Capítulo 42
Chanya no podía creer el mal cariz que estaban tomando las cosas. Mitch Turner era un adicto al opio y todo era culpa suya.
Un encogimiento de hombros tailandés. El karma era el karma. Quizá no debería haberlo iniciado en la droga, pero ese tipo de comportamiento obsesivo, convertido en una peligrosa adicción, tenía sus propios antecedentes, ella no podía considerarse responsable del todo, ni mucho menos. Había actuado con la mejor de las intenciones, pero, tal y como decían los budistas, el único favor verdadero que puedes hacerle a otro ser es ayudarlo en su camino hacia el nirvana. Todo lo demás es mera indulgencia. Y tenía la sensación de que había llegado el momento de poner fin a su propia indulgencia. En cualquier caso ya había tomado la decisión de venir a trabajar para nosotros.
Con la simplicidad de una tailandesa en apuros se cambia la tarjeta SIM del teléfono móvil y deja de responder a los correos electrónicos de Mitch. Con la determinación de un norteamericano atrapado por una obsesión, él la encuentra al cabo de unos cuantos meses en el Old Man’s Club.
Chanya no tenía nada en contra del bar de mi madre, pero, francamente, era un coñazo volver a ese sórdido modo de pensar justo cuando crees que has escapado. Tampoco tenía nada en contra de los clientes, en toda su larga trayectoria profesional no se había topado con más de cinco o seis que le dieron problemas, y sabía cómo ocuparse de ellos. Era más que nada la humillación. Tener veintinueve años no era lo mismo que tener diecinueve, sencillamente. No podías tomártelo a broma como si se tratara de un juego que practicas mientras esperas convertirte en un adulto. Siempre que podía evitaba las felaciones. Aunque no tenía más remedio que poner al mal tiempo buena cara. Una puta triste es una puta en bancarrota. Los clientes vienen a que los alegres, por norma general ya tienen sus propios problemas, ¿por qué si no iban a contratar carne? Bajo la superficie se trata de un mundo triste y perdido, tal como dijo el Buda: hay sufrimiento. Casi no se lo creía cuando lo vio allí sentado en el Old Man’s Club aquella noche.
Ella ya había estado con un cliente y tenía derecho a irse a casa si lo deseaba, pero estaba trabajando a todo gas. No obstante, en aquel momento se lo estaba tomando con calma y acababa de salir de una de las habitaciones del piso de arriba, donde había estado descansando durante media hora, y para entonces el meditabundo farang ya estaba sentado en su esquina mientras que el resto de las chicas no le hacían ni caso. Al llegar al pie de la escalera cruza la mirada conmigo y hace que parezca que está siguiendo una indicación mía para que vaya a sentarse con él. Ella hace uso de todo su poder de autocontrol, no porque importe especialmente que este cliente sea su amante, sino porque al igual que todos los tailandeses, detesta cualquier tipo de escena en público. Agradece el hecho de que Mitch comprenda lo suficiente sobre Asia para respetar eso. La verdad es que ella está impresionada por su aspecto. Parece mucho más sano y mentalmente más entero que la última vez que lo vio.
Su manera de acercarse a ella esa noche es completamente nueva. Ya no se basa en el humor descabellado para seducirla, sino que es evidente que quiere impresionarla con su sobriedad. Por lo visto puede beberse un par de cervezas sin perder el control. Se hace el Impasible con un éxito considerable. Admite que se siente solo y que la echa muchísimo de menos, pero estrictamente dentro de los parámetros de la cordura. Quiere volver a intentarlo, demostrarle que no está chiflado, que la cosa puede funcionar. Hay un enorme encanto en el modo humilde en que le dice el buen aspecto que tiene, lo profundamente enamorado que está de ella y se ofrece a pagar su tarifa.
Ha alquilado una habitación en un hotel razonablemente limpio a un corto paseo de distancia del bar. Se van cogidos de la mano y de camino al hotel ella le pregunta cómo se las arregla para sobrellevar el choque cultural, el aburrimiento, la carencia de propósito allí abajo, en Songai Kolok, donde, francamente, hasta ella se sentía sola.
—Basta —le digo—. No puedo soportar más tus mentiras.