Capítulo 28
Olvídalo, farang, no voy a contarte lo que pasó en la cena. Digamos que me comporté como un necesitado, torpe y absoluto gilipollas dominado por los nervios (existe una razón por la que el amor es femenino en todas las cosmologías responsables, convierte a los hombres en payasos), pero la lubina al vapor con chile estaba exquisita, el frío blanco australiano fantástico y mi intransigente beso sonoro en aquellos labios divinos al despedirnos fue mejor que ambas cosas (si antes no sabía que estaba chiflado ahora ya lo sabe). Lo dejaré aquí de momento, si no te importa. Me estoy tomando el hecho de que ella ya no trabaje como una manifestación de compasión cósmica. No, claro que no le dije nada sobre el sueño.
Son alrededor de las diez de la noche cuando regreso al Old Man’s Club, donde mi madre se ha quedado a cargo. No la veo por ninguna parte, pero muchos de los clientes arrugan la nariz de un modo sentencioso.
Sigo el rastro del aroma hasta la zona cubierta del patio donde está sentada Nong. Hace algo sospechoso con las manos al verme, pero es demasiado tarde.
—Creía que estabas a dieta, ¿no?
—Lo estoy. Incluye fruta.
—Estoy seguro de que no dice fruta y ya está. Apuesto a que pone cítricos, o algo así. Hace unos días eran manzanas.
—La fruta es fruta. ¿Qué diferencia hay?
Decido actuar con astucia en este momento delicado y pongo una encantadora sonrisa en mi boca mientras me acerco. A pesar de sus sospechas, ella responde a mi afectuoso pellizco en la mejilla y no es lo bastante rápida para detener mi mano izquierda cuando quiere agarrar el oloroso manchón amarillo que tiene en el plato.
—Ladronzuelo.
Mastico alegremente. ¡Ah… el durian!, ¡su exquisita decadencia melancólica, su evocadora y viscosa sensualidad, su desnuda, cruda y desvergonzada acritud primigenia, su atractivo triunfalmente mórbido! Bueno, no importa, farang, de ninguna manera entenderás el durian sin pasarte media vida aquí.
—Tiene que ser la fruta que más engorda de todo el mundo. El farang que te preparó la dieta, sea quien sea, probablemente no haya ni oído hablar de ella.
—Hay un correo electrónico —dice ella, no sin un tono de alivio—. Se va a retrasar por lo menos otra semana. Tiene que quedarse en Estados Unidos por un caso.
Que Buda me perdone, me había olvidado completamente de Superman. Voy corriendo al ordenador y compruebo el correo:
Mis queridos Nong y Sonchai, lo siento muchísimo pero voy a retrasarme. El Tribunal de Apelación me acaba de comunicar que han adelantado uno de mis tres casos principales y la vista tendrá lugar en los próximos días. Represento a uno de los clientes más importantes del bufete y sencillamente no tengo manera de evitar tener que quedarme aquí. Voy a venir en cuanto termine, y con eso quiero decir tan pronto como termine. Tengo hecha la bolsa del equipaje y en el instante en que acabe con el caso iré directamente del despacho al aeropuerto. Me consumo por vosotros dos. Dios mío, Nong… Dios mío (yo también te quiero, Sonchai, aunque no nos conozcamos).
Estoy reflexionando sobre ello (dice: «te quiero», pero antes dice: «también») cuando de golpe y porrazo todo el mundo se queda paralizado porque dos desconocidos han entrado en el bar.
Bueno, no son desconocidos exactamente. Norteamérica es una sociedad tribal sin lugar a dudas, ¿no es cierto? El efecto que tienen sobre los viejales que hay en el bar me hace pensar en un par de cheyenes que aparecen por un recodo en un bosque para ir a buscar a una banda de crows que está comiendo. Hudson, Bright y todos los clientes se suben los pantalones de un tirón simultáneamente. Hudson se aparta de los hippies arrugados con cara de vinagre y me mira directamente a los ojos.
—Hola, detective, ¿se acuerda de nosotros? —dice Hudson casi sin mover los labios, igual de duro, adusto y angustiado que siempre.
—Songai Kolok. Entonces eran hombres de negocios.
—Y usted era un norteamericano con permiso de residencia y trabajo. Dejémonos de charla y vayamos al grano, ¿sabe por qué estamos aquí?
Sin decir ni una palabra los conduzco fuera, a la parte de atrás. Hudson arruga la nariz y Bright husmea el aire ostentosamente («ése sí que es un hedor tercermundista como no hay otro»).
—Madre, éstos son los dos espías de la CIA que conocí en Songai Kolok cuando fingían ser hombres de negocios de la industria de las telecomunicaciones —le explico en tailandés.
