Capítulo 48

Aquel día, tras separarse de él, Chanya pensó en el cargamento de heroína que había desaparecido y en Zinna. En menos que canta un gallo ideó un plan. Compró una calculadora grande que pudiera manejar más de veinte dígitos en la pantalla, pero el aparato ni siquiera se aproximó a la hora de decirle la espectacular mejora que estaba a punto de experimentar su karma.

«No hay suficientes ceros en el mundo. Esta vez Chanya va a ascender a las estrellas».

Apenas puede creer que haya tenido una idea tan brillante, ni las enormes oleadas de alivio que la invaden. Ya se siente limpia y durante el viaje experimenta unos agradables y repetidos estremecimientos, los mismos que los libros asocian con la primera experiencia real de samadhi; tu mente no puede comprender el alivio: al principio tiene enormes dificultades para admitir que la vida, por fin, es una experiencia extática, contrariamente a todas las noticias recibidas hasta el momento.

Se tapa la boca para sofocar la risa de júbilo, no deja de sonreír de forma poco apropiada y de vez en cuando no puede reprimir un sollozo. Esto era la salvación, un gran momento. Esto era exactamente lo que enseñaba el Buda: actuabas con total desinterés, incluso jugándote la vida, seguro de que estás siguiendo el Camino exactamente como se te ha presentado en el contexto de tu karma, aprovechando las oportunidades de liberar a todos los seres vivos de las cadenas de la existencia. Comprendió esa famosa anécdota de Buda como si le estuviera ocurriendo a ella en este preciso momento: fresas silvestres que nunca habían sido tan sabrosas. Prometió solemnemente que, aunque todavía no fuera monja, seguiría volviendo, una vida tras otra y hasta el fin de los tiempos, para ayudar y curar. Sobre todo para curar. Al igual que Juana de Arco, era una chica que de pronto estaba segura de su conexión con el otro mundo. El único problema era encontrar al jao por adecuado a quien venderle el plan.

No obstante, tal y como suele ocurrir con los complots presuntuosos para mejorar tu karma, la idea no tardó en depreciarse en la mente de Chanya. Se preguntaba si no habría pasado demasiado tiempo a solas con ese loco de Mitch: ¿cómo iba a esperar una chica insignificante, una puta, lograr algo así?

Sin embargo, el tremendo golpe que para ella supuso la manera en que murió provocó un cambio sísmico en su estado de ánimo. Mitch y ella ya estaban desnudos, a punto de hacer el amor, cuando irrumpió Ishy con ese enorme cuchillo militar y el rostro crispado por unos celos insanos. Ocurrió muy rápido. Ella todavía estaba tumbada al lado del norteamericano cuando Ishy saltó sobre él, le clavó el cuchillo en el vientre y lo rasgó empujando la hoja hacia arriba, luego la obligó a mirar mientras le cortaba el pene, lo sostuvo frente al rostro de Chanya y lo tiró sobre la mesita de noche. Ishy el Artista había quedado totalmente eclipsado por Ishy el Monstruo. En la ira del tatuador había incluso cierta rectitud: un rostro que desbordaba autojustificación mientras sostenía en alto el miembro cercenado. Allí había una mente torturada que había rendido el último atisbo de resistencia a su demonio. La verdad es que lo que allí estaba era el demonio en su forma más pura. Las facciones de Chanya expresaban una absoluta repugnancia: no tenía miedo de morir. Estaba claro que Ishy lo había entendido mal. Para ella eso nunca podría ser una expresión de amor. Más enfurecido todavía, agarró el teléfono y estiró el cable hasta que el aparato estuvo lo bastante cerca para que ella pudiera utilizarlo: «vamos, venga, llama a la poli», parecía decir con su semblante.

Pero ella miró hacia otro lado. No se atrevió; su humillación era completa. Hubiera dejado que Ishy la matara sin quejarse, pero la idea de pasarse el resto de su vida en una cárcel tailandesa era más de lo que podía afrontar (era una puta y la antigua amante de Ishy y naturalmente los polis la acusarían a ella también).

Con una expresión de desprecio, Ishy le dio la vuelta al norteamericano y de forma experta empezó a quitarle el tatuaje utilizando el cuchillo. A su lado, en la cama, Mitch emitió sus últimos quejidos: ella observó cómo se iba apagando la luz de su mirada, que estaba clavada en ella con infinita tristeza.

El rostro de Ishy era una caricatura espantosa, como algo salido de la demonología japonesa. Enrolló el tatuaje cuidadosamente con las dos manos y lo colocó en una bolsa de plástico que arrojó sobre la mesa. Volvió a coger el cuchillo, sujetó el pecho derecho de Chanya para inspeccionarlo y con la punta de la hoja trazó el contorno del delfín; a continuación tiró bruscamente el cuchillo en la cama y se marchó.

Surge el horror y los espasmos invaden su cuerpo. Se obliga a bajar de la cama, se tambalea por la habitación como si estuviera borracha hasta que encuentra la pipa de Mitch y fuma un poco de opio antes de lograr controlarse lo suficiente para marcharse. Un poco colocada por la droga (penetrando en el mundo de símbolos del fumador), coge la rosa que ha dejado al entrar en la habitación, la pone en una jarra de plástico que llena de agua en el baño, coloca la jarra en la mesita de noche, al otro extremo de donde está el pene. De alguna manera, estos dos iconos ahora se compensan.

