Capítulo 17
Farang, te ofrezco humildemente una disculpa. Tenía pensado releer el diario de Chanya y compartirlo contigo en cuanto regresara a Krung Thep (en serio), pero el deber —y la ambición— me obligan a posponerlo. Precisamente ahora, mientras deshacía el equipaje en mi tugurio junto al río, en torno a las seis de esta mañana (el vuelo del sur iba con retraso, no lo tomé hasta pasada la medianoche), sonó el móvil. Era la formidable ayudante femenina de Vikorn, la teniente de policía Manhatsirikit, conocida como Manny, cosa que está bien.
—El coronel no está y no lo puedo localizar, de modo que tendrás que solucionar esto tú solo. Parece que se trata de un bonito Trance 808 en el Sheraton de Sukhumvit. El director general está cagado de miedo por la publicidad, de modo que será mejor que te acerques hasta allí. Lleva a alguien contigo.
—¿Por qué yo?
—Creo que es un expediente X.
—¿Zinna?
—¿Tenemos que ser tan indiscretos por teléfono?
Me pongo en contacto con Lek, al que arranco de las profundidades del sueño a fuerza de llamarle insistentemente al móvil. Sin embargo, él es todo deferencia cuando se le despeja la cabeza y yo le digo que esté esperando en la puerta de su vivienda subvencionada para que pueda recogerlo con el taxi.
En el Sheraton, el gerente, un elegante pero preocupado austriaco (uno de esos europeos que pasan una buena parte de su tiempo en este cuerpo intentando convencer a unos mechones de pelo lacio para que cubran una zona calva; la última vez fue una mujer: vanidosa, esnob y francesa. Tal y como suele ocurrir cuando cambiamos de sexo entre encarnaciones, este hombre está teniendo dificultades de adaptación: la calvicie nunca fue un problema la última vez, al contrario, mantuvo una magnífica mata de pelo hasta su lecho de muerte, el de ella, claro) nos está esperando.
Nos conduce hasta un ascensor que nos lleva al piso donde están las suites, cerca de la parte más alta del edificio. Frente a la puerta de la habitación 2506 saca una llave y nos deja entrar.
—Los del servicio de habitaciones lo encontraron esta mañana a primera hora cuando entraron a recoger un carrito de comida de anoche. Nadie respondió cuando llamaron a la puerta, por lo que supusieron que la suite estaba vacía. Desde entonces no ha entrado nadie más.
Dentro de la habitación Lek echa una mirada al cadáver y cae de rodillas para hacerle un wai al Buda y rogar para que no nos contaminemos con la muerte o la mala suerte, en tanto que el gerente lo mira asombrado. Le digo al hombre que espere fuera.
El japonés, vestido con un estilo informal pero elegante, se halla desplomado de lado en el sofá con ese revelador agujero profesional en la frente. Me doy cuenta de que ha empezado el rigor mortis, pero he olvidado qué significa eso exactamente a la hora de la muerte. Lek, recién salido de la academia, tampoco se acuerda. Le desabrocho la camisa para comprobar si hay alguna otra herida con la certeza de que no habrá ninguna.
—No tiene ni una sola marca —confirmo, más que nada para mis adentros. Tampoco habrá ninguna otra pista, por supuesto, así pues, ¿por qué perder el tiempo buscándolas? Hago entrar de nuevo al gerente.
—Es un trabajo muy profesional. Una sola perforación de bala entre los ojos. ¿Cuánto tiempo llevaba alojado aquí?
—No se alojaba aquí. Debió de haberlo invitado el cliente, que ha desaparecido, por supuesto. No me imagino por qué demonios tuvieron que elegir este hotel.
Suena mi teléfono móvil; es Vikorn:
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy en un T808 en…
—Ya sé donde estás. Sal de ahí.
—Pero Manny dijo que es un expediente X, Zinna.
—Por eso quiero que salgas de ahí. Esto es para fastidiar, pura provocación. No voy a morder el anzuelo. Dejemos que se encargue de ello el jodido ejército, no quiero que conste en ningún sitio que estuviste ahí. Yo también voy a fastidiarlo con el silencio mientras pienso en algo mejor. —A pesar de la circunspección en su estrategia, le hierve la sangre de ira.
—¡Vaya! —Un tanto alicaído, le echo otro vistazo al cadáver—. ¿Ésta es la tarjeta de visita del general?
