Capítulo 3

Los estudiosos de mi primera crónica (un transexual hombre y tailandés mata a un marine norteamericano de color con unas cobras enloquecidas por las drogas, algo habitual en el Distrito 8) recordarán que el talento comercial de mi madre inventó el concepto del Old Man’s Club como un modo de explotar las oportunidades comerciales ocultas de la viagra. La idea, que sigue llenándome de admiración filial, consistía en bombardear a todos los varones fogosos occidentales de más de cincuenta años (los ideales eran los más cabreados por las opciones que su utopía postindustrial les había dejado) con invitaciones electrónicas para follar a más no poder en un ambiente agradable confeccionado especialmente a la medida de los gustos de su generación. Fotografías de Elvis, Sinatra, Munro, The Mamas and the Papas, The Grateful Dead, incluso de los primeros Beatles, Rolling Stones y Cream todavía adornan nuestras paredes y la música parece surgir de nuestra máquina de discos falsa (cromo y azul medianoche con millones de estrellas brillantes). El sonido procede de un disco duro de audio Sony conectado a uno de los mejores equipos de música que se pueden comprar con dinero.

Mi madre vio la viagra como la solución al problema de gestión que ha acuciado la profesión desde el principio de los tiempos: ¿cómo predecir con exactitud la erección masculina? Según su plan comercial, un viejo se comería con los ojos a las chicas, elegiría a una que le gustara y luego la contrataría por teléfono desde su habitación de hotel donde se habría tragado la viagra. El medicamento tarda casi una hora exacta en alcanzar su máximo efecto, por lo que el problema logístico que al principio planteaba la naturaleza quedaba de este modo resuelto. Debería haberse podido utilizar un sencillo programa de ordenador para calcular casi minuto a minuto cuál de las chicas estaría ocupada (en pleno entusiasmo hablamos de un software para dirección de proyectos, aunque llegado el momento no se instaló). ¿Y sabéis qué? Funcionó a las mil maravillas salvo por un pequeño fallo que realmente ninguno de nosotros podría haber previsto, ni siquiera Nong.

Lo que no habíamos tenido en cuenta era que aquellos sexa-, septua-, octo- e incluso nonagenarios no eran ancianos del género sereno, humilde y decrépito al que estábamos acostumbrados en el mundo en vías de desarrollo. No señor, aquéllos eran antiguos rockeros, marchosos y drogotas, ex hippies veteranos de la Freak Street de Katmandú, San Francisco (cuando allí había gente guapa), Marrakech, Goa antes de que se volviera convencional, Phuket cuando allí sólo se podía dormir en chozas en forma de «V» invertida: el mundo cuando era joven y el LSD crecía en los árboles junto a setas mágicas y un millar de variedades de marihuana. Esos chicos, escuálidos contemporáneos de Burroughs y Kerouak, Ginsberg, Kesey y Jagger (por no mencionar a Keith Richards), por decrépitos que pudieran parecer, en otro tiempo habían hecho la promesa tribal de no tomar nunca nada a pequeñas dosis. Se supone que uno sólo ha de tomarse media viagra para mejorar el rendimiento, pero ¿ellos hicieron caso? ¡Y un cuerno! Algunos se llegaron a tragar tres o cuatro. Sólo media docena de ellos sufrieron ataques al corazón, a pesar de las serias advertencias del frasco, y de ésos sólo expiraron tres (una época terrible en la que el Bentley de Vikorn tuvo que ser requisado como ambulancia a pesar de las protestas enriquecidas con improperios por parte de su irascible chófer, que dudaba que se pudieran hacer muchos méritos budistas salvando las vidas de unos vejestorios farang). Los otros declararon por igual que habían ido al cielo sin tener que morirse primero.

Bueno, ¿y qué tenía eso de malo? Os lo diré. Caballeros, tómense una viagra entera (o más) y ya se pueden despedir de su flacidez natural durante al menos ocho horas (olvídense de orinar en todo el día; se plantean preguntas sobre cómo llevar a cabo las tareas básicas con ese palo de escoba entre las piernas y muchos dicen haber sentido nostalgia de su miembro deshinchado; justicia poética: no puedes hacer otra cosa aparte de follar, tanto si quieres como si no).

