Capítulo 1
—Matar a los clientes no es bueno para el negocio.
El tono de mi madre, Nong, refleja la decepción que todos sentimos cuando una de las empleadas más brillantes empieza a ir por mal camino. ¿No se puede hacer nada? ¿Tendremos que dejar escapar a la querida Chanya? La cuestión sólo la puede decidir Vikorn, el coronel de la policía, que posee la mayoría de las acciones del Old Man’s Club y que viene de camino en su Bentley.
—No —coincido yo. Al igual que los de mi madre, mis ojos no pueden dejar de parpadear mientras miran hacia el otro extremo del bar vacío, hacia el taburete donde está el ligero vestido de Chanya (la seda justa para tapar los pezones y el culo), arrugado y chorreando. Bueno, el goteo era leve y más o menos ya ha dejado de chorrear (una mancha de color rojo ladrillo en el suelo que se vuelve negra al secarse), pero en más de una década como detective de la policía nunca he visto una prenda tan empapada de sangre. El sujetador de Chanya, que también está horriblemente salpicado, está en mitad de las escaleras, mientras que sus bragas —la otra prenda que llevaba— se hallan abandonadas en el suelo, frente a la habitación del piso de arriba donde ella se había refugiado con una pipa de opio, lo cual era una excentricidad incluso para una puta tailandesa.
—¿No dijo nada de nada? ¿Como «por qué», por ejemplo?
—No, ya te lo he dicho. Entró por la puerta como una exhalación, hecha un asco y con una pipa de opio en la mano, me fulminó con la mirada y dijo: «Me lo he cargado», se arrancó el vestido y desapareció escaleras arriba. Por suerte, en aquellos momentos sólo había un par de farang en el bar y las chicas estuvieron fantásticas. Se limitaron a decir: «Oh, Chanya es así a veces», y los condujeron amablemente hacia la salida. Yo tuve que quitarle importancia al asunto, claro, y cuando llegué a su habitación ella ya estaba colocada.
—¿Qué dijiste que dijo ella?
—Estaba flipando con el opio, totalmente delirante. Cuando empezó a hablarle al Buda, salí para llamaros a ti y al coronel. En ese punto no sabía si de verdad lo había matado o si había tomado yaa baa o algo así y estaba alucinando.
Pero se lo había cargado, ya lo creo. Me dirigí andando al hotel del farang que se encuentra tan sólo a un par de calles de Soi Cowboy, mostré mi identificación de la policía para que me dieran la llave de su habitación y allí estaba, un grande y musculoso farang norteamericano de poco más de treinta años, desnudo, sin pene y con un montón de sangre que provenía de una enorme herida de cuchillo que empezaba en su bajo vientre y terminaba poco antes de llegar al tórax. Chanya, una tailandesa fundamentalmente decente y ordenada, había colocado el pene en la mesita de noche. En el otro extremo de la mesita había una sola rosa en un tarro de plástico con agua.
No había más remedio que asegurar la habitación a efectos de la investigación forense, dejar un jugoso soborno para el recepcionista del hotel, que ahora está más o menos obligado a decir lo que yo le diga (es el procedimiento habitual a las órdenes de mi coronel Vikorn del Distrito 8), y esperar nuevas instrucciones. Vikorn, por supuesto, estaba de juerga en uno de sus clubes, probablemente rodeado de jóvenes desnudas que lo adoraban, o que sabían aparentarlo, y no estaba de humor para que lo arrastraran a la escena de un crimen, no lo convencí hasta que penetré lo suficiente en su borracha mollera y le expliqué que el asunto que tenía entre manos no era una investigación propiamente, sino que se trataba de esa otra tarea forense infinitamente más desafiante que con tanta ligereza se denomina «tapadera». Ni siquiera entonces dio muestras de querer moverse de donde estaba, hasta que comprendió que Chanya era la perpetradora, no la víctima.
—¿Dónde diablos consiguió el opio? —quiere saber mi madre—. No ha habido opio en Krung Thep desde que yo era una adolescente.