—Sólo nos hace saber que vuelve a estar en forma tras ese consejo de guerra.
Por el rabillo del ojo veo que Lek está haciendo poses delante del largo espejo que hay enfrente del sofá. Puede mantener el equilibrio sobre una sola pierna y tensar la cuerda de un arco imaginario con una elegancia extraordinaria. Ojalá no hubiera dejado entrar otra vez al gerente.
—Y bien, ¿quién es el fiambre?
Vikorn suelta un gruñido.
—La víctima es un periodista sensacionalista que vive aquí y que trabaja para un grupo ecologista con un interés personal sobre la destrucción de las selvas tropicales de Asia por parte de los japoneses. Estaba investigando a una sociedad anónima tailandesa-japonesa que intimida a los campesinos para que abandonen sus tierras en Isaan y así poder plantar eucaliptos. Los eucaliptos absorben todo el nivel freático y destruyen otras formas de vegetación, con lo que la tierra queda inutilizada durante generaciones, pero crecen deprisa y proveen a los nipones de palillos desechables. No sé por qué cojones no pueden utilizar palillos de plástico. Si los chinos utilizaran palillos desechables de madera no quedaría ni un solo árbol en todo el planeta.
—¿Y Zinna qué tiene que ver con todo esto?
—El querido general posee un treinta y cinco por ciento de participación en la sociedad tailandesa-nipona encargada de la reforestación y el embellecimiento de Isaan. Sus hombres son los que se ocupan de la intimidación.
—Nunca había hecho algo así en tu territorio.
—El cabrón se está haciendo notar, quiere decir algo y está rompiendo todas las reglas. Salió airoso de ese consejo de guerra y ahora me lo está restregando por las narices. —El coronel casi no puede hablar de lo indignado que está.
—¿Vas a dejar que se salga con la suya?
—No voy a darme de cabezazos con Zinna por un simple T808, ¿no? Porque eso es exactamente lo que quiere que haga. —Una pausa dominada por su aliento de dragón—. Siempre hay más de una manera de despellejar a una serpiente.
—¿Qué le digo al gerente?
—Que no habrá publicidad. Es lo único que necesita saber.
Apago el teléfono y clavo la mirada en los preocupados ojos del gerente.
—Ya se encargan —le digo. Él estudia mi expresión para ver si eso significa lo que él quiere que signifique y a continuación da un resoplido de alivio.
—¿Y qué pasa con el cadáver?
—Los especialistas del ejército se lo llevarán más tarde.
—¿Especialistas del ejército nada menos? ¿Por qué iban a ocuparse de esto?
—Porque nosotros no lo haremos y ellos no pueden dejarlo así. Alguien los llamará. No se preocupe, es una de esas pequeñas curiosidades tailandesas.
—¿Cuánto le debo?
—No acepto dinero. Guárdelo para el ejército.
—Mira —dice Lek cuando ya estamos a punto de marcharnos. Yo había dejado desabrochada la camisa del muerto y Lek la está abriendo otra vez—. ¿No es la mariposa más hermosa que has visto nunca? Quiero decir que…, bueno, que es magnífica.
Me detengo a estudiar el tatuaje al que, con las prisas, no había prestado atención. Es cierto, es un trabajo espléndido, con unos colores vivos y delicados al mismo tiempo. Si lo piensas, es una obra maestra menor.
—Yo nunca he visto nada tan bueno —dice Lek.
En el taxi, de camino a la comisaría, atrapados en un inquietante atasco en el cruce de Petburri Road con Soi 39 (al otro lado del cristal: monóxido de carbono rociado de aire), Lek dice:
—¿Sabías que, según el budismo, en los inicios del mundo había tres seres humanos?
—Sí.
—¿Un hombre, una mujer y un katoey?
—Eso es.
—Y todos nosotros hemos sido los tres, una y otra vez, desde hace decenas de miles de años, ¿no?
—Correcto.
—Pero el katoey es siempre el más solitario.
—Ser katoey es una dura parte del ciclo —le digo con toda la delicadeza posible.
—¿Qué es un Trance 808?
—Asesinato, cariño. Viene del número de la documentación estándar de homicidios: T808. En una ocasión Vikorn lo llamó Trance 808 y el nombre cuajó.
Una vez en comisaría, Manny (mide apenas metro y medio de estatura y de tan morena es casi negra, con la intensidad de un escorpión) me ordena en su tono más severo que vaya a ver a Vikorn.
