Capítulo 13
En el vuelo hacia el sur profundo me siento al lado de dos jóvenes turistas sexuales que se estaban riendo de una historia muy vieja y trillada:
—De modo que pagué su tarifa en el bar y me la llevé a mi habitación para toda la noche, y cuando fui a utilizar el baño por la mañana, no te lo vas a creer, ella se había puesto en cuclillas en el asiento, había marcas de pies por todas partes.
Esta historia en particular siempre me molesta. Sin embargo, creo que ilustra la laguna cultural, no porque las chicas estén acostumbradas a acuclillarse, sino porque los occidentales lo encuentran muy trascendente e impresionante. Supongo que el inodoro está justo en el centro de la mente farang, lo mismo que Buda en la nuestra, ¿no? Me temo que no puedo resistirme a intervenir.
—Un estudio reciente demuestra que la gente que se pone en cuclillas rara vez sufre cáncer de colon —le digo al joven que está a mi lado (pañuelo en la cabeza, pendiente en la nariz, pantalones de caminar tres cuartos y camiseta).
Una mirada socarrona:
—¿Eso es cierto?
—Sí, pronto vosotros también os acuclillaréis ahí encima. Costará un poco que se imponga, habrá letrinas públicas, todos tendrán que ir a clases, saldrán libros de autoayuda con ilustraciones, los presentadores de los programas de entrevistas demostrarán cómo se hace, se destinarán misioneros a otros países.
—¿Qué?
¿Acaso la educación universal no es algo maravilloso? Me doy la vuelta para mirar por la ventana a unas ingrávidas nubes abullonadas y sigo irritado, hasta que recuerdo al venerable Monsieur Truffaut, que contrató a mi madre durante unos pocos meses en París cuando yo era joven. Hasta en su apartamento del cinquième arrondissment había una letrina. Mi madre siempre lo respetó por eso, a él y a los franceses. La verdad es que tanto mi madre como yo preferimos acuclillarnos. Por cierto, ninguno de nosotros ha sufrido nunca de ningún tipo de afección intestinal, farang.
En Hat Yai cojo un taxi para que me lleve a la estación del ferrocarril.
Tren: Creo que nuestro material rodante debimos de comprárselo a los británicos en el día de la cosecha del Imperio; me imagino a un eduardiano con vestido de estambre en algún lugar de la región central de Inglaterra (Midlands) calculando que si excluía la tapicería podía encajar a un nativo más por asiento. Al cabo de una hora los listones se me han quedado marcados en el trasero, que estoy seguro de que debe de parecer un rastrillo de críquet.
Paisaje: Pequeños pájaros negros con forma de violín cantan al unísono en los cables telefónicos, un búfalo de color gris plateado y larga cornamenta anda dando tumbos por un campo, unos chiquillos desnudos juegan en un arroyo, la hierba es del mismo color verde que el de una mesa de juego, en los campos inundados los primeros brotes frágiles de la segunda cosecha de arroz de este año; todo se distorsiona con el calor. Se podría decir que el paisaje cambia de manera espectacular desde Hat Yai hasta el sur, aunque no por razones geográficas. De golpe y porrazo las mujeres que trabajan los campos van vestidas con pañuelos de cabeza islámicos y faldas largas. Muchas de ellas van de negro de pies a cabeza. No está en la naturaleza de nuestras mujeres cubrir sus rostros o fingir mojigatería, pero la afirmación es inequívoca: éste es otro país. Los hombres también llevan tocados islámicos, o los casquetes que tanto se parecen a los de sus hermanos hebreos, o unas cosas con forma de maceta que se ciñen a los lados de sus cabezas. Es última hora de la tarde, justo antes de la puesta de sol, y los gritos de los almuédanos invisibles llamando a los fieles a las invisibles mezquitas rondan por todo el creciente anochecer. El miedo se asienta en mi hombro para un largo trayecto. Allí abajo puede pasar cualquier cosa.
Cuando el tren llega a Songai Kolok ya es de noche y mi instinto me dice que eche un vistazo a la ciudad antes de ponerme en contacto con Mustafá.