Agotaron a las chicas, que empezaron a marcharse a montones. Mi madre había prometido plena satisfacción y odiaba defraudar a la gente, por lo que no nos quedó más remedio que recurrir a un sistema de turnos. Uno de esos viejos cachondos podía acabar con cinco o seis mujeres jóvenes y saludables antes de que los efectos del medicamento empezaran a desaparecer y le permitieran ser conducido de nuevo a su hotel en unas condiciones que podrían describirse sobre todo como catatonia extática (o extasiado rigor mortis). Los márgenes de beneficios se redujeron hasta hacerse casi inexistentes.

Había que hacer algo. En una reunión de urgencia de la junta directiva se acordó borrar lo de «satisfacción garantizada» del anuncio y atraer a un mercado más amplio, con preferencia por los jóvenes con exceso de trabajo que sufrían impotencia provocada por el estrés. Seguimos siendo el destino preferido de los juerguistas occidentales que cobran una pensión y al mismo tiempo empezamos a gozar de popularidad entre la clientela más tradicional (juerguistas occidentales que no cobran pensión, básicamente), pero habíamos perdido nuestro hueco en el mercado. Apenas nos diferenciábamos de todos los demás bares y, como ellos, sufríamos los bajones de temporada, por no mencionar la recesión de Occidente. De repente nos encontramos a la deriva en un mercado a la baja. Nong era la que más sufría puesto que el club era su orgullo y alegría, su creación y el vehículo para demostrarle al mundo que no era simplemente una prostituta (retirada) de éxito excepcional, sino también una mujer de negocios hecha y derecha del siglo XXI y de calidad internacional. Se volvió cada vez más religiosa, lo cual era raro en ella, meditaba en el wat local diariamente y le prometió al Buda reclinado de Wat Po dos mil huevos cocidos y una cabeza de cerdo si le salvaba el negocio. Hasta Vikorn quemó un poco de incienso y yo avancé más que nunca en mi meditación. Con semejante poder mental místico actuando en nuestro beneficio era inevitable un milagro.

Se llamaba Chanya y todavía me acuerdo del día en que entró en el bar a pedir trabajo. Hablaba un inglés fluido con un ligero acento de Texas (pero con el suficiente deje tailandés como para conferirle cierto exotismo) puesto que había pasado dos años en Estados Unidos hasta que la xenofobia que siguió al 11-S la obligó a volver a casa. Después del 11-S no era momento de andar viajando con un pasaporte falso en Norteamérica. Tenías que haberte criado en el negocio para reconocer su talento. Mi madre y yo lo vimos al instante, Vikorn tardó un poco más en darse cuenta. Al cabo de una semana estábamos cociendo huevos como locos y llevándolos, con la cabeza de cerdo asada, a Wat Po, donde los monjes se los comieron o se los dieron a los pobres. Deja que me explique.

Antes que nada, farang, por favor, deshazte de esas ideas infantiles que albergas sobre que nuestras chicas del gremio son oprimidas esclavas del sexo, víctimas de una cultura machista dominada por los hombres; hazme caso, tus medios de comunicación harían cualquier cosa para consolarte de tu desesperación postindustrial y hacerte creer que tu cultura es superior a la nuestra (¿bromeas? Yo he estado en Slough, Inglaterra, un sábado por la noche. Sé la clase de inválidos atomizados que sois).