—No lo lleves contigo —dice, sin levantarse de su escritorio y señalando a Lek con un movimiento de la barbilla. Dirigiéndome una mirada elocuente, añade—: El viejo ha estado mirando las fotos de Ravi.
Empalidezco, pero no digo nada.
En el piso de arriba estoy solo, de pie sobre las tablas desnudas de madera a la puerta de su despacho: en respuesta a mi llamada, un ladrido:
—¿Qué?
—Soy yo.
—Entra, joder.
Entro con cautela, por si acaso está blandiendo su pistola por ahí, un complemento habitual de la furia vikórnica. Bueno, en realidad sí que la ha sacado, está encima de su mesa, pero las señales son aún peores. Nuestras miradas se cruzan un único y eterno momento y veo que ha estado poniendo otra vez esas viejas cintas mnemotécnicas, regodeándose. Junto a la pistola hay una botella casi vacía de whisky Mekong y un álbum de fotografías en forma de un gran cubo de plástico que muestran a su hijo Ravi en momentos clave de su corta vida. El cadáver de Ravi domina el montaje.
La historia es fundamental para nuestra mitología, la de toda la gente del Distrito 8. Ninguno de nosotros estaba allí entonces, pero todos hemos vivido cada momento. Unas cuantas instantáneas del álbum de fotos bastarán para tu astuto entendimiento, farang:
Foto 1: Ravi con cero años. Vikorn, marido de cuatro esposas, padre de ocho hijas, sostiene a su único hijo como si sostuviera el sentido de la vida.
Foto 2: Ravi con cinco años, jugando al golf infantil en un exuberante jardín con el coronel loco de cariño.
Foto 3: Ravi con dieciséis años, mostrando los síntomas de ser un caso grave de niño mimado (sonrisita de suficiencia; Rolex de oro; motocicleta Yamaha V-max; una novia hermosa a la que estaba en proceso de destruir con la cocaína, el sexo y el alcohol; el viejo completa el grupo de tres con una radiante sonrisa obscena).
Foto 4: Ravi con poco más de veinte años y vestido con ropa informal de Gucci; de pie frente a su Ferrari color escarlata en la finca rural de Vikorn en Chiang Mai.
Foto 5: Ravi muerto de una herida en el pecho, su camisa está empapada de sangre rosada recién salida de los pulmones.
Los disturbios de mayo de 1992 pillaron a todo el mundo desprevenido. Se suponía que sería simplemente otro golpe militar (hemos tenido trece desde nuestra primera constitución en 1932, nueve de ellos con éxito), pero algo había cambiado en la gente común y corriente. Al general Suchinda, nuestro primer ministro del mes, lo agarró totalmente de sorpresa: los oprimidos estaban «marchando por la democracia». Unas cuantas balas servirían. La orden se dictó desde las altas esferas. Zinna, que por aquel entonces no era más que un coronel, era uno de esos oficiales que creían en lo de predicar con el ejemplo (¿tal vez dudaba que sus hombres dispararan contra su propia gente?). Levantó su propia arma, una enorme pistola, y disparó al tiempo que ordenaba a sus hombres que hicieran lo mismo. Hubo cincuenta muertos en un baño de sangre nada budista. Aquello fue seguido rápidamente por la indignación y la democracia (era eso o la guerra civil), pero Ravi, al parecer, nunca había tenido intención de unirse a la marcha, sencillamente se había visto obligado a abandonar su Ferrari porque los manifestantes bloqueaban la calle y quedó atrapado en medio de su furia (la autopsia reveló que el polvo blanco casi atoraba los conductos nasales de Ravi, había muerto con una botella medio vacía de Johnny Walker Black Label en su mano izquierda y el nivel de alcohol en su sangre muy alto).