En la calle principal da la impresión de que un edificio sí, otro no, es algún tipo de alojamiento de alquiler. Le doy vueltas a la idea de utilizar uno de los más sórdidos, por los viejos tiempos (podría escribir una enciclopedia de los antros en los que hemos estado mi madre y yo en el extranjero, cuando cambiaba de un cliente a otro), pero finalmente no me decido. Al fin y al cabo tendré un guía musulmán al que alimentarle el ego, de modo que opto por lo que parece el lugar más grande y mejor. Se llama El Palacio de Misericordia, en tailandés, malasio e inglés, y se las arregla para ser al mismo tiempo grande, caro, deslucido, sórdido y excesivamente iluminado. En la recepción me dan toallas, jabón y tres condones. Bueno, no puedes decir que no se tomen en serio lo del VIH.
Al cabo de media hora me he duchado y me he cambiado de ropa (zapatos negros que no son de marca, pantalones negros y camisa blanca como siempre); paseo por la ciudad y empiezo a hacerme una idea. Lo que más me gusta es la comisaría de policía. Es un edificio grande, majestuoso incluso, cuyo perímetro está rodeado por un muro que por la parte exterior tiene quizás unas trescientas pequeñas chozas de bambú apoyadas contra él y una o dos chicas en cada choza. Las chozas no son burdeles, claro está, son demasiado pequeñas para eso. Fingen vender comida y bebida y algunos de ellos cuentan incluso con unos pequeños frigoríficos con cerveza, pero no cabe duda de lo que se persigue con esto.
Normalmente las chicas no son musulmanas del lugar, suelen ser budistas de toda Tailandia, sobre todo del norte pobre, que han decidido especializarse en este espacio del mercado. No pagan tan bien como en el mercado farang de Bangkok, ni mucho menos, pero es mucho más fiable. La mayoría de los días laborables y todos los fines de semana, grandes reservas de piadosos jóvenes musulmanes de Malasia cruzan la frontera hasta aquí y dejan la piedad al otro lado. Acuden en caros 4x4, en baratas motocicletas Honda, en autobuses o en minibuses. Incluso hay quien viene en bicicleta. Algunos vienen a pie. Ahora mismo, por ejemplo, la ciudad está plagada de ellos. Todas las chicas han aprendido malayo y el ringit es una moneda aceptada. Hay jóvenes de pie o sentados en todas las chozas, ronroneando mientras las chicas los cautivan. En cierto sentido pueden ser mucho más civilizados que los farang. No vienen solamente a echar un polvo, ellos quieren la orgía entera, incluido el alcohol y una enorme y cavernosa discoteca con karaoke. El sexo viene al final de la noche, siempre y cuando estén todavía lo bastante sobrios.
Con mi ojo profesional descubro a una belleza que posee una elegancia que por norma general no ves fuera de Krung Thep. Ella me examina con un parpadeo casi imperceptible para alguien que no sea un profesional, ve mi estilo de vestir tailandés y me descarta como posibilidad. El hecho de que una mujer como ella esté trabajando aquí dice muchas cosas. Aunque tal vez no diga tanto como la comisaría de policía. Nadie que esté familiarizado con Asia puede dudar que los policías les cobran alquiler a las chicas para utilizar la pared del perímetro y colocar allí sus chozas.
Mientras camino, mi orientación adquiere una precisión mayor que nunca. El comercio de la carne está por todas partes, es la economía de esta ciudad, realmente no hay nada más. Pienso en Mustafá: ¡qué afrenta debe de suponer para él, qué tortura para su alma pura caminar por esta ciudad día tras día! En todos los vestíbulos de hotel, en todas las cafeterías, restaurantes y esquinas de las calles se apiñan las mujeres de entre veinte y treinta años de edad. Normalmente no se fijan en mí, pues las han acostumbrado a que se especialicen en malayos, pero da la impresión de que a la mayoría se las podría persuadir, en caso de que flaqueara. No es precisamente un semillero del fanatismo islámico: creo que a cualquier predicador de Al Qaeda lo echarían de la ciudad a carcajada limpia. Ni el mismísimo Mahoma podría incitar a estos muchachos locales a una jihad: ellos ya están en el cielo islámico.
Intento pensar en el farang Mitch Turner rondando por aquí mes tras mes. Bueno, por lo visto salió corriendo hacia Soi Cowboy al menos una vez. Entiendo por qué. Dejando de lado la prostitución, ésta es una ciudad pequeña y claustrofóbica.
