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TOPOS

La figura gordezuela y evolutivamente equivocada de un urogallo se posa con un aleteo torpe en la rama horizontal de un pino cubierto de nieve. Despliega el abanico de su cola y se queda mirando con perplejidad a las dos criaturas que hay sentadas en una roca cubierta de musgo, al pie del tronco. La más grande de las dos parece plantear menos dificultades taxonómicas: enorme y barrigón, con un chaquetón gigante de pana cuyo tupido forro de borrego se confunde con la barba que ocupa toda la cara salvo un par de ojillos azules, podría muy bien ser un integrante de la población local de osos pardos, de no ser por la carabina que lleva a la espalda y el caliqueño que le asoma entre la espesura de la barba. El urogallo mueve a un lado y al otro su propia cara barbuda para afinar su examen de las extrañas criaturas. La más pequeña supone una verdadera incógnita. Diminuta y rosada, como algo arrancado del vientre materno antes de tiempo, vestida con un conjunto aberrante de boina, zamarra de pastor y botas demasiado grandes, por encima de unas polainas altas que probablemente estaban pensadas para llegar a la rodilla pero que a la criatura le llegan a la mitad del muslo enfundado en un pantalón de lana blanco. El urogallo contempla a los personajes sentados con algo parecido a la conmiseración. Hay algo en la propia morfología de gallina siniestra del urogallo que lo hermana con esos dos cuerpos desafortunados. A continuación cambia de postura sobre la rama, desencadenando un pequeño desplome involuntario de nieve sobre la cabeza de los mismos. Un instinto más antiguo que la misma especie a la que pertenece le ordena que abandone la posición que él mismo acaba de delatar por accidente.

Sentado en la roca cubierta de musgo, dando caladas a su caliqueño, el inspector provincial Semproni De Paula levanta la vista hacia el árbol del que le acaba de caer un puñado de nieve y ve alejarse una especie de gallina negra y grotesca. El inspector no recuerda la última vez que salió de la ciudad, y ciertamente nunca se ha alejado tanto de ella como en su visita a este estúpido bosque pirenaico, pero lo que está claro es que es la última vez que sale de Barcelona en su vida si puede evitarlo. La mueca con que ahora contempla el bosque circundante se parece a la mueca de asco con que otra gente contempla letrinas desbordadas. Desde que abandonaron la fonda no recuerda haber encontrado nada que no le desagrade profundamente. Los chirridos enervantes del quebrantahuesos. Los barrancos helados que presentan trampas mortales para el cazador. Las raíces del árbol centenario bajo el cual se han sentado para fumar, entrando y saliendo de la nieve, le hacen pensar en brazos negros que asoman de sus tumbas heladas.

—De acuerdo, De Paula —dice la voz de Melquíades Guiu desde las profundidades de la espesura de su barba—. Ya puede usted decirme lo que sea que me tiene que decir.

—¿A qué se refiere? —pregunta el inspector.

Un matiz de impaciencia se infiltra en la expresión de oso risueño del antiguo inspector provincial del Cuerpo de Vigilancia.

—Me refiero a que estamos en medio del monte —dice Guiu, expulsando una nube de humo de caliqueño más grande que ninguna de las nubes de humo que salen de los pulmones diminutos de De Paula—. Sin un alma viviente en cientos de leguas a la redonda. Sin que nadie nos oiga ni nos vea, más que las ardillas. Y ya sabe usted que le estoy infinitamente agradecido de que haya venido usted a cazar conmigo, sobre todo teniendo en cuenta la situación en que se encuentra usted ahora mismo. Pero, francamente —los hombros de su chaquetón de pana se encogen—, no creo que haya venido usted por la caza. No le veo a usted demasiada madera de cazador, y no se me ofenda. O sea que imagino que ha venido usted por otra cosa.