Por su mirada sé que está pensando con cariño en la guerra del Vietnam, cuando ella misma era una chica del gremio en Bangkok y muchos de los soldados traían pequeñas bolas de opio de la zona de guerra (uno de los cuales era mi casi anónimo padre, de quien hablaré más adelante). Un hombre bajo los efectos del opio es prácticamente impotente —cosa que reduce mucho el desgaste natural del activo de una profesional— y no está muy dispuesto a discutir sobre el sistema de honorarios. Nong y sus colegas siempre mostraban un interés especial por cualquier militar norteamericano que susurrara que tenía un poco de opio en su hotel. Al ser unas budistas devotas, claro está, las chicas nunca utilizaban la droga ellas mismas, sino que animaban al cliente a que se colocara como un desaforado, tras lo cual le sacaban de la cartera los honorarios pactados, más una propina tirando a generosa que reflejara el riesgo inherente en la asociación con toxicómanos, más el dinero para el taxi. Después volvían al trabajo. Para Nong la integridad siempre ha sido un concepto importante, por ese motivo está tan disgustada por lo de Chanya.
Ambos sabemos que el coronel llega en su limusina, porque su maldita cortina musical, La cabalgata de las Valkirias, resuena del estéreo cuando se acerca su coche. Me dirijo a la entrada y observo mientras su chófer abre la puerta trasera y más o menos lo arranca del vehículo (una bonita cazadora deportiva de cachemir de Zegna, de color beis y un tanto arrugada, pantalones de Eddy Monetti de la Via Condotti en Roma y sus habituales gafas de sol Wayfarer).
El conductor se acerca a mí tambaleándose y con el brazo de Vikorn por encima del hombro.
—La jodida noche del jodido sábado —se queja el chófer al tiempo que me lanza una mirada iracunda, como si todo fuera culpa mía (en el Distrito 8 preferimos no investigar las noches del sábado, ni siquiera los delitos más importantes). El camino budista se puede parecer mucho al cristiano en el sentido de que con frecuencia te echan sobre los hombros el karma de los demás, salido de la nada.
—Ya lo sé —le digo al tiempo que me aparto para dejarlo pasar y Vikorn, que ahora lleva las gafas a la moda, colocadas sobre el nacimiento del pelo aunque ligeramente torcidas, también me fulmina con la mirada y con sus ojos vidriosos.
A lo largo de la pared trasera del club hay unos reservados pequeños con bancos acolchados, el conductor deja a Vikorn en uno de ellos mientras yo voy a buscar un poco de agua mineral a la nevera y se la doy a mi coronel, el cual vacía la botella de unos pocos tragos. Observo con alivio que la astucia de roedor vuelve a esos ojos sinceros que no parpadean. Le vuelvo a contar la historia, con unas cuantas exclamaciones centradas en el aspecto comercial por parte de mi madre («nos hace ganar más dinero en un mes que todas las otras chicas juntas»), y me doy cuenta de que ya tiene un plan para maximizar el radio de acción si las cosas se ponen difíciles.
Al cabo de diez minutos ya está casi sobrio, le dice al chófer que desaparezca con la limusina (no quiere que se sepa que está aquí) y me mira fijamente.
—Bueno, subamos a tomarle declaración. Trae un tampón y unas cuantas hojas de A4.
Encuentro el tampón que utilizamos para el sello de nuestro negocio (The Old Man’s - Club Rods of Iron) y unas cuantas hojas de papel del fax que Nong instaló para nuestros pocos clientes extranjeros que no tienen correo electrónico (lo intentamos con hooker.com y otros nombres de dominio similares, pero ya no había ninguno disponible, incluido oldman.com y whore.org que, por supuesto, ya estaba siendo utilizado desde los albores del ciberespacio, de modo que tuvimos que conformarnos con ocroi.com). Lo sigo hacia el otro extremo del bar. Se queda observando el vestido de Chanya en el taburete y luego me mira de reojo.
—Versace.