Por el rabillo del ojo veo a un joven musulmán que saca un teléfono móvil y habla por él. ¿Me he imaginado ese involuntario movimiento de la barbilla en mi dirección? Mientras él todavía está hablando saco mi propio móvil y llamo a Mustafá: comunica. Para un policía entrenado como es debido eso no demostraría nada, pero para uno tercermundista que trabaja por intuición es bastante concluyente.
En cuanto el joven cuelga su teléfono vuelvo a llamar a Mustafá: señal de llamada.
—Sonchai, ¿dónde está?
—Ya lo sabe.
Una pausa.
—Ahora voy.
Llega a pie al cabo de unos veinte minutos. Ahora lo veo en contexto, en su contexto, a este serio joven del islam. Quiero observar su reacción hacia las prostitutas que son responsables de la economía de la ciudad: su ciudad, su economía. Pero él apenas parece darse cuenta de su presencia. Una misión de algún tipo le ha usurpado la imaginación. Mira al frente con gravedad, camina erguido, con la espalda recta, como su padre. La belleza de su entrega a Alá es innegable, cualquier meditador serio no podría más que aprobarla, pero Buda nos dio el camino intermedio; no veo que Mustafá lleve oro. Sin la mano restrictiva de su padre, podría despejar la ciudad con una bomba y apenas darse cuenta. No nos saludamos con el wai; sin el anciano nuestro reconocimiento es neutral, como enemigos que por un momento encuentran un propósito común antes de retomar su antigua enemistad.
—Tengo la llave —dice sin mirarme al tiempo que rebusca en los bolsillos.
—En la calle no, Mustafá —le digo. Lo llevo a un café donde pido un 7Up y él bebe agua. Se siente incómodo aquí, aunque en la cafetería no sirven alcohol. Creo que se sentiría incómodo en cualquier entorno pensado para inducir a la confraternidad. Lo veo en unas imágenes mentales de atormentadora vaguedad y fugacidad de hace muchos siglos: ya entonces estaba empalado por esa misma mentalidad única que es una forma de estrechez de miras. El budismo era demasiado sutil para él en aquel entonces, como lo sigue siendo ahora. Para la evolucionada mente del Gautama Buda cualquier deseo era una distorsión obscena, incluso el deseo de Dios. Mustafá es una de esas almas apasionadas que estaba hecha para el islam, la religión guerrera.
—Relájese —le aconsejo—, abra su mente, necesito información.
—¿Qué información? —Se sobresalta y está a la defensiva. Para él nuestro encuentro allí estaba limitado por un principio, un medio y un final. No tiene ni idea de lo occidental que es esta pintoresca reducción de la realidad.
—Y bien, ¿qué me dice de la dirección?
Un parpadeo:
—Iba a llevarle, pero se empeñó en venir aquí.
—Bien, dentro de un minuto me enseñará dónde vivía el señor Mitch Turner. Eso es el futuro, Mustafá. Permanezcamos en el presente. ¿No le gusta esto?
Echa un vistazo a su alrededor y se encoge de hombros.
—No es más que un café.
No puedo penetrar este cráneo de hierro. Pero una vez fui su maestro y él me amaba con la misma ferocidad, la misma pasión, la misma ceguera.
—Mustafá, déjeme que le diga una cosa: es brillante en lo que hace. La verdad es que no es fácil, ni siquiera en una ciudad pequeña como ésta, hacer que sigan a alguien, saber dónde está minuto a minuto. Pero su red me ha ido pisando los talones desde que llegué. Yo mismo no me di cuenta hasta que vi a uno de los suyos con el móvil, e incluso entonces fue sólo un presentimiento por mi parte.
—¿Y bien? Mi padre tiene que saber lo que pasa en todo momento. Ya se lo dije en Krung Thep. Es su red, no la mía. Él dice que… —Se calla, por miedo a hablar demasiado.
—¿Qué? ¿Qué es lo que dice su padre?