¿Te he dicho ya que en nuestra sociedad primitiva seguimos teniendo cortesía? Mi madre se toma la presentación como un signo de que esos dos hombres se hallan por encima de ella en la pirámide. Ella se pone de pie y los saluda a conciencia con un wai. Hudson, creo, lamenta no llevar sombrero para descubrirse y Bright está confuso. Considera si hacer un wai, pero lo deja correr.
—¿Quieres decir que te mintieron? —pregunta mi madre, que todavía mantiene una sonrisa educada.
—Eso es lo que hacen, mentir. Son espías.
—¡Qué asco! —Saluda educadamente con la cabeza a Hudson—. ¿Hablan tailandés?
—Ni una palabra.
Responde al respetuoso saludo de Bright con una sonrisa radiante.
—¿El coronel conoce su existencia? ¿Los vamos a quitar de en medio?
—Mamá, por favor, no sería una buena idea. La CIA es muy poderosa.
—No me gusta la manera en que ese joven olisquea mi durian sin parar. Puede que yo misma lo liquide si sigue haciendo eso. —En inglés—: Siéntense, caballeros, hagan el favor, mi casa es su casa.
Veo que Bright no está nada convencido de que sea seguro sentarse en un lugar con un aroma tan penetrante. Sin embargo, coge valientemente una silla y Hudson hace lo mismo. A Hudson no le ha pasado por alto que se halla en presencia de una atractiva mujer tailandesa de aproximadamente su mismo grupo de edad (veo una terrible amargura que él estaría dispuesto a fundir y reciclar por la mujer adecuada, ¿tal vez una asiática femenina, con cortesía y dulzura? ¿Podría ser que fuera ella?).
—Al mayor le gustas.
—¿Quieres que lo seduzca y que averigüe cuánto sabe?
—Se supone que estás retirada.
—Realmente el joven se cree el no va más, ¿verdad? ¿Mandamos a una de las chicas para que se encargue de él? No creo que ponga la misma cara cuando le mostremos el vídeo de su actuación con los pantalones bajados.
Tengo una expresión de adoración filial en la cara.
—No es mala idea, de verdad. ¿La habitación 10 todavía está equipada?
—Sí, así es, a pesar de tus objeciones puritanas.
Nota explicativa: La querida Nong nunca me ha perdonado por negarme a formar parte de una agrupación que emite pornografía por Internet de la que se paga por minuto, normalmente sin el conocimiento ni el consentimiento del propietario de la erección. La cámara digital oculta estaba instalada y lista para funcionar cuando lo descubrí y puse fin a todo eso.
—¿A quién se lo pedimos? ¿Cuál es su perfil?
—Fácilmente excitable, una buena actuación básica sin demasiada imaginación, probablemente pueda aguantar los veinte minutos enteros si hace falta, uno que aprieta las mandíbulas en la recta final, un triunfalista, le molesta que la dama no llegue al clímax. No queremos a una sumisa, sólo serviría para que se pusiera arrogante y despectivo. Alguien inteligente y sutil que lo vuelva loco: «¡Ah! Espero que vuelvas pronto, me pongo tan caliente cuando no me corro, ¿quieres que te consiga un poco de viagra la próxima vez?».
—¿Nat?
—Es muy veleidosa, pero estoy de acuerdo en que posee el talento. Si está de humor sería perfecta. Voy a ver si está por ahí. —En inglés—: Discúlpenme, caballeros, debo volver al trabajo.
—Nosotros pondremos las cartas sobre la mesa —dice Hudson con un tono de voz monótono y neutro en cuanto mi madre se ha ido—. Tiene información sobre la desaparición de un tal Mitch Turner. Creemos que fue asesinado en un hotel no muy lejos de aquí. Creemos que fue una de las trabajadoras que tenía entonces. —Mira a Bright—. ¿Me he dejado algo?
Bright me mira intensamente a los ojos (quiere, de verdad, que yo entienda, de verdad, lo que va a decir):
—Mire, somos norteamericanos en guerra y no dejamos a nuestros muertos en el campo de batalla, pase lo que pase. Es tan simple como eso. Simplemente no lo hacemos. Así pues, por el interés de todos hay que dejar de joder, dejar todas esas…, esto…, pequeños encubrimientos y conspiraciones y cooperar, acabar con esto y llevar al autor ante la justicia, porque llegaremos al fondo de todo esto, ya lo creo, de un modo u otro. —Por el rabillo del ojo veo que Hudson tiene la gentileza de hacer una mueca de dolor—. Espero que entienda lo que le estoy diciendo, detective.
