Capítulo 47
—Bueno, hemos recibido los últimos resultados oficiales del laboratorio —dice Elizabeth Hatch con su estilo desapasionado e hipercontrolado. No obstante, me lanza una mirada levemente avergonzada (yo tengo mis propios espías: me ha dicho un pajarito que anoche volvió a salir de gira y acabó con la misma chica… Esto podría ser amor… Tengo la sensación de que volverá)—. Parece ser que el ADN del caso de Stephen Bright y del de Mitch Turner es idéntico. El único problema es que, según nuestra base de datos, dicho ADN pertenece al terrorista Achmad Yona, que resultó muerto en la explosión de Samalanga, en Indonesia, semanas antes de que muriera Bright.
—De manera que mató a Mitch Turner, murió en la explosión y volvió para matar a Stephen —dice Hudson.
No estoy del todo convencido de que su intención sea irónica. La conversación, en la suite que la CIA tiene en el Sheraton, posee ese carácter surrealista que tienen los ensayos. Estos dos oficiales rellenarán cada uno su propio informe, por supuesto; esto es una sesión práctica.
—Así pues, las posibilidades se reducen. Primero, Achmad Yona no tiene nada que ver con ninguno de los asesinatos. Repartió pelos de su barba y dos de sus dedos entre sus colegas para dejar pistas falsas y/o aumentar su reputación. Segundo, Yona es el autor de las dos muertes y la prueba del ADN encontrada en la bomba de Indonesia fue colocada para inculparlo.
—La manera de manejar esta situación —declara Hudson al tiempo que endereza la espalda (se ha transformado milagrosamente en Guerrero de Papel de Primera Clase)— es restándole importancia a lo de Indonesia. En la explosión encontraron ADN que le pertenece, muy bien, ¿y qué? Quemaron todos los demás restos antes de que pudiéramos tener acceso a ellos, de modo que no sabemos con seguridad qué encontraron realmente, si es que encontraron algo. No podemos fiarnos de que los indonesios jueguen totalmente limpio con nosotros. Al fin y al cabo son musulmanes, en el fondo no son del todo contrarios a la causa radical.
—Eso es —asiente Elizabeth—. Nos las ingeniaremos para que lo de Indonesia sea un comentario al margen.
—Ésa es la manera de llevarlo —afirma de Hudson.
De pronto ambos recuerdan mi presencia.
—Bueno, te hemos traído porque queríamos estar seguros de que todos estamos en el mismo barco —dice Elizabeth con una sonrisa—. ¿Algo de lo que hemos dicho hasta ahora se contradice con tu interpretación de lo que pasó?
Cansado de mentir por Vikorn y súbitamente acosado por una imagen de Mustafá y de su padre, experimento una compulsión insensata, liberadora y profundamente budista a decir la verdad.
—En realidad, a Mitch Turner y a Stephen Bright los mató un japonés loco, un tatuador con un terrible problema de personalidad que lo confesó todo antes de morir. Los asesinatos no tienen nada que ver con Al Qaeda.
Siento algo más que curiosidad por el efecto que este bombazo tendrá en estos dos profesionales. Lo cual sólo sirve para demostrar que no soy tan inteligente; tendría que haber recordado que los farang habitan en un universo paralelo. Durante un momento ambos se ven aquejados de sordera colectiva. ¿O acaso están avergonzados? Desde luego los polis del Tercer Mundo salimos con unas estupideces de lo más ridículo.
—Vaya, eso es fantástico —dice Elizabeth tras un largo momento en el que ninguno de los dos me mira a los ojos—, podemos dar parte de que la policía local está de acuerdo con nuestro informe inicial. —Me lanza una de sus miradas de bibliotecaria con aires de superioridad mientras yo me dirijo hacia la salida—. Sé que su coronel también lo ve como nosotros.
Cuando vuelvo la vista desde la puerta, Hudson musita una explicación en tono de disculpa:
—Estado Mayor General 11.
El Sheraton se halla a tan sólo un paseo de nuestro primitivo nido de amor. Es probable que a estas alturas ya debiéramos habernos mudado, Chanya y yo, pero ambos nos hemos acostumbrado a ser lo que somos en realidad: un par de campesinos tercermundistas aferrándose a un momento dulce, prefiriendo la calidad de vida al nivel de vida. Los dos le tenemos un cariño especial al gran abrevadero del patio donde nos lavamos el uno al otro como si fuéramos elefantes. Ella también tiene que cocinar en el patio y yo me he aficionado a observar cómo echa el chile con la mano de mortero y el almirez, vestida únicamente con un sarong. Un par de cervezas, algún que otro porro, los sonidos de la calle por la noche mientras nos acurrucamos bajo el ventilador, ¿qué más puede pedir un hombre en su sano juicio?