—Dice que no hay nada más amenazador para el mundo moderno que un musulmán moderado. Los fanáticos nos odian porque creen que somos herejes y cobardes, y Occidente nos odia porque tenemos una moralidad que allí se perdió hace mucho tiempo…, muchos farang se están convirtiendo a nuestra religión, sobre todo en Norteamérica. Tengo que proteger a mi padre.
—¿Así pues dirige la red que él ha montado?
—Sí.
—De modo que es probable que sepa más cosas de Mitch Turner que nadie en el mundo. Al menos del Mitch Turner que vivió aquí en Songai Kolok durante los meses que fueran.
—Más de ocho meses. —Cruza su mirada con la mía y se permite esbozar un leve atisbo de sonrisa—. Ocho meses y dos semanas.
—Vuestra gente lo seguía a todas partes, ¿no es cierto?
—Mi padre se lo dijo, intentábamos mantenerlo con vida. La única manera de hacerlo era no perderlo de vista.
—¿Él lo sabía?
Menea la cabeza.
—Era muy tonto. —Me mira a los ojos—. No, no es ésa la palabra, pero era el típico farang, perdido, confuso, atrapado en un millar de sentidos distintos, como un hombre a quien consumieran los demonios. Vivía en su cabeza y veía muy poco del mundo exterior. Podría haber puesto a diez hombres siguiéndolo en fila y no se habría dado ni cuenta. Claro que, como era farang creía que era el único que espiaba. Degeneró tras el primer mes. De vez en cuando iba a verle una prostituta de Bangkok. Tomaba drogas. Pasó por un mal momento, creyó que estaba sufriendo una conversión religiosa, por eso fue a ver a mi padre. Pero se trataba únicamente de su psicosis occidental. ¿Por qué creen los farang que Dios ama a los locos? Alá ama a los hombres de acero.
—¿Una prostituta? ¿Sabe quién era?
—No. Nunca se quedó el tiempo suficiente para que pudiéramos averiguarlo.
—¿No sacaron ninguna foto?
—No.
—¿Por qué no?
—No era necesario. Él tiene un retrato de esa mujer en su apartamento. Si no se hubiera empeñado en venir a este café, podría estar mirándolo ahora mismo.
«¡Oh, Mustafá! —quiero decir—, no has cambiado nada».
—¿Registraban su apartamento con frecuencia?
—Con frecuencia, no. —La pregunta lo ha desconcertado un poco.
—Mustafá —digo. Él me mira a los ojos—. Si quiere que lleve a cabo una investigación completa y haga un informe convincente, tendrá que contármelo todo.
A regañadientes:
—Uno de nuestros expertos en electrónica del otro lado de la frontera nos dio un dispositivo, un artilugio que registraba las pulsaciones en el teclado de su ordenador. Naturalmente tuvimos que entrar en el apartamento para ponerlo en su sitio y luego otra vez para llevárnoslo.
Apenas puedo controlar una sonrisa y encuentro cierto consuelo en la mueca que está esbozando el rostro de Mustafá. No obstante, se controla inmediatamente.
Yo mantengo una sonrisa admirativa mientras hablo:
—El dispositivo grabó las primeras pulsaciones que daba siempre que se conectaba a Internet, ¿no? Su código de acceso, en otras palabras. Por eso sólo necesitaban tener colocado el dispositivo durante un corto periodo de tiempo. ¿Entraron en la base de datos de la CIA?
—No en todos los niveles. Después de acceder hay muchas comprobaciones distintas. No llegamos más allá de los chismes. —En respuesta a mis cejas enarcadas, añade—: Así es como lo llamamos, porque básicamente es lo que es. Un montón de basura, nada más, la clase de porquería sobre la que les gusta hablar.
Había decidido esperar hasta por la mañana antes de probar en el apartamento de Turner, pero aparte de echar un polvo la verdad es que en esta ciudad no hay nada que hacer y, de todas formas, el tinglado ha empezado a intrigarme. Pienso en mi espaciosa pero sórdida habitación en el hotel y decido quedarme con Mustafá.
Resultó que la dirección de Mitch Turner en la ciudad se hallaba a la vuelta de la esquina de donde estábamos sentados. Es un edificio de apartamentos de cinco pisos, muy próximo a la comisaría de policía. Cuando entramos, el conserje, que vive y trabaja en una pequeña habitación con una sola cama, una televisión y vistas a la entrada, se aparta de Mustafá al tiempo que le dirige una mirada glacial.
