Capítulo 24

No obstante, parece ser que otras amalgamas se están descomponiendo en polvo y espíritu esta noche violenta. En cuanto acabo de dejar a Lek en su complejo de viviendas subvencionadas, la teniente Manhatsirikit me llama al móvil.

—El coronel está en casa de Khun Mu. Será mejor que te acerques hasta allí.

No hay mucho que decir, farang, que no hayas adivinado ya. En casa de Khun Mu todos los perros y los monos están muertos (destripados), los guardias han sido ejecutados principalmente por balas en la cabeza, Khun Mu, desnuda, está colocada en torno al cadáver embalsamado de Joey, en posición obscena y con el cuello cortado. Y hay una gorda mujer farang muerta, de alrededor de cuarenta y cinco años, rajada del vientre al pecho, que yace en la cama de matrimonio extra grande del gran dormitorio y que sólo lleva puestos unos pantalones cortos enormes.

—¿Denise? —le pregunto a Vikorn.

Él asiente con la cabeza.

—Vivía en una mansión de un millón de dólares con vistas al mar de Andamán en Phuket. Él la secuestró y la trajo aquí sólo para demostrarle que podía hacerlo. —Menea la cabeza—. Sólo para dejar una cosa clara. —Me mira—: Todos nuestros testigos están muertos.

Vikorn camina hasta el sofá que se encuentra junto a la ventana y se sienta pesadamente. Nunca lo he visto tan abatido.

—Hemos ido contra él de forma simétrica —murmura—, ése es el problema. No podemos vencerlo con violencia. ¡Él es el ejército, por Buda! —Me dirige una rápida mirada—. Lo siento, Sonchai, te voy a apartar del caso.

—¿Tienes a alguien mejor?

—Necesita un matiz, un toque femenino.

—¿Manny? Ella no es precisamente sutil.

Vikorn se encoge de hombros: sin comentarios. Está acurrucado en su asiento, encogido, es la imagen misma de la derrota, incluso hay lágrimas en sus ojos. Me invade una enorme oleada de lástima…, pero ¡un momento! De algún modo su proyección de la desesperación, de la frustración, del sufrimiento, casi de la senilidad es, en cierto modo, demasiado fácil.

—Alguien ha aparecido con un plan C, ¿verdad?

Me mira sin comprender, como si no tuviera ni idea de lo que estoy hablando.

Al día siguiente en comisaría sale a la luz que Vikorn se pasó la mañana viendo las noticias internacionales en su televisor, tiempo que normalmente dedica a las apuestas tailandesas (dirige la principal asociación de juegos de azar). Cuando entro a verle lo encuentro con la mirada fija en el monitor. Al parecer ha habido una bomba terrorista en algún remoto pueblo de Java, Indonesia, cinco indonesios hindúes muertos y unos veinte más hospitalizados. Nadie duda de que los culpables pertenecen a una facción de extremistas musulmanes, particularmente porque uno de ellos murió en la explosión. Se han recuperado trocitos de su cráneo, barba, algunos dedos, una pierna y otras partes del cuerpo. Se prevé que su identidad, así como la del grupo escindido concreto al que pertenecía, se conocerá en breve. Naturalmente, las agencias de inteligencia occidentales están interesadas y muy dispuestas a prestar ayuda.

No tengo ni idea de por qué Vikorn, que a duras penas puede considerarse un ciudadano del mundo enteramente globalizado (no estoy seguro de que pudiera identificar Francia en un mapa), estará tan interesado, pero cuando toso para llamar su atención, él alza una mano. Cuando el programa de noticias ha agotado su retransmisión a tiempo real, levanta el teléfono y, para mi asombro, le dice a la teniente Manhatsirikit que le reserve plaza en el próximo vuelo a Yakarta. Mientras vaya de camino al aeropuerto, ella tiene que arreglar las cosas para que Vikorn pueda reunirse con algún alto cargo de la policía indonesia, en relación con un intercambio de información en beneficio mutuo. Yo me lo quedo mirando con la boca abierta mientras él rebusca por ahí. En todo el tiempo que llevo en el Distrito 8, mi coronel no había abandonado ni una sola vez el sagrado suelo tailandés. Ahora llega Manny y me mira con el ceño fruncido antes de decirle a él que se ha localizado a un intérprete y que esta persona, que domina el idioma que hablan allí (Vikorn sigue llamándolo indonesio, pero la teniente Manhatsirikit y yo tenemos nuestras dudas), se reunirá con él en el aeropuerto mañana. Cuando ella se ha ido, Vikorn consulta su reloj. Las siete de la tarde.

—Vamos a comer —me dice, y presiona, en su móvil, un número con marcación automática para llamar a su chófer.

