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18 DE MARZO, 1877

El 18 de marzo de 1877 no hay nadie en Barcelona que perciba esa degradación circadiana del negro al gris oscuro que trae el amanecer bajo el Dosel de Sombras. Porque esta mañana no hay transición entre la noche y lo que viene a continuación. El sol no derrama su luz enferma sobre las aguas grises. Las gaviotas no sueltan sus chillidos malhumorados por encima de la Muralla de Mar. La tormenta ha convertido la calle de las Tapias en una marisma llena de remolinos traicioneros donde giran las ratas muertas. A ambos lados del cuartel de San Pablo, las rieras de San Ramón y de las Flores son torrentes furiosos que han hecho que se encabriten los caballos de la berlina oficial del inspector Semproni De Paula. Al cruzar la Rambla, la berlina se ha quedado atrapada en la corriente y peligrosamente escorada a un lado. Mientras el cochero y una docena de vecinos empujaban la parte de atrás del vehículo, con el agua hasta la cintura, De Paula se ha asomado por la ventanilla y ha visto el cadáver de un burro que bajaba flotando hacia el mar. Ahora, después de que el carruaje se detenga en medio de la calle de las Tapias, los guardias de la puerta del cuartel aciertan a ver a través de la muralla de lluvia unas botas negras, seguidas de unas piernas largas y flacas, que saltan por el costado del vehículo y se zambullen en el agua marrón. Blai Boamorte da la vuelta al carruaje con aire desafiante y abre la portezuela del otro lado con sus manos peludas de uñas largas. Los soldados han oído hablar de él. Prácticamente toda la ciudad ha oído hablar de Boamorte. Ahora su cara es invisible detrás de la cortina de agua que cae del ala de su sombrero.

Los soldados de la puerta se quedan mirando el grupo de tres figuras que se acerca chapoteando a la verja del cuartel: el cochero que sostiene el paraguas abierto por encima del inspector y el superintendente cerrando la comitiva.

Aproximadamente a las cinco de la mañana del 18 de marzo de 1877, Semproni De Paula ha recibido la última negativa de la guardia montada a prestarle efectivos para ir al cuartel de San Pablo. Inmediatamente ha ordenado detener y encarcelar al capitán de la unidad montada por conspirar contra el orden público, pero la orden no la ha ejecutado nadie. Media hora más tarde ha intentado clavarle su espada al enlace del cuartel, pero sus propios secretarios lo han reducido y le han quitado el arma. A las seis en punto ha comprobado que la jefatura provincial entera del Cuerpo de Vigilancia ya no obedecía sus órdenes, así que ya no ha visto necesidad de intentar respetar la cadena de mando ni ponerse en contacto con la Capitanía General. Ha cogido dos pistolas de su mesa, ha recogido de los calabozos a Blai Boamorte y ha mandado a despertar a su cochero.

Ahora el inspector espera frente a la verja mientras una figura cubierta con lo que parece ser un mantel de hule sale de la casa de oficiales y corre chapoteando hasta la cancela. Por debajo de su mantel, la cara de patillas leoninas del teniente encargado de la guarnición escucha las explicaciones del soldado de la puerta, asintiendo con la cabeza y echando vistazos ceñudos a los recién llegados. Por fin se vuelve hacia el inspector.

—El capitán Lombardo se ha acostado tarde —empieza a decir—. Ahora mismo está durmiendo en la casa de oficiales.

El inspector lo interrumpe con un gesto desdeñoso.

—El capitán Lombardo está detenido —dice con un gruñido antediluviano—. Por conspirar para destruir la paz y el orden. Por obstruir la ley y encubrir varios asesinatos. Venimos a llevárnoslo.

A través de la cortina de agua y a la luz entrecortada de los relámpagos resulta imposible adivinar cuánto sabe el teniente de la conspiración que Semproni De Paula está convencido de que existe en la ciudad para derrocarlo a él de su cargo. O si sabe que lo más probable es que el inspector vaya a ser relevado hoy de su cargo, si es que no lo ha sido ya. En cualquier caso, el teniente no parece demasiado impresionado por las caras del otro lado de la verja.

—Van a tener que volver más tarde —dice por fin.

—Escucha, niñato. —El gruñido antediluviano se vuelve más grave, más ronco—. ¿Sabes quién soy yo?

—Sí, señoría.