No tiene ningún lugar adonde ir, aparte de a nuestro bar. Al salir ve la llave de la caja fuerte del hotel donde esperaba que Mitch hubiera guardado más opio. No pensó en el IBM ThinkPad hasta que lo vio allí en la caja al día siguiente. Sobornó al recepcionista del hotel para que mantuviera la boca cerrada.

Cuando empezó a disiparse el sueño del opio, su lugar fue ocupado por una nube de culpabilidad; el terror a la clase de karma que su relación con este crimen atroz podría implicar (no había duda de que este asesinato era un resultado directo de su lujuria hacia Ishy, ¿no?) produjo en su alma una lucha colosal que parecía tener lugar en la zona del vientre. Poco a poco empezó a asumir de nuevo la soberanía sobre su mente.

Adoptó una máscara de despreocupación, pero su vida interior era todo lo contrario: enfrentada al infierno, halló fuerzas para un último intento desesperado de enmendar las cosas; estaba dispuesta a arriesgarlo todo. Retomó su plan y acudió a Vikorn con él. La intensidad de la defensa de Chanya, junto a los beneficios políticos desde el punto de vista de Vikorn —y la oportunidad de vengarse por fin de Zinna— por una vez superaron la avaricia del viejo. Sí, renunciaría a todos los beneficios si ella utilizaba el portátil de la CIA de la manera que sugería. Él organizaría personalmente el robo en cuanto se conocieran las coordenadas del próximo cargamento del general Zinna. Su única condición: que él se quedaría con el derecho a ponerle nombre al gran proyecto de Chanya.

La cosa resultó ser increíblemente sencilla. Ella estudió la cháchara de la CIA en el correo electrónico de la línea cifrada hasta que apareció el nombre de Zinna junto a la información sobre el volumen, la dirección y el probable destino de su nuevo cargamento. Llamó a Vikorn, le dijo dónde se hallaba el alijo de droga en aquellos momentos según la información de la CIA y estuvo atenta al correo electrónico mientras Vikorn realizaba su jugada. Con una tropa de polis vestidos de paisano a las órdenes personales de Vikorn, la operación encubierta funcionó con la exactitud de un reloj. La suerte quiso que el alijo consistiera en una enorme cantidad de heroína recién procesada a partir de un opio birmano de excelente calidad, refinado, para lograr una pureza profesional en los laboratorios situados en el noroeste, en la tierra de nadie donde la tribu de los karen llevaba más de cincuenta años guerreando con los birmanos (según lo que se dice en la calle, Zinna ya no toca la morfina). Utilizando su propia red, Vikorn pudo vender el alijo al por mayor en cuestión de días y utilizó la pasta para realizar el proyecto de Chanya, que ahora el coronel asumió con entusiasmo. Naturalmente, no hubo ningún aparente grito de indignación por parte de Zinna y de momento sólo podía permanecer en un estado de enmudecida erupción. Una vez se hubiera llevado completamente a cabo el plan de Chanya, por supuesto, no habría ninguna duda en cuanto a quién robó la droga o lo que hizo con ella. Eso le venía muy bien a Vikorn, que tenía ganas de un poco de venganza delante de las narices de su enemigo.

Chanya me llama la atención y señala la conversación que recorre la pantalla:

—Lo último que sabemos de ese cargamento de Zinna es que lo robó la policía.

—¿Ah sí?

—Sí, los rumores apuntan a su enemigo acérrimo, el coronel Vikorn.

—¿Me tomas el pelo?

—No, hay un montón de pruebas anecdóticas.

—¿Como cuáles?

—Como que están abriendo el suelo en un gran emplazamiento situado a las afueras de Surin para construir un enorme hospital general.

—No lo entiendo.

—Se va a llamar: Coronel Vikorn Memorial Hospital.

—Vale. Ahora lo entiendo.

Miro a Chanya fijamente.

—¿Un hospital?

Ella saca una calculadora grande, me muestra la rapidez con la que su karma negativo se verá eclipsado por el número de operaciones para salvar vidas que realizará el hospital. En menos de un mes después de que el hospital esté totalmente en funcionamiento, ella estará libre de todo pecado.

Me he quedado boquiabierto.

—¿Eras tú la que tenía el plan C y no Manny?

—¿Quién?

—La teniente Manhatsirikit. —Ella me mira sin comprender—. ¿Te dio Vikorn los cien mil dólares de recompensa que prometía a cualquiera que lograra fastidiar a Zinna? —No es una pregunta desinteresada; ya hace más de una semana que no utilizamos anticonceptivos.

—Se los regalé a una organización benéfica que ayuda a las prostitutas a rehabilitarse. Quiero un karma limpio, no quiero dinero sucio.

¿De modo que es mejor budista que yo? Bueno, al menos le veo el lado divertido.

—¿De qué te ríes? —Me golpea con fuerza, un buen puñetazo en el brazo—. Crees que no soy más que una puta supersticiosa, idiota y medio analfabeta, ¿verdad?

Me estoy riendo tanto que no puedo responder.