Éstas son todas chicas del campo, fuertes como búfalos de agua y salvajes como cisnes, a las que les parece increíble la cantidad de dinero que pueden ganar proporcionándole a un farang educado, benévolo, rico, con sentimientos de culpabilidad y consciente de la necesidad de utilizar condón, exactamente el mismo servicio que de otra forma tendrían que proporcionar gratis y sin protección a unos rudos esposos borrachos y puteros en sus pueblos natales. Buen negocio, ¿no? Será mejor que te lo creas (no me mires así, farang, cuando en tu fuero interno sabes que el capitalismo nos convierte a todos en prostitutas). La mayoría de las chicas, al ser el único sostén de la familia y por lo tanto unas matriarcas, despachan toda la gama de asuntos familiares por mediación del teléfono móvil (normalmente en los aseos del personal mientras se ponen la ropa de trabajo), desde cuidar de los enfermos hasta contratar servicios de compra, desde reprimendas a los granujas hasta la cantidad de búfalos de agua en la que invertir este año, desde bodas a abortos, desde obligaciones religiosas a serias decisiones sobre a quién votar en las elecciones locales y nacionales.

Sin embargo, la química es como mínimo igual de importante para el sexo comercial como lo es para toda la variedad de las artes más domésticas, y es ahí donde empiezas a diferenciar entre el elenco secundario y las grandes estrellas. El secreto es éste: la típica superestrella es la que hace la química. Es una maestra tántrica en tanga, una hechicera del topless, una endemoniada bailarina con un atractivo perverso. Sabe cómo convertirse en un espejo que refleja las numerosas y variadas fantasías de los hombres a los que seduce. Adivina cuántos han acudido a mí para confiarme que por fin la han encontrado, a la mujer de sus sueños, a la chica que habían estado esperando durante media vida, ésa de la que están tan seguros, que se casarían con ella mañana mismo si accediera, la angelical Chanya. Respuesta: aproximadamente un cincuenta por ciento de sus clientes. Hasta hemos contratado a un gorila (conocido como el Monitor y que, al igual que yo, trabaja también como policía durante el día) para protegernos de los ataques de los desconsolados. En resumen, Chanya salvó nuestro negocio y no tenemos intención de abandonarla cuando más nos necesita. Todos los genios tienen su lado oscuro. En nuestra sociedad preatomizada la lealtad personal sigue siendo importante, motivo por el cual ni siquiera el astuto coronel Vikorn dudó en interrumpir su Sábado por la Noche en Bangkok (como dice la canción: «hace humilde al orgulloso… y a veces lo mata») cuando se dio cuenta de que nuestra superestrella corría peligro. He aquí lo que pasó realmente.

Lo vi en cuanto entró por la puerta. En este momento no tenemos mamasan, una situación lamentable que significa que yo, como socio comanditario, tengo que hacer las funciones de papasan a la espera de que mi exigente madre le dé el visto bueno a una sustituta (como todas las ex prostitutas les tiene un odio inveterado a las mamasan y nunca encuentra la perfecta, sospecho que manipula las cosas para seguir teniéndome como papasan).

Ya he descrito su rostro, que no mejoraba mucho cuando su espíritu lo habitaba. Era una basura con la ridícula arrogancia de un levantador de pesas. Todas las chicas eran de la misma opinión, por lo que se mantuvieron alejadas de él y lo dejaron solo en una mesa de la esquina, donde se puso aún más iracundo al observar que las chicas favorecían a hombres más viejos y menos musculosos que él. Era recatado con la bebida (cerveza Budweiser en lugar de whisky Mekong, pero no hay que envilecer las brillantes narraciones de Vikorn con detalles de poca monta). Me reventaba malgastar el talento de porcelana de Chanya con ese recipiente de barro cocido y en realidad sólo pretendía que ella lo convenciera con sus encantos para que se marchara de nuestro bar y se metiera en algún otro. Nos tenemos mucho cariño, Chanya y yo, y nos comprendemos el uno al otro. Me bastó con dirigirle una mirada furtiva para que entendiera lo que quería. Al menos (en este momento la narración requiere de una exactitud puntual) yo creo que fue mi mirada lo que hizo que se acercara a su mesa. Al cabo de un minuto más o menos la boca pequeña y desagradable de aquel tipo se estiraba para esbozar una sonrisa, si es que se le puede llamar sonrisa a eso; ella apoyaba perezosamente la mano en uno de sus sólidos muslos y cuando se inclinó para tomar un sorbo de lo que llaman bebida de mujeres (un Margarita con extra de tequila) él fijó la atención en sus pechos. Otro hombre orgulloso estaba en proceso de convertirse en humilde.