En el informe final de la comisión que investigó los disturbios no se hace mención alguna a Ravi, pero todo tailandés sabe lo que pasó por la mente de Zinna cuando seleccionó a su único objetivo. Verás, Ravi tenía todo el aspecto de ser el hijo de un hombre rico, incluso desde lejos. Tal vez Zinna no sabía quién era, pero comprendía muy bien qué era y según todas las normas del feudalismo no tendría que haber disparado. Pero Zinna, un soldado-gánster de movilidad social ascendente, de orígenes humildes y muy resentido, no vio motivo para un tratamiento especial y disparó deliberadamente contra el arrogante, consentido, borracho y drogadicto producto del sistema al que servía. ¿O acaso Zinna reconoció al hijo de su mayor rival? Esto es lo que Vikorn cree firmemente, puesto que Zinna ha comprado su ascenso con los frutos del sustancial tráfico que él mismo realiza. Sólo Zinna sabe lo que le pasó por la cabeza al apretar el gatillo, pero lo cierto es que con un disparo fatal inició una enemistad que durará toda una vida. Una consecuencia inesperada fue la apasionada conversión de Vikorn a la democracia. Se dio cuenta de que el pueblo constituía la única arma lo bastante potente para derrotar al ejército.
En esta guerra ha habido numerosas escaramuzas, pues Zinna no es un adversario desdeñable. Como todos los grandes narradores, Vikorn decidió finalmente que la verdad se expresa mejor a través de la ficción y un día del año pasado hizo que un camión descargara un montón de ladrillos de morfina en las tierras de Zinna, en su guarida rural en Chiang Mai y luego le dio el chivatazo al jefe de la policía local. El escándalo casi hundió al general, pero, con su habitual capacidad de recuperación, éste preparó una enérgica defensa en su consejo de guerra, durante el cual aportó grabaciones en vídeo realizadas por una cámara de seguridad. La película mostraba un camión que llegaba inexplicablemente por un campo, dos jóvenes con botas acordonadas de color negro que desenganchaban la parte trasera y tiraban al suelo todo el contenido de bultos grises en forma de ladrillo. Los primeros planos mostraron que las botas no eran del ejército sino de la policía.
En cuanto se dio cuenta de que Zinna sobreviviría a su juicio, Vikorn inició otra táctica. En lugar de dirigir meticulosa y personalmente la ruina de Zinna, lo que ha hecho es garantizar el ascenso y una recompensa de cien mil dólares al policía del Distrito 8 que trinque por fin al general. Además, ha colocado a un subordinado de confianza a cargo del expediente (si es que se puede llamar así, porque en esta investigación nunca se hace constar nada por escrito) con instrucciones permanentes de trabajar en ello, siempre y cuando no entren casos más apremiantes. En esta ocasión, la elección del subordinado por parte de Vikorn fue extremadamente hábil: ¿cómo adivinó que, enterrada entre mis más secretos envilecimientos estaba la pasión por un ascenso?
—Dejó a la víctima en mi territorio. —Vikorn me lanza una mirada fulminante.
—No es la mejor manera de comportarse en una fiesta.
—No me vengas con tus jodidas impertinencias altaneras de farang.
—Lo siento.
—¿Te das cuenta de lo que esto significa?
—Quizá se me pasan por alto los matices más sutiles.
—Quizá se te pasa por alto todo el jodido tema. ¿Tú vendrías a mi casa y dejarías un zurullo de elefante en mi alfombra persa?
—¿Tu qué?
—El insulto es a este nivel. No pasa de aquí. Nadie, y quiero decir absolutamente nadie, ni siquiera los típicos capullos del ejército, hace esto, es la regla principal, sin ella no tendríamos más que…, más que…
—¿Anarquía?
Me mira, pero no me ve. En este caso lo de la ira ciega no es una metáfora. De pronto se detiene, se dirige hacia su mesa, coge la pistola y la examina con curiosidad, como si no estuviera seguro de los crímenes que el arma está a punto de cometer, tras lo cual vuelve a dejarla con sumo cuidado junto a las fotos. Doy un suspiro de alivio, puesto que ya he visto todo esto antes: el rojo blanco de su furia dominada, de forma lenta pero segura, por una determinación hercúlea a utilizar su gran intelecto con el propósito de fastidiar. Vuelve a mirarme con unos ojos un tanto vidriosos todavía, pero más brillantes.
—Sí, la anarquía. ¿De verdad creen los farang que nuestra sociedad podría sobrevivir un solo minuto sin normas? El hecho de que no sigamos las que están escritas no nos convierte en unos vagos tercermundistas. Ningún jao por deja tirada a una víctima en el territorio de otro jao por, eso no ocurre, nos devolvería a la Edad de Piedra.
—Entiendo.
—Bien. Lo entiendes. Bueno, pues eso es lo único que importa, ¿no? En todo el jodido universo lo que de verdad hace que las estrellas brillen y que los planetas orbiten es si Sonchai Jitpleecheep lo entiende o no.