En la parte trasera de su Bentley, con La cabalgata de las Valkirias a todo volumen en el equipo de música y su chófer con su habitual expresión desdeñosa que le cubre toda la cara, mi coronel me pone una mano en el hombro.

—Te vas a olvidar de anoche. Nunca ocurrió. Vas a concentrarte en el caso de Mitch Turner.

—Al menos dime cuál es tu plan C.

—Puede que no quieras saberlo. De todos modos, es confidencial.

Apenas puedo dar crédito a la generosidad de mi alma. La verdad es que me complace que siga luchando contra Zinna, incluso aunque yo me haya quedado sin ascenso (y sin los cien mil dólares). Sin embargo, no quiero que se salga con la suya tan fácilmente, me estoy enfrentando a una verdadera decepción. Miro por la ventanilla del Bentley mientras circulamos velozmente por Rama IV.

—Por un momento pensé que te estabas haciendo viejo.

Me dedica una mirada despectiva.

—¿Crees que todo se reduce a eso? ¿A una primitiva venganza entre dos viejos? —Se inclina hacia mí y me clava el dedo en el vientre—. Lo que hago para ponerle freno a Zinna, no es solamente por Ravi. También es por el país. Si dejas que el ejército dirija el tráfico de drogas, tendrás a generales ricos. Los generales ricos tienen grandes ideas y golpes de Estado…, ése fue todo el problema del comercio del opio. Antes de que te dieras cuenta estaríamos de nuevo bajo un gobierno militar. ¿Y qué saben los generales tailandeses sobre la economía global, los derechos humanos, el imperio de la ley, la protección a la mujer y sobre el siglo XXI en general? La próxima vez que votes en unas elecciones democráticas más o menos limpias piensa en ello. Puede que la policía tailandesa no sea la mejor del mundo, pero no somos militares. Con nosotros hay elecciones libres. Ningún farang lo comprendería, pero espero más de ti.

Todavía no ha terminado. En realidad, me está clavando el dedo en las costillas.

—Quién sabe si bajo una democracia el país podría florecer hasta ser digno de un tipo refinado como tú. Si eso ocurre, será porque los mierdas como yo mantenemos el hocico del ejército apartado del comedero, y no porque algún monje frustrado rescató a unos cuantos perros bobos de la calle.

Maravillado, meneo la cabeza. Él siempre tiene una respuesta. Su hábil utilización de la palabra «frustrado» es particularmente irritante; en tailandés dicha palabra posee exactamente la misma cualidad de pretensión altanera y es el tipo de cosa con la que salgo yo cuando quiero irritarlo a él. ¿Quién le dijo que podía decir «frustrado» y quedarse tan ancho?

Me paso un largo momento rumiando. Su chófer se detiene al principio de Pat Pong, nuestra más venerable —y famosa— zona roja. No hay manera de que la limusina pueda meterse por una calle tan abarrotada, a esta hora de la noche. Vikorn y yo salimos y caminamos en tanto que el chófer se lleva el coche. El coronel va de paisano y tiene el mismo aspecto que cualquier otro tailandés, un tanto bajito según los parámetros occidentales, indistinguible de los demás tailandeses de mediana edad que trabajan en esta calle, prácticamente todos ellos son proxenetas. No obstante, Vikorn no parece sufrir ninguna amenaza hacia su ego cuando un joven turista blanco ataviado con camiseta, pantalones cortos y los reglamentarios pendientes en la nariz y en la ceja, le pregunta dónde está el espectáculo de ping-pong. Vikorn se para en seco y con una sonrisa que expresa una profunda glotonería y una lascivia por simpatía señala un pequeño letrero que hay en una terraza superior: «Chicas, dirty dancing, ping-pong, bananas…».

—Estupendo —dice el joven farang, reflejando la sonrisa de Vikorn.

—Folleteo, folleteo —replica Vikorn con una sonrisa bobalicona.

La calle está abarrotada, no solamente de excitados hombres blancos, sino también de codiciosas mujeres blancas, pues algunas de las mejores falsificaciones de diseñadores de toda Asia están a la venta en los puestos que llenan el centro de la calle. Arranca el velo de moralidad convencional —mira con los ojos de un mediador— y verás que las expresiones en los rostros de las mujeres no son muy distintas de las de los hombres.

—Sólo doscientos baths por unos vaqueros de Tommy Bahama…, poco más de tres libras. —Los ojos se le salen de las órbitas—. Por este precio no puedes tomarte ni un gin-tonic en Stoke Newington.

—¿Ves este Rolex falso? Mira, la manecilla de los segundos da la vuelta con un movimiento continuo, no a sacudidas, es como el de verdad. Sólo vale diez libras.