Era del tipo de hombres cuya libido precisaba una reservada intensidad antes de poder entrar en alerta máxima. Chanya se adaptó en un segundo y ya estaban hablando con complicidad (y de forma apasionada) con las cabezas casi pegadas. Para empeorar las cosas, Eric Clapton cantaba Wonderful tonight en la falsa máquina de discos. Esta canción irresistiblemente romántica ya fue el colmo. El levantador de pesas había encontrado el camino hasta el muslo más cercano de Chanya. Comprobé la hora en el reloj del fax. Apenas habían pasado cinco minutos y el Hombre de Hierro ya se había fundido, lo cual suponía un récord incluso para Chanya. Decidí echarle una mano volviendo a poner la canción de Clapton, ¿o simplemente tenía curiosidad por saber qué efecto tendría un bis? Unas lágrimas diminutas aparecieron en el rabillo de sus ojos anormalmente azules, tragó saliva y las palabras «Me siento tan solo» se hicieron reconocibles saliendo de aquella desagradable boca, incluso a una distancia de nueve metros, seguidas por un increíblemente inepto: «Tú también estás preciosa esta noche».

—Gracias —dice Chanya, y baja la mirada con modestia.

En aquel preciso momento entró el vendedor de rosas. Es de admirar el valor quijotesco de este hombre, y el de sus colegas: los vendedores de frutos secos y los niños que venden mecheros (todos los bares los toleran con la condición de que sean discretos y no se queden mucho rato). ¿Puede haber mayor optimismo que una vocación de toda la vida de intentar vender rosas a los puteros? Nunca le había visto vender ni una sola flor a este hombre de mediana edad, delgado como un alambre y con una mandíbula deformada por un tumor que por falta de dinero nunca puede hacerse extirpar. Tímidamente el Hombre de Hierro le hizo señas para que se acercara, le compró una sola rosa por la que pagó demasiado y se la dio a Chanya.

—Supongo que voy a pagar tu tarifa en el bar, ¿no?

Ella acepta la rosa, finge sorpresa mezclada con gratitud (todas las chicas saben hacer lo de la Humildad Oriental cuando quieren) y dijo:

—¿Sí? Como quieras.

Según el reloj del fax habían pasado exactamente siete minutos y ya estaba a punto de llevárselo al huerto. A modo de respuesta, él sacó un billete de quinientos bahts de su cartera y se lo dio. Ella juntó las palmas en un delicioso wai y a continuación se puso en pie para traerme la tarifa; así pude anotar lo que era, ahora me acuerdo, su segundo polvo de la velada. Al fin y al cabo era sábado por la noche y ella era Chanya. El cliente anterior había sido un joven que por lo visto no tenía mucho aguante, pues ella había tardado menos de cuarenta minutos en regresar de su hotel.

La única característica inusual en la transacción con el Hombre de Hierro fue que ella no me miró a los ojos cuando me dio el dinero y yo le extendí el resguardo. Nueve de cada diez veces me guiña el ojo o me sonríe precisamente en aquel momento, cuando está de espaldas al cliente. Al cabo de un minuto ya habían salido por la puerta. No se me ocurrió temer por su seguridad, al fin y al cabo era evidente que ya lo había amaestrado…, y era Chanya.

—Así es como fue de verdad y no puedo deciros nada más —les explico a Vikorn y a mi madre, ya de vuelta en el club. Según el reloj del fax son las tres y media de la madrugada y ninguno de nosotros está de humor para dormir.

—¿No te miró a los ojos cuando te entregó la tarifa? Eso no es normal. La he visto, tú le gustas, siempre te mira a los ojos y te hace un guiño. Creo que siente algo por ti. —Mi madre se había dado cuenta de este detalle bastante femenino. Era evidente que Vikorn había vuelto a adoptar el estilo Maigret, en un plano de elevada estrategia que no está a nuestro alcance. Nong y yo esperamos su dictamen. Él se frota la mandíbula.