Bueno, sólo hay un gigantesco cabo suelto que me preocupa. Aguardo el momento; acabamos de hacer el amor y Chanya, que se ha transformado en una esposa tailandesa tradicional, va a buscar la cerveza al refrigerador. Carraspeo. Ella me mira. Ladeo la cabeza imitando un interrogante de la manera más afectada posible. Ella es demasiado lista como para no entenderlo. Deja la botella junto a mi brazo, se va a hurgar en una de las bolsas que dejó tiradas en una esquina de la habitación y vuelve con un IBM ThinkPad último modelo. Abro unos ojos como platos cuando ella lo pone en marcha de forma experta, conecta el módem a nuestra línea telefónica y teclea un código.
En un tono dulce:
—¿Cuál es tu pregunta exactamente?
Me quedo mirando la pantalla mientras el Windows XP Edition extiende su intenso brillo azulado y esos estúpidos iconos de Windows se propagan como un virus.
—Vikorn. ¿Por qué mostró tanto interés en protegerte justo después de la muerte de Mitch? Nunca lo he visto así antes. Hasta voló a Indonesia. ¿Te acostaste con él?
Ella pone mala cara.
—Pues claro que no. Sólo lo aterrorizaba el hecho de que si la CIA me interrogaba, yo descubriera el pastel y Zinna lo hiciera salir corriendo de la ciudad.
—¿De dónde sacaste esto? —Le doy unos golpecitos al IBM.
—Mitch lo depositó en una caja fuerte del hotel en el que se alojaba cuando Ishy lo mató. Me llevé la llave cuando abandoné la habitación porque sabía que tendría algo de opio en la caja de seguridad. Me llevé el ThinkPad al mismo tiempo.
—Será mejor que me digas lo que ocurrió en realidad, por si acaso tengo que inventarme algo para la CIA.
—Claro —replica al tiempo que le da a las teclas. Ahora hemos salido de Windows para entrar en una seria advertencia de que el Gobierno de Estados Unidos, de forma sistemática, dará caza y destrozará la vida de cualquiera y todo aquel que entre en esta base de datos supersecreta sin autorización.
»Las cosas son así —dice Chanya.
El escenario es el apartamento de Mitch en Songai Kolok en la primera época, bastante tiempo antes de que llegara Ishy para complicarles la vida, un día sobre las tres de la tarde. Después de observar cómo Mitch se sumía en el paraíso del opio, cosa que supuso un alivio puesto que se había mostrado particularmente tenso en esta visita, Chanya se entretuvo trabajando, tan alegremente, por el piso. No había duda, su relación tenía algo muy especial, sobre todo cuando el Tornado Blanco se hallaba profundamente opiado. Estaba completamente desnudo en la cama y a ella le gustaba tener la mejor perspectiva de su cuerpo. Una vez, malvadamente, le colocó una toalla de algodón sobre la cabeza y se imaginó cómo habría sido su rostro si éste hubiese reflejado la belleza de su cuerpo. Encontró una diminuta bandera norteamericana en uno de sus cajones y se la metió en la mano, entreteniéndose un poco en conseguir que el puño se cerrara. Por curiosidad probó a toquetearle el pene; en el tejido eréctil no había dragones grabados.
Al cabo de un rato se aburre y, admitiendo que no le hubiera importado si él hubiera dicho una o dos palabras, o que simplemente hubiera movido un dedo, se pasea por la habitación que Mitch utiliza como despacho. Aquel día, cuando Chanya había llegado, él se había mostrado especialmente voraz por el opio que le traía y se había fumado una pipa en cuanto ella le entregó el viscoso paquete negro. Con las prisas se había olvidado de apagar su portátil, en cuya pantalla oscilaba un salvapantallas particularmente trivial. No obstante, un mero movimiento del ratón la llevó directamente al muy cacareado mundo secreto, puesto que también había olvidado desconectarse de Internet.
