Capítulo 23
En la intersección de Ratchadaphisek y Rama IV, Lek dice:
—Nunca he estado en Klong Toey. ¿Es tan malo como dicen?
—Bastante más.
—¿No te importa ir por ahí de noche, tú y yo solos?
—Somos policías, Lek.
—Lo sé. No te lo preguntaba por mí, yo me siento muy seguro contigo. Para mí eres como una especie de Buda…, el simple hecho de estar contigo desvanece el miedo.
—Tienes que dejar de hablar así.
—Porque no es propio de un poli machote, ¿verdad? Pero yo te quiero por lo que estás haciendo por mí. No puedo negar a mi corazón. —Yo suspiro—. ¿Te importaría decirme cuándo vamos a conocer a mi Hermana Mayor?
—Cuando estemos preparados. Tú y yo.
La verdad es que todavía no he tenido agallas de presentarle a Fátima. Cada vez que cojo el teléfono para llamarla tengo una visión suya comiéndose al niño vivo.
—Mira, Lek, ¿recuerdas lo que me decías el otro día sobre que el camino de un katoey es el más duro y solitario que un ser humano puede elegir?
—Yo no lo elegí. Lo eligió el espíritu que me salvó la vida.
—De acuerdo. Y tal vez ese espíritu haya elegido a Fátima, pero tengo que estar seguro. Me siento como si tuviera tu vida en mis manos con este asunto.
Lek estira la mano y la posa en mi rodilla un momento.
—El Buda te iluminará para esto. Estás muy avanzado, ya casi has llegado.
—No me siento avanzado. Tengo la sensación de estar corrompiendo a un menor.
Lek sonríe.
—Eso únicamente muestra lo santo que eres. Pero yo tengo que seguir mi camino, ¿no es así? Estamos hablando de mi destino. De mi karma. De mi sino.
—Vale.
—¿Me prestarás el dinero para los implantes de colágeno de las nalgas y el pecho?
Suelto un gruñido.
—Supongo que sí.
Klong Toey: el delito grave en su faceta más poética. El talat (mercado) es el centro emocional, cuatro kilómetros cuadrados de sombrillas verdes y lonas bajo las cuales hay chiles picantes que no duran ni un suspiro sobre los chales de mujeres pobres; pollos apiñados, vivos o muertos; patos que rezongan en jaulas de madera; todo tipo de cangrejos que imitan la agonía de la muerte en cuencos de plástico o que dan boqueadas en medio del calor (tanto de agua dulce como de agua salada, de concha dura o blanda); los carniceros al aire libre descuartizan un búfalo entero; fruto del árbol del pan, piña, naranja, durian, pomelo, rollos de algodón barato, toda clase de herramientas de mano para el manitas del Tercer Mundo (por norma general hechas de un acero de tan ínfima calidad que se rompen antes de una hora. Yo tengo una campaña personal contra nuestros destornilladores que se doblan como el peltre; te volverían loco, farang); y mucho más. Por allí cerca hay incluso algunas chozas de chapa de zinc producto de los tejemanejes de la Facultad de Arquitectura, unidos clandestinamente mediante unas precarias pasarelas que piden a gritos una escena de persecución, pero la mayoría de edificios que rodean la plaza son los comercios con vivienda de tres pisos de la tradición china. Las aceras proporcionan buenas pistas en cuanto a la actividad de las tiendas: motores enteros de automóvil apilados a las puertas de sus ateliers goteando aceite, conductos de aire acondicionado de todas dimensiones sobresalen de pie a las puertas de otro taller, tenderetes con CDs robados, las cajas de los últimos éxitos bloquean el paso frente a la tienda de equipos estereofónicos. Aquí no hay ningún farang (no lo conocen o, si lo conocen, no se acercan), estas multitudes lentas de gente morena son tan de la zona como la ensalada somtam, tan corrientes como el arroz. La cuestión: el distrito de Klong Toey incluye el puerto principal del río Chao Praya donde se han descargado los barcos desde el principio de los tiempos (hay fotografías en sepia de nuestros antepasados con los tradicionales pantalones negros tres cuartos, desnudos de cintura para arriba, con