—Un budista. Uno de los suyos —explica Mustafá.
—¿Lo intimidó para conseguir la llave?
—No hice nada —una pausa—. No tuve necesidad.
Cuando llegamos al piso de arriba ya estoy sin aliento y sudando en el calor de la noche. A Mustafá no parece haberle afectado la ascensión. Cuando entramos en el apartamento, lo que me llama inmediatamente la atención es la vista sobre la comisaría de policía, cuyo perímetro está lleno de hombres y mujeres jóvenes y un millar de equipos de música baratos que emiten a todo volumen una mezcla de pop tailandés y malasio que lo convierten en un lugar cacofónico.
Intercambio una mirada con Mustafá, que señala el dormitorio principal con un gesto con la cabeza. Lo primero que veo es un pequeño montón de libros, y luego, allí está, en el lugar de honor al lado de la cama individual: una fotografía de Chanya en un marco de plata.
Tiene que estar en Estados Unidos porque lleva puesta una parka acolchada y tiene aspecto de estar pasando todo el frío que puede llegar a pasar un tailandés en aquellos climas del norte. Sin embargo, parece bastante contenta, salta a la vista esa asombrosa sonrisa suya. Aunque no puedes ver su figura bajo esa parka, sabes que la mujer que mira a la lente de la cámara es excepcionalmente atractiva. Y puestos a pensar en ello, sí que hay algo especial sobre esa fotografía. Creo que la hizo un hombre enamorado.
¡Menudo ejercicio de percepción que estoy experimentando! ¡Parece salido de un manual budista! Vuelvo a recordar ese momento en el bar cuando Chanya sedujo a un hosco, bobo e imbécil putañero levantador de pesos y lo sustituyó por un hombre sensible, educado y muy inteligente que ya la conocía y que obviamente la adoraba. «Me siento tan solo», le dijo. «Estás preciosa esta noche». Entonces ¿por qué lo mató? ¿Por qué lo mutiló? ¿Por qué lo despellejó? Estudio la mirada de Mustafá, pero se le han vidriado los ojos. No hay ninguna curiosidad sobre la vida amorosa del farang. Me pregunto qué es lo que hace Mustafá con su mente durante esos momentos húmedos que hasta los fanáticos experimentan. ¿Se limitan a posponerlo, a la espera del paraíso?
—¿Sabe quién es? —le pregunto.
Él se encoge de hombros. ¿Y eso qué importa? Sólo era una prostituta de fuera de la ciudad, sin más trascendencia para él que una bola de pelusa. Ella no formaba parte de ninguna guerra que a él le interesara. Yo me permito el lujo de concentrarme en su rostro (en esa sonrisa) unos momentos: no hay manera de que Mustafá pueda leer en mi corazón, el cual, debo admitirlo, se ha acongojado sólo un poco. Abro el marco, saco la fotografía de Chanya y me la meto en el bolsillo.
Incapaz de darle seguimiento al misterio de la fotografía, examino el pequeño montón de libros que hay en la mesilla de noche. Huckleberry Finn, una Biblia de color negro, la biografía del espía del FBI Robert Hanssen escrita por Norman Mailer y Lawrence Schiller, una traducción al inglés del Infierno de Dante, un ejemplar del Corán en inglés, La enciclopedia de los arácnidos, Cría de arañas avanzada, Problemas en la identificación y clasificación de los arácnidos asiáticos. Hojeo las láminas de vivos colores: escorpiones luminiscentes bajo una luz ultravioleta. Levanto la vista y miro a Mustafá.
—Los coleccionaba, se me olvidó decírselo. Al principio pensábamos que estaba loco de verdad, solíamos verlo acuclillado en callejones oscuros con alguna clase de red pequeña y un frasco.
El resto de los libros están escritos en japonés, que es indescifrable para ambos. Uno de ellos, sin embargo, incluye ilustraciones, litografías impresas de un samurái batiéndose en duelo con sus famosas espadas curvas. Al pasar las páginas veo que es algún tipo de manual. Hay fotografías de espadas de samurái y diagramas que parecen mostrar cómo están hechas.
