Capítulo 11

Llevo puestos los auriculares y voy escuchando Rod Tit FM al tiempo que me pregunto qué hacer sobre el noble imán y su hijo. Tengo en la mente llamar a Vikorn, que se ha ido en avión a su mansión de Chiang Mai para pasar unos días. Trasfondo: para estar con su cuarta mia noi, o esposa menor, una joven llena de vida que no aguanta ninguna tontería del gánster y que tampoco tolerará a sus hijos, una revolucionaria forma de amotinamiento con la que Vikorn nunca había tenido que enfrentarse antes. Mi mente pasa a Pisit, que está charlando en mi oído sobre lo supersticiosos que seguimos siendo los tailandeses. Está descargando su ira en un moordu, un vidente y astrólogo profesional al que, sin lugar a dudas, Pisit desprecia.

PISIT Mire la tendencia actual de comprar predicciones de la lotería.

VIDENTE ¿Sí?

PISIT Quiero decir que es patético. Los tailandeses están gastando más dinero en esos pequeños panfletos que se ven en todos los quioscos que el que gastamos en pornografía.

VIDENTE ¿Quiere decir con eso que la pornografía sería una superstición superior?

PISIT Lo que quiero decir es que la pornografía no es en absoluto una superstición. En otros países los quioscos ganan dinero con la lujuria honesta, no con supercherías medievales. ¿Tiene alguna aportación que hacer en cuanto a estas predicciones?

VIDENTE No, no estoy cualificado para ello.

PISIT ¡Vaya! ¿De modo que hay una rama de su profesión especialmente cualificada para predecir los números ganadores de la lotería de la semana próxima?

VIDENTE Podría decirlo así.

PISIT ¿Y podría decirnos cuál es el porcentaje de éxito?

VIDENTE Depende. Algunos tienen un alto nivel de aciertos, pueden mejorar la suerte de una persona hasta un cincuenta por ciento.

PISIT ¿Sólo con que alguien como usted mire una bola de cristal?

VIDENTE No exactamente. Verá, hay quien paga un soborno al operador de lotería y luego saca un beneficio vendiendo la información a los panfletistas. Tienen que fingir que son supercherías, como dice usted, y atenuar el porcentaje de aciertos o alguien sospecharía. No es tan arriesgado como sobornar a un operador y luego ganar la lotería directamente. A la gente, de ese modo, la pillan.

Finalmente me armo de valor para llamar a Vikorn, que detesta tener que ocuparse de negocios cuando está en su refugio de Chiang Mai. Sin embargo, me escucha y le noto la voz temblorosa cuando dice:

—¿Nusee Jaema está metido en esto? ¿Estás seguro?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Por supuesto. Es la principal influencia moderada allí abajo. Montó una red que dirige su hijo. Está caminando por la cuerda floja. Si coopera con nosotros, puede que su gente lo vea como a un traidor. Si no, puede que lo consideren un militante.

—¿Qué clase de red?

—Información. Será mejor que vayas, a ver qué puedes averiguar.

Al parecer no hay más remedio que hacer un viaje al sur, una zona sumida en la ignorancia. No obstante, a la mañana siguiente, en el bar, me trastorna un correo electrónico en la pantalla del ordenador, y no es la primera vez:

Michael James Smith, nacido en Queens, ciudad de Nueva York, número de la Seguridad Social: 873 97 4506; profesión: abogado; estado civil: divorciado (cinco veces); hijos: tres; situación económica: adinerada; historial delictivo: ninguno, evitó con éxito una condena por abuso de sustancias unas cuantas veces contratando a un abogado caro. Servicio militar: se alistó para la guerra de Indochina, 1969-1970, rango de comandante; sirvió con honores (Estrella de Bronce y Corazón Púrpura); se cree que ha asistido al programa detox para alcohólicos durante los meses de marzo y abril de 1988; miembro activo de los Veteranos Contra la Guerra.

El correo electrónico proviene de una tal Kimberley Jones, una agente especial del FBI que trabajó conmigo en el caso de la cobra. La recompensa kármica que sigo disfrutando por haberme negado a dormir con ella a pesar de una campaña de amenazas, sobornos, engatusamientos y berrinches por su parte es que se ha convertido en una amiga para toda la vida (el precio kármico es que todavía no ha cejado en su empeño; este mensaje en concreto es único en el sentido de que carece totalmente de insinuaciones sexuales, de declaraciones de eterna lujuria o de la furia legendaria de una mujer desdeñada). Ahora estoy en inestimable deuda con ella porque ha adoptado las costumbres tailandesas hasta el punto de anteponer los sentimientos personales a las obligaciones abstractas y de utilizar de manera ilegal la base de datos del FBI para obtener estos valiosos detalles sobre Michael James Smith, abogado, veterano de la guerra del Vietnam, antiguo cliente de prostitutas tailandesas (al menos en una ocasión) y padre de cuatro hijos como mínimo, no tres. Mi móvil suena en el preciso momento en que estoy mirando la pantalla.

—¿Lo has recibido?

—Sí.