Lo examina maravillado:

—Podríamos comprar unos cuantos y venderlos; incluso a cien libras son baratos.

—¿Le diremos a todo el mundo que son falsos?

Piensa en ello.

—Tendremos que hacerlo, la verdad, todos van a saber que hemos estado aquí.

—Pero no saben lo que cuestan en Pat Pong, ¿verdad? Quiero decir que podríamos haberlos comprado a noventa y sacar sólo un diez por ciento de beneficio, ¿no?

Asiente con aire pensativo:

—Que ellos sepan.

El Princess Club está en una soi lateral repleta de gente. Nos abrimos camino con dificultad entre grandes cuerpos de raza blanca y luego entramos en el bar, que también está abarrotado. La mamasan reconoce a Vikorn al instante y en su rostro aparece una expresión totalmente distinta que contrasta con el gesto entre duro y bobo que adopta para los clientes. El coronel no tan sólo es inmensamente rico y el propietario de un club, sino que también es su señor feudal, el hombre que le proporciona comida, alojamiento y dignidad a ella, a su anciana madre y a su hijo adolescente. Es una relación compleja y va más allá del dinero (incluso después de que la mujer se retire él la seguirá proveyendo de comida y orgullo; el vínculo funciona en ambos sentidos). Ella le dirige un wai y le hace una pequeña reverencia, él la saluda con la cabeza y sonríe; el intercambio de expresiones se realiza por entre el mar de caretos rosados de los borrachos, la mayoría de los cuales están mirando a las chicas en el escenario.

El hecho de que en un club particular se permita que las chicas bailen en topless (o desnudas) depende totalmente del capricho del coronel de policía que dirige la calle, sea quien sea. Ésta no es la calle de Vikorn, pero nadie va a interferir en este bar, de modo que aquí todas las chicas van en topless. No se molestan en ponerse el sujetador cuando bajan al suelo para mezclarse con los clientes y, sin embargo, siempre parecen tener el control. Es extraño que esos jóvenes farang de aspecto alocado que, con sus tatuajes, sus pendientes por el cuerpo y su abuso del alcohol, podrían ser bárbaros durante un descanso del saqueo de la antigua Roma, no se atrevan a manosear ninguna de esas jóvenes glándulas mamarias tan tentadoras que tiemblan y se bambolean frente a sus ojos…, al menos no lo hacen sin una licencia por parte de la propietaria, que siempre cuesta un par de copas.

La mamasan señala el piso de arriba y logramos meternos por entre las hordas salvajes y llegar al otro extremo del bar para luego subir dos tramos de escaleras hasta un salón donde le han preparado la cena a Vikorn. Nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas, tal como nos habían enseñado a hacer a ambos desde niños, frente a una mesa baja que parece un banco y que ya está repleta de yam met ma-muang himaphaan, ñames con anacardos, naam phrik num (un plato del norte consistente en una salsa de chile y berenjena), miang kham (jengibre, chalotas, cacahuetes, copos de coco, lima y gambas secas), whisky Mekong con chut (hielo, limas cortadas por la mitad y refrescos para combinar) y un poco de phat phet (fritura con muchas especias y cocinada con poco aceite).

Apenas nos habíamos sentado cuando aparecieron dos de las bailarinas, que ahora llevaban sujetador y camiseta, para preguntar qué queríamos beber además del Mekong. Vikorn pidió un par de cervezas que irían seguidas por un vino blanco frío de Nueva Zelanda (esto es todo culpa mía: lo inicié en el vino hace unos cuantos años y ahora no puede comerse su kaeng khiawwaan sin él). Entre bocado y bocado le pregunto si tiene alguna idea sobre cómo murió exactamente Mitch Turner.

Él me mira como si fuera un tipo particularmente corto de entendederas que necesita ayuda.

—¿Qué importa cómo murió? Estamos tratando con el teatro, no con la realidad. Los farang dejaron la realidad cuando inventaron la democracia, luego añadieron la televisión. Lo que importa es lo que le decimos al mundo. Si lo manejamos bien todos viviremos felices para siempre. Si lo manejamos mal… —Abre las manos para indicar lo trágicamente impredecible que puede ser la vida para los no manipuladores. Llegan las chicas con el curry verde con extra de chile de Vikorn, junto con el vino dentro de un cubo para el hielo de aluminio, una mezcla de vegetales salteados, tom yan, col rizada china, una ensalada de pato con especias, guindillas y un poco de kai yaang cortado en tiras (pollo asado a la parrilla).

—¿Y qué hacemos para manejarlo bien? —pregunto yo, humillado, irritado y disfrutando con el festín al mismo tiempo.