—Esta noche no podemos hacer nada más. Mañana haremos venir a un equipo forense para que saque fotos, aunque nada demasiado meticuloso. Sonchai arreglará la retirada del cuerpo y conseguirá la autorización para la incineración inmediata de…, bueno, ya encontraré a alguien. Perderá el pasaporte. Probablemente el farang fuera un ausente sin permiso de alguna pequeña y deprimente ciudad del sur donde se suponía que debía estar buscando a hombres con barba negra que llevaran camisetas de Bin Laden, de manera que lo más probable es que nadie sepa dónde está. Obviamente, ella obtuvo el opio de él, y la pipa también, por lo que da la impresión de que el hombre estuvo en Camboya. Parece ser que tampoco era del todo el imbécil levantador de pesas que pretendía ser. Al menos tenía la imaginación necesaria para probar un poco de resina de adormidera. Pueden pasar semanas antes de que le sigan el rastro hasta aquí, aunque supongo que al final vendrán a preguntar. No veo que sea un verdadero riesgo, siempre y cuando intentemos pasar desapercibidos y Chanya desaparezca durante cosa de un mes y se cambie de peinado. No quiero que la interroguen. No sabemos qué estuvo haciendo en Norteamérica. —Se volvió hacia Nong—. Será mejor que hables con ella, de mujer a mujer, averigua dónde tiene la cabeza. —Luego se vuelve hacia mí—. O tal vez tendrías que hacerlo tú, puesto que parece que os lleváis tan bien. Intenta pillarla de buen humor, no queremos que acabes castrado tú también.

Mi madre se ríe con educación de aquella broma de increíble mal gusto, al fin y al cabo él es el accionista principal. Salgo a la calle para llamarle un taxi, porque no quiere que vuelvan a ver su limusina en Soi Cowboy esta noche. Todos los bares están cerrados, pero ahora la calle está abarrotada de tenderetes de platos cocinados que siempre aparecen después del toque de queda de las dos de la madrugada para llenar la calle de aromas deliciosos y servir exclusivamente platos tailandeses a un millar de putas hambrientas que parlotean las unas con las otras contándose las historias de la noche. Es una escena tranquila que he llegado a amar a pesar de mis serias dudas religiosas en cuanto a trabajar en el gremio y ganar dinero con las mujeres de un modo que Buda prohíbe claramente. Hay veces que nuestros pecados son una obligación impuesta por el karma: el Buda nos frota la cara en ellos hasta que estamos tan hartos de nuestro error que preferiríamos morir antes que pasar por eso otra vez (pero si ése es el caso, ¿por qué me siento tan bien? ¿Por qué hay un humor festivo en toda la calle? ¿Han cambiado las reglas? ¿Acaso la monogamia es un experimento que salió mal, como el comunismo?).

Aunque parezca mentira, el dinero que gano con esto no me lo gasto. El contable de Vikorn ingresa mediante giro telegráfico mi modesto diez por ciento de los beneficios en el Thai Farmer’s Bank cada trimestre y yo dejo que se acumule, prefiero vivir de mi salario de policía en mi tugurio junto al río, aunque a veces duermo en el club. Para ser sincero, he prometido a Buda que haré algo útil con el dinero cuando tenga la oportunidad. ¿Te parece patético, farang? A mí sí, pero no puedo hacer nada al respecto. Cuando intenté sacar un poco de dinero de la cuenta para comprarme un fantástico par de zapatos de Baker-Benje que estaban de oferta en el Emporium (sólo costaban quinientos dólares americanos), alguna fuerza mística me lo impidió.

