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AL FONDO DEL ARMARIO HAY UNA CAJA

En las horas siguientes al hallazgo del cadáver embalsamado, el doctor Menelaus Roca entra en un estado febril que su criada Liberata conoce bien. La ciudad entera podría estar bajo las bombas. Su misma ropa se podría estar quemando y lo más seguro es que Roca se limitara a darle un par de palmadas distraídas mientras rebusca entre los libros de su biblioteca, o bien escribe en su diario científico. En ese estado febril, el doctor Roca y su casa se convierten en mitades de una misma cosa, o tal vez en funciones de un mismo organismo. Y, como de costumbre, Liberata es testigo del mismo. Aunque solamente llevan un par de días conviviendo otra vez, su simbiosis ya se ha vuelto a activar. Ella lo sigue en silencio allí donde él va. No tanto una persona como un animalito de compañía: un gato escuálido y distraído. Mirándolo desde el umbral de la sala, o bien sentada en el suelo con las piernas cruzadas, en esa posición infantil que los años no han cambiado. Lista para levantarse de un salto cuando Roca tiene que pasar por donde ella está, o bien para acercarle la lámpara cuando él está leyendo y tantea con la mano en su busca. Si Roca hace un movimiento brusco, ella se sobresalta. Si Roca se ríe para sí mismo, ella también sonríe.

Desde el otro lado de la puerta, Liberata contempla a través de la cerradura cómo Roca se dedica a subir por la escalerilla de las librerías de su Museum Clausum. A bajar los libros de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, amontonarlos sobre su escritorio y volver a los estantes a por más. Con la misma expresión vacía y ajetreada con que un depredador mira a la nada mientras desgarra con los dientes la carne de su presa. Y con esa forma que tiene ella también de ser más un pequeño animal de compañía que una persona, Liberata se pasa las horas sentada junto a la puerta, sin hacer nada, echando vistazos de vez en cuando por el ojo de la cerradura. Rascándose las costras de las rodillas y hurgándose la nariz o los dientes.

Escribiendo en su diario y descartando mecánicamente los libros que no lo satisfacen, el doctor Menelaus Roca no se da cuenta de que el sol ya está alto al otro lado de las ventanas entabladas. Lee el Entierro en vasijas de sir Thomas Browne. Compara varias ediciones del Libro de los muertos egipcio, estudia el proceso de embalsamamiento de las momias y después repasa todas las posibles divinidades asociadas con el tránsito de los muertos. Compara estatuillas shabti hasta que se le empiezan a cerrar los ojos y contempla con lupa los grabados de diversas máscaras con la cara de chacal de Anubis que usaban los sacerdotes para embalsamar. Pero ninguna guarda el menor parecido con el Demonio de la vasija. El demonio pintado en la vasija solamente se parece al demonio de sus visiones. Por fin se queda dormido con la pluma en la mano y la mejilla apoyada en la página de diario que acaba de escribir.

A continuación Menelaus Roca sueña que está en el orfanato donde se crió. En las naves de piedra de la Casa de la Caridad, de donde proceden sus primeros recuerdos. Es esa hora de después del almuerzo en que la luz blanca del sol lo envuelve todo. Las cosas se mueven increíblemente despacio. La creación flota dentro de una piscina de ámbar. La Hora de la Siesta Eterna. Los haces de luz entran por los ventanales del orfanato y Roca, sentado en la cama, contempla las formas trapezoidales que proyectan en el suelo. A veces se atreve a extender el brazo hasta meter la mano en la zona iluminada. La luz del sol le quema la piel y le obliga a retirarla.

El orfanato es un ciclo de rituales bajo el sol. Las plegarias en el patio, con la cabeza ardiendo. La hora del ejercicio, en que los niños corren alrededor de la fuente. Cada vez que un niño cae desmayado de insolación, el cura toca la campana para ordenar que nadie se detenga. Las sombras de los portales son territorio prohibido. Los curas golpean con sus varas a quienes escapan del sol. El sol es donde Dios los puede vigilar a todos.

Sentado en su camastro del dormitorio, Roca se mira el cuerpo enclenque, vestido con unos pantalones y una camisa de arpillera blancos, demasiado cortos para sus brazos y piernas. Cada noche se examina los brazos y las piernas en busca de llagas. Se rasca hasta que aflora la sangre. En la cama, se encoge bajo la manta y tiembla de miedo. Miedo al edificio enorme en que se encuentra, miedo a los ventanales, miedo a que se haga de día. Solamente de noche está a salvo. A veces, para conciliar el sueño, se baja del camastro y se arrastra hasta debajo del mismo. Ése es su Primer Lugar Seguro. Debajo del camastro cierra los ojos y se imagina que está bajo tierra, en un sótano diminuto y sin ventanas. Con una sola portezuela que comunica con el exterior y cuya cerradura está por dentro.