Sentado en la roca mohosa, haciendo dibujos ociosos en la nieve con su bota demasiado grande, el inspector Semproni De Paula admite para sí mismo que es posible que sus intentos de simular un interés genuino por la caza del oso pardo pirenaico no hayan resultado demasiado convincentes. En Solsona, donde los ha dejado el coche de línea, se ha enfurecido con un maletero que ha dejado caer el equipaje de unas señoras y se ha dedicado a golpear al mozo hasta que las señoras han huido llorando. Ya iniciada la cacería, ha detenido un carro y ha insistido en que el carretero los llevara, obligando a Guiu a explicarle una vez más que la caza de rececho implicaba necesariamente avanzar bosque a través con el viento a favor para no alertar al oso de su acercamiento. En las tres horas que hace que salieron de la fonda, la única presa que se han encontrado ha sido un corzo solitario en un talud. Caballeroso, Guiu ha dejado que fuera De Paula quien probara suerte con la carabina. Después de errar escandalosamente el tiro, el inspector ha sacado su revólver de servicio con la cara roja y ha vaciado el tambor sobre el lugar de donde el corzo había desaparecido, provocando el derrumbe del talud. En el hoyo resultante, una familia de topos desconcertados se ha quedado mirando con sus ojos ciegos el paisaje nevado y al pistolero furibundo.

—No sea usted tímido, hombre. —Por un momento, Guiu vuelve a ser el emisor de camaradería física que De Paula conoce, el repartidor incansable de abrazos de oso, palmadas férreas en la espalda y puñetazos amistosos en la parte blanda del brazo. Sus ojos entornados indican que por debajo de la capa de pelo facial se está produciendo una sonrisa—. ¿Qué se cree, que me voy a enfadar? No puede ser tan malo, collons. Se olvida de que yo he tenido su mismo trabajo, muchacho.

El inspector Semproni De Paula suspira. En ningún momento, desde que mandó a Guiu el telegrama en que le proponía la presente cacería, se ha engañado a sí mismo acerca de las repercusiones de lo que estaba iniciando. Es con esa conciencia de estar emprendiendo un camino sin retorno con la que ahora se saca un papel doblado del bolsillo, lo desdobla y se lo entrega a su predecesor. Da una calada particularmente vigorosa a su caliqueño, como si lo que acaba de hacer hubiera puesto en peligro la posibilidad de fumarse el resto. El viejo inspector coge el retrato con sus manazas enguantadas y lo mira con cara de no entender. De pronto le cambia la cara. El rostro, o las partes del mismo que son visibles por no estar cubiertas de pelo, se le queda tan blanco como la nieve que los rodea.

Hay un momento de silencio antes de que Guiu levante por fin la vista hacia Semproni De Paula.

Mare de Déu, De Paula. ¿De dónde ha sacado esto? Explíquese.

—Es él, ¿verdad? He encontrado un periódico antiguo y lo he comparado con el retrato que imprimieron. Está vivo.

—Dios bendito —Guiu se saca un pañuelo del bolsillo, se lo lleva a la frente y De Paula comprende que el hombre ha roto a sudar, en medio del frío atroz del bosque pirenaico—. ¿Quién ha visto esto?

—Solamente yo —dice De Paula con cautela.

—¿Nadie más que usted?

—Yo y mi superintendente —dice.

—Bueno, bueno. Esto pide calma, mucha calma antes de hacer nada.

—Me acuerdo poco del caso —dice De Paula—. Por entonces yo era capitán. En el setenta. A las órdenes de usted. Pero no me lo asignaron a mí.

Guiu tarda un momento en contestar.

—Claro que no —dice—. La investigación la llevé yo en persona. Imagínese, era el hijo de la hermana de Estrany. Entonces no era gobernador todavía, pero era vicepresidente de la Diputación.

—¿Y qué pasó?

Guiu le devuelve el retrato con una manaza enguantada.

—Nadie lo sabe. —Sus hombros de oso se vuelven a encoger—. Dijeron que se había caído en una acequia. Que lo había secuestrado una banda de sediciosos. Qué sé yo. La verdad es que al chico se lo tragó la tierra. Cinco años, tenía. Nunca encontramos nada. —Levanta la vista—. ¿De dónde ha salido esto? De Paula, ¿de dónde lo ha sacado?