—No quería…
—¿Qué es lo que no querías? Estás a cargo del expediente X, se suponía que tenías que protegerme de esto.
—¿Cómo? Nunca dijiste nada de protegerte de las provocaciones de Zinna, lo que dijiste fue que estuviéramos atentos a cualquier oportunidad.
Un grito:
—¿No te das cuenta de que tengo que responder? ¿Y que tiene que ser peor que lo que él me ha hecho a mí?
Me contengo para no decir: «No es un punto de vista muy budista».
Tiene el pecho palpitante, pero recupera el control de sí mismo:
—Ríndeme un informe, ¿cuántas detenciones importantes por asuntos de drogas ha habido desde que Zinna se libró?
—Solamente dos. Ambos fueron intentos de exportar a Europa.
—¿Y?
—El primero era un peón sin importancia, un correo. Se declara culpable. No existe una conexión evidente con Zinna, era heroína, no morfina.
—¿Y el otro?
Me mira, lo cual me provoca un enorme gruñido de las tripas.
—Lo siento, me olvidé de investigarlo.
—¿Cómo dices?
—Me distraje. Lo trajeron hace unos días, parece un peso pesado, pero nos concentramos en el farang que Chanya se cargó y luego hice ese viaje al sur.
Me fulmina con la mirada:
—¿Todavía tenemos la mierda?
—La tienen los chicos del forense.
—¿Es morfina o heroína?
—Parece morfina.
Gritando:
—¡Haz lo que haga falta! ¡Quiero saber de dónde provenía esa morfina! Sé que después del consejo de guerra se llevó mi droga del ejército.
Salgo haciendo un elevado wai:
—Sí, señor.
Estoy en el pasillo reparando a toda prisa mi psique tras la arremetida vikórnica. Tómatelo de esta forma: para adivinar cuál será la próxima actuación de Zinna, el coronel simplemente tiene que consultar su propia psicología. Si fuera Zinna el que dejara cien kilos de morfina en el territorio de Vikorn, ¿qué hubiera hecho éste? ¿Acaso oigo: «vender la droga, sin duda»? En el supuesto (una vez dicho todo, no era probable) de que Zinna encontrara la manera de eludir la trampa para incriminarlo, ¿dejaría pasar el general la oportunidad de sacar unos veinte millones de dólares del producto que su archienemigo tan generosamente le ha proporcionado sin ningún coste, gratis y por nada? ¿Los toros heridos cargan contra los trapos rojos?
De vuelta en mi mesa la primera llamada que hago es al sargento Ruamsantiah.
—El farang de la morfina de la semana pasada, ¿cómo se llamaba?
—Buckle. Charles, pero se hace llamar Chaz.
—El coronel se está tomando mucho interés en el caso.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque es morfina. ¿Cuántas veces vemos morfina actualmente?
—Rara vez. La sintetizan en heroína antes de que salga del triángulo dorado.
—Exactamente.
Un momento de silencio y entonces:
—¡Anda! ¡Vaya con el viejo cabrón astuto de Vikorn! Él sabía que Zinna podría salir airoso de la investigación, convencer a sus amigos del ejército para que le vendieran la droga confiscada y exportarla, ¿verdad? De modo que ahora Zinna tiene que quitarse de encima más de cien kilogramos de morfina a toda prisa antes de que alguien tome medidas en su contra. Todos los laboratorios de heroína están inconvenientemente situados en el norte, por lo que no va a tener tiempo de sintetizarla.
Yo no digo nada.
—De modo que cualquier persona que atrapemos con morfina en estos momentos tiene más probabilidades que nunca de tratarse de un correo de Zinna, ¿no?
—Correcto.
—Asombroso. A mí nunca se me hubiera ocurrido —una pausa—. Es tal como dicen: con el coronel, a lo que uno tiene que estar atento es a los planes B.
—En eso tienes razón.
Ahora era todo entusiasmo, y pequeñas burbujas de vivacidad salpicaban sus palabras:
—Iré a ver a Buckle yo mismo, está abajo en las celdas. Te llamo en cinco minutos.
—Estupendo.
Mientras esperamos al bueno del sargento, farang, deja que vuelva a la detención de Buckle contigo. Sucedió más o menos un día antes de que Chanya matara a Mitch Turner.