—¿Auténtico o falso?
Lo levanto con cuidado, notando el peso de la sangre que ha absorbido.
—No está claro.
Gruñe de un modo muy parecido a como solía hacerlo Maigret, como si asimilara una pista demasiado sutil para mi comprensión y seguimos adelante escaleras arriba, pasando junto al sujetador sin hacer ningún comentario. En la puerta de la habitación recojo las bragas del suelo (casi no pesan y al parecer no tienen manchas de sangre; más que una prenda íntima propiamente dicha es un juguete sexual, mientras que la pieza trasera no es más que un cordón que divide las dos nalgas. De momento las cuelgo de un cable eléctrico suelto). Chanya estaba demasiado colocada para cerrar la puerta y cuando entramos nos bendice con una sonrisa extasiada, de esa boca formidablemente hermosa, antes de volver al cielo de Buda al que haya escapado, sea cual sea.
Está estirada en la cama, completamente desnuda, con las piernas dobladas y las rodillas en jarras, sus pechos llenos y firmes apuntando al techo (un exquisito delfín azul salta por encima de su pezón izquierdo) y su larga cabellera brillando como una reciente pincelada de pintura negra en la almohada blanca. Se ha afeitado el vello púbico excepto por la finísima y afiligranada línea negra que parece conducir a su clítoris, tal vez a modo de indicación para los farang borrachos y torpes. La pipa de opio, un clásico de casi un metro de caña de bambú con la cazoleta a un tercio de la base del tubo, está a su lado. El coronel olisquea y sonríe; al igual que ocurre con mi madre, el aroma dulzón de la resina de adormidera quemada le trae agradables recuerdos, aunque en un orden de cosas radicalmente distinto (solía comerciar con él en Laos en la época dorada de los B52). La habitación es muy pequeña y apenas cabemos los tres cuando traigo dos sillas y coloco una a cada lado de la cama. La diosa del sexo que está entre nosotros empieza a roncar mientras Vikorn dicta la declaración de Chanya:
—El farang ya había estado bebiendo antes de entrar en mi club. Me llamó para que me acercara a su mesa y se ofreció a pagarme una bebida. Yo acepté una coca-cola mientras que él se tomaba…, esto…, veamos…, casi una botella entera de whisky. No tenía aspecto de que le sentara muy bien el alcohol y parecía confundido y desorientado. Cuando se ofreció a pagar mi tarifa en el bar y llevarme de vuelta a su hotel, le dije que estaba demasiado borracho, pero él insistió y mi papasan, un tal Sonchai Jitpleecheep, me pidió como favor especial que fuera con el farang, que era muy grande y musculoso y era probable que causara problemas si no lo hacía.
—Gracias —digo yo.
—Me pareció un hombre con muchos problemas y hablaba de las mujeres de una manera bastante insultante, sobre todo de las norteamericanas a las que llamaba «chochos». Creo que quizá tuviera una relación que había ido muy mal y que lo dejó con un fuerte resentimiento hacia todas las mujeres, aunque afirmaba que las asiáticas le gustaban porque eran mucho más amables y dulces que las mujeres farang, y más femeninas. Al llegar a su habitación le sugerí que tal vez estuviera demasiado borracho para hacer el amor y que sería mejor que yo regresara a mi club. Incluso me ofrecí a devolverle la tarifa, pero se enfadó, dijo que podía follar toda la noche y me empujó hacia dentro de la habitación. Me ordenó que me desnudara y lo hice. Entonces ya estaba muy asustada porque había visto un cuchillo grande… «¿Tenemos el arma del crimen?»
—De hecho es un cuchillo largo que parece militar, de acero macizo con una hoja de unos treinta centímetros. Lo he dejado en la habitación del hotel, de momento.