su largo cabello negro peinado hacia atrás desde sus frentes delicadas hasta sus magníficas colas de caballo, descargando a mano bajo un calor imposible, muchos de ellos consumidos por vuestro opio, farang). Un par de calles más allá: una grande y magnífica caseta de aduanas y un complejo de edificios que pertenecen a la Autoridad Portuaria de Tailandia. El propio río se halla a no más de un tiro de piedra y muchos de los habitantes originarios de este abarrotado distrito han construido sus chozas sobre pilotes al otro lado del agua. Unos hombres con embarcaciones fluviales del Medievo transportan, por veinte baths el viaje, a los pobres de un lado a otro en sus modestas canoas construidas a mano (con fuerabordas Yamaha y proas millonarias). En resumen, todo el mundo sabe que la principal industria es la farmacéutica, puesto que probablemente no haya ningún otro lugar en Tailandia donde los traficantes, cabecillas, adictos, polis y aduaneros se hallen tan convenientemente concentrados en poco más de kilómetro y medio cuadrado de propiedades inmobiliarias dedicadas a los negocios en la ribera del río. Las inevitables industrias derivadas, tales como el asesinato a sueldo, la usura y la extorsión han trasladado aquí sus cuarteles generales. Me sorprende un poco que el coronel Bumgrad se moleste con un mero Trance 808. Temía cierta hostilidad por su parte, puesto que es uno de los muchos enemigos de Vikorn, pero cuando Lek y yo salimos del taxi me saluda como si fuera el encanto personificado.
Han sacado a Chaz Buckle y lo han dejado en un lado del muelle bajo una manta. La lancha de la policía está amarrada a un cabrestante entre dos gigantescas embarcaciones portacontenedores. Proas que se alzan imponentes, popas oxidadas y planchas de hierro tapan la vista en todas direcciones. Las impenetrables sombras marinas proyectan oscuridad sobre los senderos débilmente iluminados. Bumgrad me hace un gesto con la cabeza y yo levanto la manta: un solo disparo en la parte posterior de la cabeza con una herida de salida que le hizo saltar el ojo izquierdo. Está abotargado por el tiempo que ha permanecido en el río, pero el asesinato es reciente. Incluso si no reconociera el rostro destrozado, los tatuajes hubieran bastado para identificarlo.
—Todavía no hemos mirado en sus bolsillos —murmura Bumgrad—, creímos que tal vez quisieras hacerlo tú.
Me inclino sobre el cuerpo y luego retrocedo de un salto cuando una pequeña anguila ciega sale culebreando de su boca. Sus bolsillos ondulan. Lek, que observa con atención, se lleva una mano a la boca. Cuando le rasgo la camisa veo que su estómago también se encuentra en perpetuo movimiento. Se oye un débil sonido y una cabeza blanca y ciega con una boca llena de dientes diminutos le sale por el ombligo. Vuelvo la cabeza bruscamente —¿qué clase de broma es ésta?—, pero Bumgrad y sus hombres se han ido, han desaparecido en el negro laberinto del muelle. Lek retrocede, reprimiendo un chillido. Las anguilas salen hurgando de su cuerpo, desesperadas por encontrar un modo de volver al río. Yo también retrocedo diez pasos.
De la proa del barco portacontenedores se oye el grito de una puta (los marineros son un mercado especializado que mi madre y yo no tocamos), luego vuelve a reinar el silencio excepto por el resonar de unos tacones herrados. Una baja y fornida figura uniformada con la espalda erguida y un pecho voluminoso surge de entre la oscuridad que hay más allá y se dirige hacia nosotros hasta que se queda de pie bajo el foco de luz que emite una pequeña lámpara que cuelga del cable de un barco. Me levanto poco a poco, cierro las manos en un wai y me las llevo a los labios.
—Buenas noches, general Zinna —digo, manteniendo cuidadosamente el wai.
Sin responder, el general camina lentamente hacia mí y se queda mirando fijamente el cadáver.