—Lo estás leyendo ahora mismo, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo sabías?

—Intuición amorosa. ¿Cómo te sientes?

—Aterrorizado.

—¿Vas a ponerte en contacto con él?

—No lo sé.

—¿Vas a decírselo a tu madre?

—No lo sé.

—¿Quieres decir que me he tomado todas estas molestias y he arriesgado mi carrera sólo para que tú puedas hacerte el tailandés y pensar en ello durante las próximas tres vidas?

—Quiero darte las gracias. Has hecho algo que nadie más podría haber hecho.

—Agradécemelo con tu cuerpo la próxima vez que vaya por ahí.

—De acuerdo.

Silencio.

—¿Eso ha sido un sí?

—Sí. ¿Cómo podría negarme?

—Pero en realidad no quieres hacerlo, ¿verdad?

—No seas tan farang. Te lo debo, te pagaré y tú disfrutarás.

En un susurro:

—¿Prometido?

—Prometido.

—¿Tienes idea de lo caliente que me está poniendo esto? ¿Ahora cómo voy a volver a dormir?

—Gracias.

—Voy a colgar, Sonchai. Esto me está afectando a la cabeza, no sé cómo.

—Puedes decir corazón si quieres.

—Sí. De acuerdo. El corazón. Ya lo he dicho. Adiós.

Cuelga. Ahora vuelvo a estar solo con Michael James Smith, el superhombre que llegó de la guerra una noche estupenda para encontrarse con que el destino lo aguardaba al otro lado de una barra en Pat Pong. El hombre al que mitifiqué antes de saber su nombre. El bastardo de quien soy bastardo.

Me impresiona que su verdadero nombre sea Mike Smith. Se lo saqué a mi madre después de tres décadas de camelarla y suplicarle, pero estaba convencido de que mentía. Lo único que tenía Kimberley Jones como punto de partida era el nombre, el dato del Vietnam y la edad aproximada, así como la probabilidad de que se hubiera convertido en abogado y hubiese nacido en Queens. Nunca le pedí que lo hiciera. Debió de habérselo pensado durante meses antes de comprometerse. Supongo que eso significa mucho en la tierra de los farang, ¿no?

¿Qué hacer con él? Mientras reflexiono sobre esta pregunta que constituye el mayor de los retos, veo que he recibido un nuevo correo electrónico. Cuando lo compruebo veo que vuelve a ser de Kimberley:

Se podría decir que entonces me desconcertaste. Supongo que en realidad no me había planteado detenidamente lo que debía significar para ti. Te estaba ocultando una cosa, pero me imagino que si vamos a ser amantes tendré que compartirla contigo. Ten cuidado en cómo la utilizas e intenta borrar el rastro: mikesmith@GravelSpearsandBailey.com.

¡Ah, la inmediatez de las comunicaciones modernas! Creo que hubiera preferido la época de los barcos de vela, cuando las cartas tardaban meses en viajar de un continente a otro y uno podía haber muerto fácilmente de cólera o de insolación antes de saber cómo había tratado su corazón el correspondiente del otro lado del mundo. Pero al fin y al cabo estamos en el siglo XXI y en Babilonia uno tiene que hacer lo que hagan los babilonios. Un par de clics hacen aparecer nuestro anuncio oficial del Old Man’s Club. Añado una única línea: «Saludos de Nong Jitpleecheep y de tu hijo Sonchai, que te quiere», antes de mandárselo rápidamente a Superman, alias mi padre biológico. Supongo que es la clase de mensaje de primera hora de la mañana que quiere recibir todo hombre de mediana edad con esa clase de trapos sucios que ocultar, ¿no? Nunca tendremos noticias de él, ¿verdad?

Llamo a mi madre y le explico lo del correo electrónico de Kimberley, reservándome de momento el hecho de que he dado el paso irrevocable de mandarle un mensaje.

Un largo silencio. En un susurro:

—¿De verdad consiguió esos detalles del FBI?

—Sí.

—Han pasado treinta y tres años, Sonchai. No sé si puedo con esto. —Un sonido amortiguado que podría haber sido cualquier cosa… No será un sollozo incontrolado, ¿no? Pero cuelga inmediatamente, lo cual no es propio de ella, en absoluto.

Ahora vuelvo a estar solo con él. Héroe y consumidor de sustancias, abogado de éxito, pésimo esposo, padre ausente (al menos en mi caso). ¿Alma perdida?

Otra vez está sonando mi móvil.

—¿Te importaría decirme qué piensas hacer?

Confieso que le he mandado a Superman su versión cibernética de ¡Hola marinero!, con nuestro apellido adjunto. Un grito ahogado.

—¿Has perdido tu tortuga mágica? Al menos podrías haberlo discutido conmigo, Sonchai. ¿Es que no tienes ningún respeto?

—Es mi padre.

Vuelve a colgar. Me encojo de hombros. Cuando llamo a la Bangkok Airways me dicen que hay nueve vuelos diarios a Hat Yai y sólo dos semanales a Songai Kolok. Hago una reserva en el próximo vuelo a Hat Yai.