La cosa resultó igual de aburrida que el salvapantallas. Una charla aparentemente sin sentido sobre cotilleos internacionales llegaba a través del incesante correo electrónico: mujer norteamericana a punto de ser violada en la plaza Durban de Katmandú; una banda de adolescentes norteamericanos traficantes de cannabis interceptada en Singapur; China toma medidas enérgicas contra un empresario norteamericano porque está logrando demasiados beneficios y ahora se le acusa de ser un espía (en realidad sí que estaba espiando, confiaba el correo electrónico), se recomienda la indignación del Departamento de Estado. Chivatazo para la DEA: se cree que un gran cargamento de heroína se aleja del triángulo dorado hacia Udon Thani. Obviamente destinado a Bangkok.
Ahora se le ha despertado el interés y le sigue el rastro a la secuencia de mensajes retrospectivamente. Equipos de relevos de la CIA, del FBI y de la DEA, la aduana tailandesa y la policía antidrogas tailandesa se estaban riendo mientras seguían en secreto el cargamento desde el norte de Laos hasta el otro lado de la frontera en Tailandia; al igual que una bola de nieve, cuanto más rodaba, a más delincuentes atrapaba. El plan era esperar a que el cargamento llegara a Bangkok y así poder descubrir al cerebro de la operación. No obstante, mientras ella está mirando, ellos pierden el cargamento. En las afueras de Krung Thep la camioneta, seguida a escondidas por un automóvil grande (uno de esos todoterreno japoneses tan queridos por las agencias gubernamentales extranjeras), desaparece sin que se sepa cómo. Suspiros, gruñidos y quejidos en el correo electrónico. Los norteamericanos sospechaban que los tailandeses les estaban haciendo una jugarreta. Lo mismo pensaban la mayoría de los tailandeses, a quienes se les hacía la boca agua al pensar en la probable cuantía del soborno que alguien había obtenido. Uno de los diálogos en tiempo real revela lo siguiente:
—Creemos que vuelve a ser el general Zinna.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—¿De verdad crees que era él?
—Sí, eso es lo que creo, que era él, sí.
—¿No sabes si lo era?
—No, no lo sé.
—¿Podría haber sido otra persona?
—Sí, podría. Pero no lo era.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Lo sé y ya está.
—¿Cómo un presentimiento o algo así?
—Como un presentimiento, pero no un verdadero presentimiento. Una especie de…
—¿Qué?
—Una especie de falso presentimiento.
—¿Qué es un falso presentimiento?
—Como un presentimiento que no lo es. Yo los tengo de vez en cuando.
—Nunca había oído hablar de un falso presentimiento. Me supone un problema conceptual.
—Lo entiendo.
—Bueno, yendo al grano, ¿ahora tienes uno?
—Sí. Ahora mismo. Era él, sí.
—¿Zinna?
—Sí, Zinna.
—Estoy loco de puto aburrimiento. ¿Tú no?
—Si no estuviera, digamos, catatónico de aburrimiento no estaría hablando así contigo. Tú eres mi último enlace con la humanidad. Es como si fuera el capitán de la nave espacial de esa canción de David Bowie de hace tiempo, ¿sabes? Hace miles de años me lanzaron al ciberespacio y eso es todo lo que sé…, si no fuera por esta leve y tenue conexión contigo, ahora mismo sería como un cero a la izquierda…, una sombra. Supongo que es lo único que soy. Soy como uno de esos niños japoneses que sólo pueden comunicarse por medio de ordenadores.
—Necesitas echar un polvo.
—O fumar un poco de mierda.
—Sí. Eso es bastante divertido.
Chanya vio una cura intermitente para el aburrimiento futuro: aquella conversación norteamericana sin rostros tenía algo cálido y hogareño, le recordaba a las personas que se habían portado bien con ella en Estados Unidos. Daba la casualidad de que Mitch estaba saliendo lentamente de su trance, aunque todavía le faltaba bastante para la sobriedad. Levantó la vista hacia ella cuando entró en el dormitorio, pero sus ojos volvieron a fijarse rápidamente en el techo.
—Marge, lo he visto, Marge.
Chanya, con su mejor imitación de Marge Simpson:
—¿Qué has visto, Homer?
Con gran entusiasmo:
—He visto el principio del mundo, Marge.
—¿De verdad?
—Sí. —Alicaído—: Luego vi el final.
—¿La Compañía volvió a mandar mensajes?
—Sí. Así es como he visto el principio y el fin del mundo, Marge. La Compañía lo sabe todo.
—Homer, cariño, recuérdame otra vez el código secreto para acceder a los mensajes cifrados de la Compañía en la Red, ¿quieres?
—AQ8260136574X-Hallifax diecinueve (minúscula) Oklahoma veinte-2 BALLENA AZUL (todo mayúsculas) Amerika stop 783.