La vacilación de De Paula dura un momento infinitesimal. No tiene sentido mostrarse timorato ahora que la bola de nieve ha echado a rodar. Al contrario, si es momento de algo, es de contemplar con emoción cómo acelera en su descenso y se va convirtiendo en un planeta rodante de nieve y piedras y ramas.

—Me lo ha dado el Trasgo —dice, en el tono más casual que puede.

Silencio. El planeta de nieve y piedras y ramas ya desciende por la ladera de la montaña arrasándolo todo a su paso. Una avalancha letal.

—¿El Trasgo? —Guiu frunce el ceño—. Pero yo pensaba que ese hombre estaba investigando al Asesino… —empieza a decir. Luego se interrumpe. Mira a De Paula con cara funesta— De Paula, escuche…

De Paula arroja violentamente su caliqueño a la nieve, donde se hunde con un chisporroteo. La nieve de alrededor del cigarro se funde deprisa y genera a su alrededor una aureola de tierra negra.

—No, escúcheme usted, inspector —dice—. Eso del Asesino de la Esperanza es una farsa, un timo gigantesco.

—De Paula, no siga —Guiu niega con la cabeza—. Esto que me acaba de enseñar es un asunto muy delicado. Tenemos que andarnos con pies de plomo.

No hay ningún Asesino de la Esperanza. ¿No lo ve? ¿Por qué cree que no lo pueden atrapar? Ni que pongan el toque de queda, ni que registren casa por casa. Porque todo es una farsa. Las víctimas eran vagabundos, no molestaban a nadie. Lo único que importa es que vaya apareciendo gente muerta, que todo el mundo se sienta en peligro. Y que todo el mundo sea sospechoso. ¿No lo ve?

—De Paula, por favor.

—Aparece un testigo que ha visto cómo dejaban el cadáver y va Lombardo y lo encierra bajo siete llaves. Lo más seguro es que ya lo haya quitado de en medio. Están todos implicados, inspector: Almarrosa, el Trasgo, Estrany, Blokium. Fueron Blokium y Estrany quienes sacaron al Trasgo de la cárcel, ¿entiende? Y ese chico ha estado trabajando con el Trasgo a mis espaldas. Esto viene de muy arriba.

Guiu hace un gesto exasperado.

—De Paula, por favor, cálmese —dice—. Lo pueden fusilar por traición.

—Usted es policía como yo. —Señala a Guiu con el dedo—. Debería estar de mi lado. Demuéstreme que no está metido en esta conjura: ayúdeme.

A Guiu se le ponen rojas las mejillas por encima de su barba.

—¿Cómo se atreve? —dice, levantando la voz.

—Necesito ver a ese testigo —dice De Paula—. Ayúdeme a entrar en el cuartel. Tengo que entrar. Aunque tenga que asaltarlo con la guardia montada.

—Está usted para encerrar.

De Paula se pone de pie.

—Me había equivocado con usted —dice, con la voz temblando de furia—. Me lo tendría que haber imaginado. Pero no importa, los voy a desenmascarar a todos. Los voy a mandar al garrote vil. —Y gira en redondo hacia el bosque.

El viejo inspector del Cuerpo de Vigilancia mira cómo desaparece entre los pinos nevados la espalda de su sucesor, diminuta y enfundada en una zamarra de pastor, con la carabina colgada del hombro. Por un momento considera la conveniencia de advertir a De Paula de que no solamente se está alejando en una dirección que no es en absoluto la dirección correcta si lo que quiere es regresar a la fonda, sino que no hay absolutamente ninguna manera de que alguien como él, desconocedor por completo de los bosques en que se encuentra y de las técnicas más básicas de la supervivencia en el monte, pueda encontrar él solo el camino de vuelta a la civilización. O sobrevivir una noche a la intemperie a la temperatura en que se encuentran. Y de repente una idea le hace levantarse de un salto de la roca.

—¡Eh! —brama—. ¡Por ahí no, tòtil, que me va a asustar a mi oso!