Les estoy correspondiendo con Miedo y Sobrecogimiento del Tercer Mundo cuando aparece Nat con una sonrisa para preguntar si alguien quiere algo de beber. Bright no aprecia la distracción y responde bruscamente «agua» en el mismo tono de Severidad. Levanta la mirada hacia ella con un parpadeo. La chica lleva puesto un vestido de algodón hasta las rodillas de corte relativamente recatado aunque un poco bajo y no parece que lleve ropa interior. Bright no le recorre el cuerpo con la mirada, pero el agradable contraste del blanco puro con sus cremosas piernas y sus hombros morenos es difícil de pasar por alto. El primer contacto.
—Yo me tomaré una coca-cola si puede ser —dice Hudson con considerable cortesía (creo que está esperando que vuelva Nong).
Yo meneo la cabeza con una sonrisa y Nat les ofrece a Hudson y a Bright un wai encantador. Bright lucha con la distracción y gana.
—Tal vez el detective pueda confirmar que estamos todos de acuerdo.
—¿Sobre qué? —le pregunto con una sonrisa.
—Sí —interviene Hudson—, me he perdido un poco. ¿En qué nos estamos poniendo de acuerdo? —¿Por qué tengo la sensación de que esta pareja no disfruta de una relación totalmente satisfactoria?
Bright se pone… bueno, de un rojo intenso.
—Sólo trataba de…
—Sé lo que tratabas de hacer. Tailandia probablemente sea nuestro mayor aliado en esta parte del mundo. Si el presidente quiere fastidiar todas las amistades internacionales que tenemos es cosa suya, pero tú no eres el presidente. —Da la impresión de que está a punto de decir algo más, pero cambia de opinión. Yo me espero a que Bright explote, que dispare a Hudson con una Magnum, tal vez, pero lo único que hace es poner cara de resentimiento infantil. Hudson se inclina hacia delante, clava su mirada en la mía con bastante suavidad, incluso le da a la suya un ligero tono de súplica—. Mire, detective, sabemos lo que es probable que ocurriera. Usted nos conoce. ¿Por qué estamos aquí? Estamos aquí porque la organización para la que trabajamos no va a descansar hasta que se explique la desaparición de Mitch Turner. Hasta entonces, oficialmente nadie puede saber si esto es un caso de terrorismo internacional, de violencia doméstica, un atraco que salió mal…, ¿o qué? ¿Entiende lo que quiero decir? Si sucedió algo entre Mitch Turner y una de sus chicas, si eso es todo lo que pasó, si hay circunstancias atenuantes como es probable que las hubiera, pues a fin de cuentas él era un tipo grande y fuerte. Creemos que desapareció el sábado por la noche, era sabida su baja resistencia al alcohol, no tenía por qué estar en Bangkok… ¿Ve a lo que quiero llegar? Si existen motivos para reducir los cargos a homicidio sin premeditación, o incluso tal vez para declarar que fue en defensa propia, podríamos hacer que la acusación lo escuche y quizá llegar a un trato. Sólo tenemos que aclarar el asunto, sea como sea. Los norteamericanos tenemos una mentalidad muy ordenada. No podemos dejar un caso abierto con las palabras «no resuelto» estampadas encima, al menos en tiempos de guerra, ni en el caso de alguien como Mitch Turner. Nos gustaría que nos ayudara. Por favor.
Nat vuelve con el agua. Al inclinarse sobre Hudson para servirla deja al descubierto gran parte de su torso frente a Bright, que ahora está a punto para la distracción después de la reprimenda por parte de Hudson. Se queda absorto, con la mirada fija, levanta la vista y se encuentra con los ojos de Nat sobre él. Vuelve a ruborizarse. Segundo contacto.
—Entiendo —digo yo mientras me pregunto qué hacer. Toda esta situación está pidiendo a gritos las habilidades de Vikorn. ¿Qué hace ahora un monje frustrado? ¿Estamos jugando al ajedrez en tres dimensiones o a los faroles con dos cartas?—. La cuestión es que no está en mis manos.
Ahora es Hudson el que se distrae. No es tonto y no se le han escapado las habilidades de Nat. Tanto él como yo observamos con interés clínico mientras ella se inclina sobre Bright para servirle el agua. Su actitud no es de coqueteo, pero sirve el agua con inusual lentitud. Es una noche muy calurosa bajo los toscos fluorescentes de nuestro patio. Todo el mundo está sudando. Casi gota a gota, el agua helada, pura y transparente, llena el vaso que se torna opaco con la condensación. El momento parece prolongarse indefinidamente. Nat no muestra piedad alguna, en tanto que Bright se concentra en el vaso para no mirar de reojo los dos pechos jóvenes y morenos que cuelgan muy cerca de su cara. Cuando ella termina, levanta la vista rápidamente, dice «gracias» en un tono brusco. Ella le hace una ligera y encantadora reverencia manteniendo la seriedad de sus facciones. Tercer contacto.