Él hace un gesto con su mano izquierda que podría parecer obsceno para alguien que no conociera los orígenes rurales del mismo. Lo que está haciendo es como hacerle cosquillas a un pez…, pescar a mano era su deporte favorito cuando era niño. Requiere una paciencia increíble, el simple hecho de acercarse al pez para hacerle cosquillas en el vientre es sólo el principio; los idiotas intentan agarrarlo y pierden la pesca, sólo los más serenos aguantan lo suficiente para hipnotizar al pez y entonces lo cogen. Lo único que necesitas es tener una sangre tan fría como la del pez.

—¿Qué quieres que haga?

—Concentrarte, nada más. Nuestros amigos de la CIA ya no tardarán mucho en hacernos una visita. Respeta las señales y mantén la boca cerrada. ¿O quieres que se lleven a Chanya a la bahía de Guantánamo?

—No harían eso.

—¿Por qué no? Turner era un agente de la CIA que investigaba a musulmanes. Fue asesinado. Lo hizo ella. Pueden dejar que se pudra allí el resto de su vida… o hasta que se haya vuelto completamente loca.

Está utilizando la Mirada Penetrante conmigo. Sé que está jugando al ajedrez de tres dimensiones y probablemente me hace jaque en todos los niveles; pero necesita algo, por eso me ha llevado a cenar con él.

—Si te portas bien y te centras en el caso de Mitch Turner, te diré por qué mi viaje a Indonesia protegerá a Chanya. —Suelto un grito ahogado ante su crueldad. Él se inclina hacia delante—. ¿Te crees muy inteligente? Llevas enamorado de esa puta desde el día en que vino a trabajar para nosotros. Yo lo sé, tu madre lo sabe, hasta ella misma lo sabe sin duda, así como todas las demás chicas.

Me sumo en un silencio estratégico. Entonces, con lo que yo creo que es un buen sentido de la oportunidad y una muestra de astucia mezquina, digo:

—¿Cómo está la mia noi?

Fingiendo indiferencia:

—¿Cuál de ellas?

—La cuarta, la que vive en tu mansión de Chiang Mai.

—¡Ah! Ella —frunce el ceño—. Está bien. —Por un momento soy lo bastante tonto como para creer que le he dado en un punto flaco, pero éste es el coronel de policía Vikorn y no parece tener ninguno. Me dirige una sonrisa burlona y se embarca en una brillante parodia de su amada, imitando a la perfección su voz chillona cuando está en plena pataleta: «Eres un mierda, te estoy dando los mejores años de mi vida y tú no lo aprecias, me tienes aquí encerrada, en esta ciudad de campesinos cuando podría estar en Bangkok, ¿para qué me quieres, como una especie de trofeo? Hace un mes que no follas conmigo, se me va a echar a perder el cuerpo. Preferiría dedicarme al gremio que ser tu propiedad privada, ¿qué te crees, que estamos en la jodida Edad Media? ¿Por qué no me das al menos una suma de dinero decente? Sólo porque no quiero a tus hijos me castigas exiliada de todas las personas y cosas que quiero, como si no tuvieras dinero de sobra, tienes más pasta que veinte chinos. Voy a tener una aventura con uno de los guardias de seguridad, eso es lo que voy a hacer, soy joven y tú eres un miserable de mierda a quien no se le levanta. Voy a hacerme el tatuaje más grande que haya en el culo y me voy a poner un aro de plata en el coño digas lo que digas, podría tener a hombres arrastrándose a mis pies, podría…».

¿Qué puedo hacer? Estoy doblado en dos y me ha entrado tos de reírme tanto. Es como si estuviera sentada a la mesa con nosotros.

De vuelta a la comisaría en el Bentley, Vikorn me da unos golpecitos desacostumbradamente tiernos en el hombro. Mete la mano en la guantera de la puerta de su lado, saca una pequeña cartera y me la da. Echo una mirada en su interior. Es una pistola automática Hecker and Kock. Trago saliva.

—Es sólo por precaución. Llévala encima siempre que puedas, sobre todo por la noche. Toma esto también. —Es un pedazo de papel con un número escrito—. Grábalo en los números de marcación automática de modo que puedas llamar con sólo apretar un botón. No habrá respuesta, pero haré que algunos de los chicos vayan a tu encuentro, de modo que asegúrate de estar en tu apartamento o en el club. No va a pasar nada antes de que regrese de Indonesia.

—¿Zinna?

—Me temo que no le va a sentar nada bien lo que tú llamas el plan C. —Vikorn tuvo que concentrarse para borrar la sonrisa de su rostro. Cruza la mirada con la de su chófer por el espejo retrovisor. El chófer está reprimiendo una carcajada.