—Hablaba japonés con fluidez —explica Mustafá—, creemos que era su cualificación más importante, lo que lo metió en la CIA. Tenía amigos japoneses.
Finalmente, Mustafá no puede contener la indignación que lleva sintiendo desde que hemos entrado en el apartamento.
—¿Cómo pueden esperar liderar el mundo unos niños como éstos? Fíjese en los libros, en su vida. Éste era un adolescente de treinta años, un crío consumidor que toma la cultura de la estantería del supermercado: cosas de samurái de Japón, putas de Bangkok, un poco de cristiandad por aquí, un poco del islam por allá, cuando no estaba cazando arañas o fumando opio. —Da la impresión de que va a escupir.
—¿Fumando opio?
Él emite un gruñido, reacio a decir nada más.
Lo sigo por el resto del piso en tanto que él lanza miradas de desprecio en algún que otro rincón. Encontramos el acuario en una estantería situada junto a la pared del fondo en el dormitorio de los invitados. Mustafá lo mira con ojos escrutadores y sacude la cabeza.
—Nadie les dio de comer.
Observo detenidamente el espacio rectangular que hay tras el cristal: cadáveres secos de arañas peludas, un escorpión con crías sobre su cuerpo, otras arañas muertas en sus telas como en el periodo posterior a un cataclismo.
En un armario Mustafá encuentra un telescopio barato de los que se pueden comprar en los grandes almacenes. Nuestro intercambio de miradas es un clásico ejemplo de telepatía: si Mitch Turner necesitaba un buen telescopio hubiera persuadido a la CIA para que le proporcionara un último modelo. De modo que éste lo utilizaba… ¿para qué?
—Controlaba la acción en torno a la comisaría de policía —comenta Mustafá con un gruñido.
No parece haber nada más de inmediata importancia, al menos, nada que pudiera explicar la muerte violenta de Mitch Turner. Me fijo en que no hay ningún ordenador portátil, pero Mustafá dice que siempre que Mitch dejaba el apartamento por el tiempo que fuera se llevaba el portátil, probablemente siguiendo la norma de dejarlo en la cámara acorazada o en una de las cajas de seguridad de un banco. Bueno, no parece que podamos hacer mucho más esta noche, de modo que abandonamos el apartamento y Mustafá cierra la puerta con llave.
Fuera, en la calle, la noche está muy animada. La ciudad entera es un hervidero de música disco y luces de neón intermitentes de hoteles baratos. Un malayo alto y muy fornido, de cerca de cuarenta años, hace entrar a tres chicas en su hotel cuando pasamos. ¿Tres? Le lanzo una mirada a Mustafá, pero él se encuentra en ese espacio que utiliza para ahuyentar los aspectos inaceptables de la realidad. Me pregunto si llegó a verlas siquiera, a esas tres chicas tan atractivas que parecían estar divirtiéndose. Supongo que dentro de su superstición esas mujeres estarán consideradas como la maldad pura, ¿seductivas emisarias de Satán? Bueno, pues da la impresión de que el malayo y esas chicas van a pasarse las próximas horas revolcándose alegremente, tras lo cual todos los participantes se retirarán satisfechos y dormirán el sueño de los justos. No le explico a Mustafá que en el gremio es frecuente que las mujeres prefieran compartir su labor, puede que incluso lo vean como una especie de extra en el sentido de que exigen más dinero por trabajar menos. Además, es más divertido si tienes una amiga o colega con quien charlar en tu propio idioma mientras te ocupas del cliente. Para las chicas del campo es una reminiscencia de la cosecha del arroz, cuando todo el mundo tiene que arrimar el hombro, cuando abundan el parloteo y los flirteos y explicas chistes para matar el rato, sin apenas darte cuenta de lo que hacen tus manos. Pienso en el malayo grandote y moreno extendido como un arrozal mientras las chicas se lo trabajan y discuten la paridad entre el dólar y el baht por encima de su erección. Compadezco a Mustafá que tan resueltamente rechaza la sencilla danza de la vida, el humor. Al mismo tiempo me pregunto cómo es que Mitch Turner, el confuso espía norteamericano, lo aceptó todo.