Farang, te apuesto tu Wall Street contra un mango tailandés a que vuelve, aunque no sea por otra razón que para jugar la carta del joven viril contra el rango superior de Hudson y de este modo recuperar su ego tras aquella humillante reprimenda. Hudson también lo piensa. Aparta la mirada con una mezcla de diversión y enfado (¿por qué tuvieron que enviarle a un niño?). Ahora está esperando a que yo diga algo más. No lo hago. Un suspiro.
—Está bien, ¿en manos de quién está? ¿De ese tipo, el coronel Vikorn? Tiene muchísima fama, y no precisamente de ser un policía honesto.
—Un tipo turbio —dice Bright entre dientes y evitando la mirada de Hudson.
Yo adopto una expresión sumisa.
—¿Le digo que quieren hacer un trato?
Bright no está nada seguro de si estoy siendo sarcástico o si simplemente es mi ineptitud con el inglés. Oscila entre la ira y el desprecio con cierta preferencia por el desprecio. Hudson tose para disimular su reacción.
—Sí, dígale que queremos hablar. Estoy seguro de que podremos resolverlo de algún modo. Nos sería de mucha ayuda poder hablar con la última persona que vio a Mitch Turner con vida. Eso nos causaría una muy buena impresión.
Ambos se terminan el agua de unos cuantos tragos y se levantan para marcharse, les sigo por el club hasta la puerta principal sin quitarle ojo a Bright. Sí, ahí está, ese vistazo por la estancia que se dijo que no iba a hacer. Nat, por supuesto, no está a la vista.
En cuanto están metiditos en un taxi, llamo a Vikorn. Se queda en silencio durante un minuto entero, entonces:
—¿Qué te dice el instinto?
—Nosotros somos los indios, ellos los vaqueros, quieren llegar a un acuerdo. Quieren a Chanya en la reunión, coronel.
Él tose.
—Diles que vengan al bar mañana por la noche. Cerraremos todo el tiempo que dure la reunión.
—¿Chanya va a estar?
—No lo sé.
A altas horas de la noche me suena el móvil. Es Lek, por fin. Un tono desesperado (parece que se esté muriendo):
—Tienes que ayudarme.
El parque Lumpini (llamado así por el lugar de nacimiento de Buda) por la noche: el amor en su máxima degradación, pero se dice que la incidencia del VIH es de más del sesenta por ciento. En la oscuridad: movimientos sospechosos en los bancos y en la hierba, gemidos y susurros amortiguados, los roces de grandes animales en celo, la intensidad (enormemente adictiva, dicen ellos) de la fusión atómica del sexo y de la muerte. Es más de media noche en este jardín tropical. En el extremo del parque tengo que llamar a Lek al móvil para averiguar su paradero exacto. Está solo junto al lago artificial, mirando fijamente el reflejo de la luna en el agua. Cuando lo toco, su cuerpo parece medio congelado.
—Me dijo que viniera aquí —susurra al cabo de un momento—. Insistió en que debía ver su peor faceta.
—Tiene razón. Eso es exactamente lo que se supone que tiene que hacer una buena Hermana Mayor.
—Me siento fatal. Me ha destruido completamente.
—Sólo te está probando. Es mejor que veas lo peor antes de dar el gran paso. Tienes que estar seguro de que no acabarás aquí.
—La mitad de las putas son unos katoey —suelta—. Lo han perdido todo, hasta la humanidad más elemental. No son más que… criaturas. Los he visto vagando por los bancos, esperando a clientes, como demonios hambrientos. Algunos de ellos tienen lesiones. ¡Ofrecen sus servicios a los taxistas!
—¿Qué dijo Fátima exactamente?
—Dijo que me ayudaría si me bebía toda la copa de la amargura. Dijo que el camino de un katoey es sagrado, sólo los katoey y Buda ven realmente el mundo como es. Dijo que tenía que ser fuerte como el acero y blando como el aire.
Cuando lo rodeo con el brazo, empieza a sollozar.
—No creo que tenga la fuerza necesaria. Yo sólo quería bailar.
—¿Crees que bailar es fácil?
Me mira con esos ojos grandes que tiene:
—Gracias por venir. Tuve un momento de debilidad. Será mejor que me quede por aquí un rato. Tengo que verlo todo, ¿no es cierto?
—Sí. —La verdad es que no hay nada más que decir.