Después de ayudar a mi coronel a meterse en el taxi, bajo paseando por la calle que ahora se encuentra completamente vacía de cualquier farang. Algunos de los tenderetes cuentan con luces eléctricas conectadas de manera ilegal a los cables ilegales que trepan por las paredes de nuestros edificios como negras enredaderas, pero la mayoría utiliza una luz de gas que produce un silbido y que hace que las camisas ardan con un brillo intenso. Veo muchos rostros hermosos y familiares entrar y salir de este claroscuro, todas las chicas están hambrientas tras su noche de trabajo. Entre los tenderetes de platos cocinados, los adivinos han montado sus presentaciones minimalistas: una mesa y dos sillas los adinerados, y un mantón en el suelo los demás.

Cada tirada de las cartas del Tarot hace que un corazón femenino dé un vuelco o se acongoje: ¿matrimonio, salud, dinero, un hijo y un viaje al extranjero con un farang prometedor? No ha cambiado nada desde que era un crío. Para crear un ambiente más festivo, un cantante ciego con micrófono entona un plañidero canto fúnebre tailandés con una mano en el hombro de su compañero, que lleva el altavoz sujeto con una correa mientras avanzan majestuosamente calle abajo. Echo un billete de cien bahts en la caja y luego, al acordarme de Chanya y de la necesidad de tener suerte, meto otro de mil.

Todo el mundo me conoce: «¿Cómo va el negocio, Sonchai?»; «Hola, Sonchai, ¿tienes trabajo para mí?»; «Papa Sonchai, mi querido papasan» (en un jocoso tono satírico); «¿Cuándo volverás a bailar para nosotras, detective?».

Me alegra mucho que Vikorn haya salvado a Chanya de esa burda e indiscriminada justicia que tienen en Norteamérica donde, si la extraditaran, nunca tendrían en cuenta su juventud y belleza, el estrés inherente a su profesión o la fealdad de la víctima. Tampoco podría comprar la indulgencia como se hace en nuestro sistema, mucho más flexible. Aunque el comentario sobre el hecho de no saber lo que estuvo haciendo en Norteamérica es un claro ejemplo de la visión superior de su mente, por no hablar de la paranoia, que constituye un riesgo profesional para un gánster de su talla. Yo, por ejemplo, nunca le he dado demasiada importancia al tiempo que estuvo allí, simplemente, ¿no trabajaba en un salón de masaje como todas las demás?

De repente experimento una dramática ralentización de mi pensamiento, una falta de energía tras una tensión prolongada. Estoy totalmente quemado, a punto de derrumbarme. Vuelvo andando lentamente al bar, subo las escaleras hasta el piso de arriba para echarme en una de las habitaciones. Pasan ocho minutos de las cinco de la mañana y las primeras señales del amanecer aparecen una a una en la noche: el canto de un muecín en una mezquita cercana, los primeros cantos de los pájaros, una cigarra insomne, nueva luz por el este.

Nosotros, los tailandeses, tenemos nuestra propia cura favorita para el agotamiento emocional. Nada de píldoras, alcohol, drogas o terapia, sencillamente nos vamos a la piltra. Parece simple, pero funciona. En realidad, encuesta tras encuesta hemos admitido que dormir es nuestro pasatiempo favorito (sabemos que al otro lado hay algo mejor).

No obstante, resultó que el caso de Mitch Turner me había perturbado con cierta profundidad, puesto que en sueños mi compañero muerto, mi hermano de alma, Pichai, viene a mí, o mejor dicho, le hago una visita. Está sentado en un círculo de monjes que meditan y que irradian unos resplandores color miel, y al principio no quiere que lo molesten. Yo insisto y poco a poco sale de su trance divino. «¿Quieres ayudarme?», le pregunto. «Busca a Don Buri», contesta Pichai, y luego vuelve con el grupo.

Me despierto profundamente desconcertado, puesto que la palabra «buri» quiere decir «cigarrillo» en tailandés. «Don», creo, quiere decir «señor» en español. Me temo que se trata de Pichai en su estado más gnómico. Supongo que tendré que recurrir a fuentes más convencionales. Aun así, el sueño continúa repitiéndose en mi cabeza a modo de pregunta: «¿Quién diablos es Don Buri?».