Pronto la necesidad de huir del sol se impone a todo lo demás. Cada vez que lo sacan a rastras de debajo de la cama, la luz lo ciega al instante y lo invaden las convulsiones. El contacto más pequeño con la luz le produce una herida roja que al cabo de un momento empieza a humear y se pone negra. La vida es una búsqueda de cobijo. Una sucesión de carreras de un punto de sombra al siguiente. Y cada vez es más difícil encontrar esos puntos. En el dormitorio de la Casa de la Caridad, en la iglesia, en el comedor, en los pasillos, las distancias se alargan. Las cosas están cada vez más lejos. Huyendo del sol, Roca camina hacia una puerta, pero cuanto más camina, más lejos está la puerta. Y cuando arranca a correr, las sombras se alejan más deprisa. Hasta dejarlo perdido en una extensión de tierra baldía, un desierto azotado por el sol. El cielo es enorme y de un azul intenso que le quema las retinas.

Roca cae de rodillas y se cubre la cabeza con las manos. Se encoge como un feto sobre la arena. Sin nubes, el cielo es un ojo gigante, una boca voraz que se cierne sobre él. En ese momento abre los ojos y está en la Casa de la Caridad, rodeado de caras que se ríen y de dedos que lo señalan. Rodeado de sus compañeros vestidos con los mismos uniformes blancos de arpillera. Y al niño que es Roca en el sueño lo sacuden las convulsiones y le sale vapor helado de la boca.

El Segundo Lugar Seguro es un armario olvidado al fondo de un cuarto donde se guardan los muebles y las cosas de la limpieza. El cuarto tiene forma de L, con lo cual el armario queda en un rincón apartado, detrás de una muralla de trastos. Invisible hasta para la gente que abre la puerta del cuarto para recoger algo. Roca empieza a frecuentar cada vez más el armario. A esconderse en él cada vez más horas del día, mientras los curas lo buscan por los soportales y debajo de las camas.

Dentro del armario, cubierto con una manta, el niño que es Menelaus Roca cierra los ojos y se cobija en un mundo cálido y seguro. Un sótano con la cerradura por dentro. El interior de un ataúd. El frío y el miedo se alejan. A la luz de una vela, el niño organiza los objetos de su mundo personal. Una ratonera. Una caja de bolas de naftalina. Un montón de trapos viejos. Los huesos de un ratón. Al fondo de un armario hay una caja que Menelaus Roca nunca ha conseguido abrir. Una caja de hojalata, con una cerradura vieja que se resiste a sus intentos de forzarla con un alambre. Con el paso de las semanas, los intentos de abrir la caja se convierten en un ritual al mismo tiempo apasionante y molesto. Y de pronto, en el preciso momento en que el alambre arranca por fin un clic de la cerradura, unos golpes imperiosos resuenan dentro del armario. Al niño le da un vuelco el corazón. Dentro del sueño, a la luz temblorosa de la vela, alguien empieza a llamar imperiosamente a una puerta. Frenético, el niño se pone a hurgar en la cerradura con las manos temblorosas. Y un instante más tarde, las cosas empiezan a alejarse. Las distancias se alargan.

Roca sabe lo que eso significa. Sabe lo que está a punto de pasar cuando las distancias se alargan y el cobijo de las paredes se aleja y el cielo se hincha en lo alto. Primero se queda repentinamente solo en medio de una extensión de tierra, sin techos ni paredes, intentando abrir la caja, indefenso bajo la luz que cae desde todas partes. A continuación los golpes en la puerta del fondo de la memoria se convierten en un retumbar rítmico de la tierra, en una vibración que se le transmite por las botas y le sube por las piernas. Y por fin el retumbar se convierte en un estruendo profundo, como un repercutir de planchas de metal: los pasos del Demonio.

El acercarse del Demonio siempre es lento. Lento y tortuoso, como si se regocijara en dilatar el terror de quien lo espera. Al principio su figura es un punto negro en el horizonte, que crece y crece. Y nunca se acerca de forma gradual. Durante un rato parece que se encuentra lejos, flotando en un horizonte reverberante, y de repente uno lo tiene encima.

Y Roca sigue intentando abrir la caja. Levantando la vista lo justo para ver la figura enorme a lo lejos, la cabeza terrorífica de perro, con las orejas enhiestas, el hocico lleno de dientes amarillos, las babas humeantes colgando. Desesperado, golpea la caja contra el suelo y trata de arrancarle la cerradura con las uñas. Por fin, con un chasquido inesperado, la tapa sale disparada.

Roca mira el interior. Un feto a medio formar, ensangrentado y azul por la asfixia. No más grande que un polluelo de gorrión. Y en ese preciso instante, todo se vuelve blanco.