—Una enorme arma de tipo militar encima de una mesita de noche. Empezó a decirme lo que haría con mi cuerpo si no complacía sus deseos. Se desnudó y me arrojó a la cama, pero por lo visto no podía tener una erección. Empezó a masturbarse para que se le pusiera dura y entonces me hizo dar la vuelta y quedarme boca abajo. Fue entonces cuando me di cuenta de que pretendía sodomizarme. Le rogué que no lo hiciera porque yo nunca hago esa clase de cosas y porque su miembro era tan grande que estaba segura de que me haría daño. Pero él insistió, sin utilizar condón ni ningún lubricante, y el dolor fue tan grande que empecé a gritar. Él se enfadó mucho y agarró una almohada para ahogar mis gritos, con lo cual se me fue la cabeza completamente porque estaba segura de que iba a matarme. Por suerte pude coger el cuchillo que blandí a mi espalda mientras él todavía estaba dentro de mí. Parece ser que le corté el pene por casualidad. Al principio se quedó ahí de pie, conmocionado, incapaz de creer lo que había ocurrido. Se quedó mirando su pene que estaba en el suelo cerca de la cama (saltó de mi interior y debió de caerse cuando él se irguió), profirió un chillido salvaje y se arrojó encima de mí. Yo me había dado la vuelta y por desgracia todavía sujetaba el cuchillo con las dos manos en posición vertical, con lo que penetró en su bajo abdomen cuando cayó sobre mí. Sus forcejeos no hicieron más que agrandar la herida. Hice lo que pude por salvarle la vida, pero tardé un poco en quitármelo de encima porque pesaba mucho. Estaba demasiado horrorizada para llamar a la policía, hasta que me di cuenta de que estaba muerto y entonces ya era demasiado tarde. Lo único que pude hacer para mostrar respeto fue recoger el pene y ponerlo en la mesita de noche. Mi vestido y mi sujetador estaban en la cama y quedaron empapados de sangre. Tuve que ponérmelos para poder salir de la habitación. Cuando regresé al bar, me despojé de la ropa y subí corriendo a los reservados, me tomé un potente tranquilizante y perdí el sentido.
»Esta declaración ha sido tomada por el coronel de policía Vikorn y el detective Jitpleecheep de la Real Policía Tailandesa, Distrito 8, en plena posesión de mis facultades. A mi leal saber y entender es cierta, y para dar testimonio de ello estampo al pie la huella dactilar de mi pulgar derecho.
Destapo el tampón, le paso el pulgar por la tinta y luego lo pongo en la parte inferior del papel. Vikorn, un profesional consumado, ha terminado hábilmente su informe sin necesidad de una segunda página.
—¿Me he dejado algo?
—No —respondo, impresionado. La declaración ha sido un magistral mosaico de varias historias habituales del gremio, ingeniosamente entrelazadas y con gran economía en el lenguaje. Y lo que aún es más sorprendente, en un policía que hace poco alarde de su erudición legal, ha sentado las bases para una defensa irrefutable a una acusación de asesinato o incluso de homicidio sin premeditación: ella únicamente hizo uso de la fuerza necesaria para salvar su vida, no asestó el golpe mortal, cuando se dio cuenta de la gravedad de la herida intentó salvarle la vida sin éxito y expresó respeto y pesar mediante el sensible hecho de colocar el miembro cercenado en una posición de honor. El clásico odio del farang muerto hacia el sexo opuesto, surgido a raíz de una amarga experiencia personal con sus propias compatriotas, explica su agresión y sus preferencias sexuales—. Creo que lo has cubierto todo.
—Bien. Dale una copia cuando se despierte y asegúrate de que se la aprende de memoria. Si quiere cambiar alguna cosa, dile que no puede hacerlo.
—¿Quieres visitar la escena del crimen?
—La verdad es que no. De todas formas no fue un crimen, de modo que no predispongas a la justicia llamándolo así. La defensa propia no es ilegal, sobre todo cuando se trata de una mujer un sábado por la noche en Krung Thep.
—Aun así, creo que sería mejor que vinieras —le digo. Él lanza un gruñido de irritación, pero se pone de pie de todos modos y hace un brusco gesto con la barbilla en dirección a la calle.