—Dirijo el Cuerpo de Vigilancia. Respondo directamente al Consejo de Ministros.

El teniente se encoge de hombros.

—Aquí no hay autoridad civil, señoría —dice en tono de estar diciendo la cosa más evidente del mundo—. Esto es un cuartel.

Semproni De Paula saca una pistola, la amartilla y apunta a la cara del teniente. En un abrir y cerrar de ojos está rodeado de soldados que lo apuntan con sus fusiles.

—Baje el arma ahora mismo, señoría —dice el teniente—. O no respondo.

La inundación de la calle de las Tapias ya llega a las rodillas para cuando De Paula escala como puede el estribo de su berlina y le grita al cochero que los lleve a la Capitanía General. Los ruidos del carruaje al alejarse no son el traqueteo familiar de las ruedas sobre las piedras vetustas: son los crujidos de una embarcación en alta mar mezclados con chapoteos submarinos. En las Ramblas, donde los vecinos han amontonado sacos de arena hasta crear un vado a la altura de la calle de Fernando, se enteran de que la puerta de la Paz ha desaparecido bajo las aguas. La berlina enfila Fernando hasta que la suave pendiente del Táber hace emerger las ruedas del agua. Diez minutos más tarde el cochero aminora la marcha y De Paula observa a Boamorte, que está mirando con el ceño fruncido por la ventanilla. El carruaje no ha doblado a la derecha en dirección a la plaza de Palacio, sino que parece estar en algún lugar al sur del barrio de San Pedro, detrás de la Tapinería. Los dos intercambian una mirada, calculando posibilidades. A continuación el superintendente abre la portezuela y se encarama por el estribo en dirección al pescante.

De Paula espera. Los crujidos de cuadernas imaginarias dan paso a un mecimiento suave como de olas que el inspector tarda un momento en comprender que lo causan las ráfagas de lluvia que el viento arroja contra el carruaje.

De Paula saca su pistola y la vuelve a amartillar, intentando no hacer ruido. El coche ya se ha detenido del todo. Con cautela, sale por la portezuela abierta y trepa hasta el pescante. Para cuando llega, ya está más empapado de lo que recuerda haber estado en su vida. Boamorte está tirado de costado en el pescante, con los ojos amarillos entrecerrados y un hilo de saliva en la boca. De Paula le pellizca la vena del cuello: tiene pulso, lento pero continuo. Se da la vuelta, pero la calle está desierta.

De Paula salta del pescante. Los caballos piafan y se remueven. Chapoteando por los charcos del pavimento, está dando la vuelta al carruaje cuando una figura embozada se le echa encima desde detrás del mismo. El cochero. La figura le agarra con las dos manos el brazo que sostiene la pistola y se lo estrella contra el canto del carruaje. El arma cae rebotando sobre los charcos. Antes de que pueda revolverse, el cochero le aprieta un trapo sobre la boca. Cloroformo. Guiado por un instinto milagroso, De Paula aprovecha la diferencia de envergadura para escurrirse hacia abajo, y con el mismo movimiento le clava la rodilla al cochero en la entrepierna. Su atacante se dobla sobre sí mismo y lo suelta.

El cochero se sienta en el suelo encharcado, resollando, con la cara roja. Se quita el embozo para respirar. De Paula se lo queda mirando, asombrado.

—Trasgo —murmura.

A la desesperada, Roca lanza su cuerpo enorme sobre De Paula y lo aplasta contra la portezuela del carruaje. La embestida, sin embargo, vuelve a fallar. A De Paula se le vacían los pulmones de aire, pero no tiene problemas para escabullirse de debajo del cuerpo del Trasgo y ponerse a buscar a tientas la pistola. Cuando la encuentra, la agarra con las dos manos temblorosas y apunta a Roca. Y dispara.

Pero no pasa nada. Nada en absoluto. Le da la vuelta a la pistola y la mira: la pólvora se ha mojado.

Con el callejón dando vueltas a su alrededor, Semproni De Paula tira el arma y echa a correr bajo la lluvia. Un trueno hace que retumbe la calle entera. Y entonces alguien salta desde la boca de un callejón y lo derriba. Un muchacho larguirucho y desdentado, vestido con un traje de colores. El muchacho lo agarra de las piernas y lo tira al suelo. El cráneo de De Paula golpea con fuerza contra los adoquines.

Y todo se vuelve negro.