No parece que haya ningún café con mesas y sillas libres y, de todas formas, tampoco hay intimidad, de modo que acabamos en el vestíbulo de nuestro hotel, que se ha transformado en una especie de antesala de un burdel gigantesco. Las chicas están sentadas en todos los sofás y vemos a unos jóvenes de piel oscura y finos bigotes que se acercan a una o a otra. Se diferencian de los farang en que el trato se cierra rápidamente, por norma general en cinco minutos. No hay que crear romanticismo, es más un trato comercial al estilo asiático. A la mujer ya le parece bien, puesto que puede suponer la posibilidad de atender a más de un cliente esta noche. Algunas de las parejas se dirigen inmediatamente hacia los ascensores, pero la mayoría salen paseando a la calle en busca de una discoteca donde el joven galán pueda demostrar su pericia con el karaoke y la dama aplaudirá con ojos aduladores.
Mustafá no quiere ni verlo, de modo que encontramos una mesa vacía en un rincón. Todavía tiene que dar unas cuantas explicaciones, por lo que le ofrezco el tratamiento del silencio.
—Se preguntará por qué nos interesamos tanto por un individuo cuando en Tailandia hay cientos como él, ¿no?
—Sí.
—Debe preguntarle a mi padre si quiere una explicación completa. Según él, el farang Mitch Turner era un producto de Occidente fascinante. Dijo que, igual que a las agencias de inteligencia les gusta desmontar bombas terroristas para ver cómo están hechas, así debíamos mirar nosotros en el alma de este pez extraño, esta bomba humana, para ver cómo estaba hecha. Al fin y al cabo, no se inventó a sí mismo, era una criatura de su cultura.
—¿Su ingenuidad, su confusión, el estar descentrado?
—Todo eso, pero lo que más interesaba a mi padre era su agonía espiritual. Debe comprender que aunque mi padre es un erudito, apenas tiene contacto con ningún farang, y mucho menos con espías norteamericanos. Mi padre es un gran imán, lo cual es lo mismo que decir que es un conocedor de las almas. Mitch Turner le interesaba mucho. Hasta que conoció a Turner, creo que dudaba que los farang tuvieran alma. Cuando vio el caos en el que estaba sumido Mitch Turner, lo que él llamó el «gran aullido de agonía» en el centro de este hombre, tuvo la sensación de que había comprendido por qué Occidente es como es —un asomo de sonrisa—. Era como si hubiese descifrado un código y ahora pudiera leer la mente occidental. —Me mira a los ojos—. Me dijo que nunca hubiera creído posible que un hombre estuviera tan atormentado y siguiera viviendo, siguiera funcionando —ahora excitado, compartiendo una pasión conmigo por primera vez—. También dijo que, sin una guerra, Norteamérica se hundiría en la confusión total y tendría que convertirse en un estado policial para sobrevivir, porque su gente ya no tiene una estructura interna. Norteamérica nunca podrá ser derrotada a través de una guerra. Es la paz lo que encuentran intolerable.
—¿Llegó a estas conclusiones basándose en un solo espécimen?
—¿Por qué no? El verdadero conocimiento proviene de Alá. No necesita de un método científico, sólo de una pista, un indicio para que el espíritu lo siga.
Mientras habla noto que está observando la acción sin ver nada en absoluto, como si se tratara de un espectáculo en un idioma que no entendiera. Sin embargo, a mí me resulta imposible no tomarme un interés profesional por lo que está pasando en el resto del vestíbulo: los jóvenes que abordan a las chicas, la gran sonrisa irónica en los rostros de las mujeres, la compleja mezcla de timidez, valor, arrogancia, urgencia y expectativa del hombre, la mirada inquisitiva de la mujer, tratando de adivinar qué clase de amante será mientras negocian, el alivio mutuo cuando llegan a un acuerdo y que es casi una especie de orgasmo, el repentino cambio de lenguaje corporal cuando se rodean el uno al otro con el brazo y se dirigen a los ascensores o salen hacia la noche. Sé que Mustafá, si ve algo que llegue a interesarle, sólo ve pecado que sin duda será erradicado tarde o temprano por Alá…, junto con toda una gama de otras actividades que yo considero simplemente humanas.
Cuando le digo que me voy a dormir se pone en pie inmediatamente, como alguien a quien han liberado de un trabajo sucio.