de las dos o tres lavanderías que funcionan día y noche en mitad de la calle, emitiendo nubes de vapor rancio y humo de sales cáusticas. Y con sus llamas reflejadas en la cara, Roca ve la figura que corre: una figura pequeña que se aleja corriendo por el centro de la calle, chapoteando en los charcos, diminuta y blanca. Un niño tal vez, o una niña. Y, sin pensarlo dos veces, echa a correr detrás de ella.

En el sueño, Menelaus Roca corre con esa dificultad típica de los sueños. Al cabo de un momento, se da cuenta de que algo va mal. La calle es mucho más larga de lo que debería ser. Es literalmente interminable. Roca corre y corre, luchando por alcanzar la bocacalle que no llega, con la figura blanca y diminuta ya apenas visible. Y es entonces cuando aparece.

El Demonio con Cabeza de Perro.

La primera señal de peligro es la luz. Los haces de luz caen como lanzas por entre los muros de la calle, rebotando en las paredes y bañándolo todo. Menelaus Roca cae de rodillas y se cubre la cabeza con las manos, pero es demasiado tarde. Un amanecer inesperado lo está barriendo todo, llenando hasta el último portal y el último recoveco con su luz blanca. Y entonces se empiezan a oír los pasos del Demonio. Un retumbar rítmico, que hace temblar los muros, que hace que los perros se pongan a ladrar y las gaviotas levanten el vuelo. Sobre los adoquines de la calle caen cascotes de las paredes y polvo de argamasa. Y durante todo ese tiempo, la calle permanece desierta. Sin saber cómo lo sabe, Menelaus Roca sabe que todos los edificios de la calle están vacíos. Que la ciudad entera está vacía, a excepción de él y del Demonio con Cabeza de Perro.

Arrastrándose por el pavimento, Roca intenta alcanzar la seguridad de su portal. Ya se ve al Demonio acercándose por la calle. Lleva una capa negra y tiene una cabeza enorme, con hocico largo de perro y colmillos amarillos. Y se sigue acercando, muy despacio pero de forma implacable.

Y el suelo no deja arrastrarse a Roca. Impide su avance, se le pega a la ropa y a las manos. Y antes de que pueda hacer nada para ponerse a salvo, el Demonio está con él, sobre él.

Y en ese momento, siente un golpe en un costado que le hace despertarse.

Con el corazón latiéndole muy deprisa, abre los ojos y trata de entender qué es lo que está viendo: la alfombra deshilachada de su dormitorio, a un par de pulgadas de su cara. Luego levanta la vista. Parece haberse caído por un lado de la cama, envuelto en un enredo de sábanas y muñecas de porcelana. Un momento más tarde, cuando ya se le ha calmado un poco el corazón, comprende lo que acaba de suceder.

Hacía siete años que no lo visitaba el Demonio con Cabeza de Perro. Y mientras le sube por el pecho una oleada de alivio, piensa que por lo menos esta vez se ha despertado.