—Alguien ha ejercido la compasión —comenta en un susurrado tono de barítono—. Lo mataron antes de meterle las anguilas por el culo. De ese modo no notó la forma en que le devoraban las entrañas para salir. Yo dudo que me mostrara tan comedido hacia alguien que de verdad me irritara. ¿Sabes a lo que me refiero? —Levanta la mano, chasquea los dedos una vez, se oye el sonido de unas botas que corren y más de una docena de jóvenes con sudaderas negras y cortes de pelo al estilo militar salen de las sombras al trote. Se quedan de pie detrás de él en formación hasta que, con un gesto de la cabeza, les indica a dos de ellos que se acerquen a Chaz para enfocarle una linterna en el vientre que a estas alturas ya está bastante roído y contiene una maraña de gusanos blancos que se retuercen. El general se acerca, coge una de las anguilas de las tripas de Chaz, la mata hábilmente golpeándole la cabeza contra el cabrestante y regresa conmigo.
Mientras me mete la anguila muerta en el bolsillo del pantalón me dice, en lo que apenas es más que un murmullo:
—Dile al coronel Vikorn que ha ido demasiado lejos. Me tendió una trampa, yo me salvé, ahora la droga me pertenece. Ya no le queda ninguna otra baza. De un modo u otro le voy a sacar las tripas. —Le dirige una mirada desdeñosa a Lek—. Y tu chapero también se las va a cargar.
Él y sus hombres se dan la vuelta y se marchan. Estamos solos en la oscuridad marina con un cadáver lleno de anguilas hambrientas. Como si hubiera notado que ya no había moros en la costa, la chica de la proa del barco chilla y ríe de nuevo con una profesionalidad admirable, calculada para hacer que su marinero se sienta poderoso, depredador, irresistible, encantador y cachondo. Parece ser que hay una fiesta secreta en marcha, puesto que otro par de chicas gritan, ríen y hacen bromas vulgares en tailandés en tanto que sus hombres vocean en chino. Por encima de la proa aparecen tres rostros femeninos que vuelven a desaparecer inmediatamente.
Una súbita quietud en la que se pueden oír los suaves pasos de una rata grande. A lo lejos alguien está cruzando el río en un barco de cola larga. Decido evitarle más indignidades forenses al hombre que ya interrogué, pero no es fácil. Es pesado y esquivo a la manera en que lo son los cadáveres. Lo agarro por las muñecas y al tiempo que le indico por señas a Lek que me ayude lo arrastro hacia el extremo del muelle, lo hago rodar y luego intento empujarlo al agua. Lek se inclina desde las caderas y, si bien con elegancia, no puede agarrar los pies del cadáver. Yo estoy sudando con el calor de la noche y experimento una renuencia irracional a entrar en contacto con las anguilas que siguen dándose un festín. Le coloco un pie en el hombro, cerca del cuello, y empujo con fuerza. Todavía tiene los brazos extendidos y los tatuajes, dedicados a su madre y a Denise, son lo último en deslizarse por encima del borde y caer al río con el más discreto de los chapuzones.
Me meto la mano en el bolsillo y arrojo tras él la anguila muerta de Zinna. ¿Dónde está Lek? Me desespero por un segundo (experimento una visión de violación y degradación a manos de los hombres de Zinna) y entonces lo veo un poco más abajo del muelle, bajo un foco de luz.
La más clásica de todas nuestras danzas clásicas proviene del Ramayana hindú, en el que el dios Vishnu se encarna como Rama y se involucra en una pelea con el mal por la vida de su novia Sita. Lek está representando a Sita de rodillas rogando para que su dueño y señor crea en su fidelidad eterna.
Lo rodeo con el brazo y me lo llevo de allí.
—Me llamó chapero.
—No te preocupes por eso.
—No soy un chapero, soy un bailarín.
—Ya lo sé.
Vuelve sus grandes ojos color avellana hacia mí, despiadado en su confianza, amor y expectativas.
Cuando pasamos junto al lugar oímos la feroz agitación de los peces y las anguilas que se están alimentando del T808. Por un tentador momento veo su vida dispersa en sus muchos componentes, que dan vueltas alejándose unos de otros y sumergiéndose en la noche. La amalgama de problemas que era Chaz Buckle ahora está resuelta.