Capítulo 36

Ahora me encuentras en la modalidad familiar, farang, sentado frente al monitor del ordenador en mi cafetería favorita con Internet y hago avanzar varias entradas de la versión online de la Enciclopedia Británica. No es necesario que te sientas inferior, yo tampoco sé qué diablos es el ukiyo-e. Ahí va: «Estos representaban aspectos del ámbito del entretenimiento (llamado de manera eufemística: el mundo flotante) de Edo (actual Tokio) y otros centros urbanos. Los temas comunes incluían cortesanas y prostitutas famosas, actores kabuki y escenas bien conocidas de obras kabuki, así como arte erótico. Los artistas del ukiyo-e fueron los primeros en explotar el medio de los grabados en madera».

La coincidencia se me antoja casi grotescamente literaria. Ahora Vikorn me llama al móvil. Me emplaza en la comisaría, donde me acompañan hasta su despacho. Hudson está allí, con unos ojos un tanto desorbitados, andando de un lado a otro de la habitación. La impresión de una mente desentrañando es bastante fuerte. O, para ser más precisos, el alienígena que lleva dentro se está haciendo claramente con el poder. Sospecho que es de Andrómeda, aunque no soy un experto.

—¿Algún avance? —pregunta Hudson.

Cuento una larga historia de tatuajes y putas, una noche de borrachera con el aprendiz póstumo de Hokusai y el efecto que el nombre de Mitch Turner pareció tener, aunque en aquellas circunstancias era difícil estar seguro.

—Necesito la conexión islámica —dice Hudson furioso mirando fijamente a Vikorn—. Esa zorra nos va a tener agarrados por las pelotas si descubre ese viajecito tuyo a Indonesia —traga saliva—. También quiero ese jodido portátil.

Es difícil interpretar a Vikorn en este momento. ¿Está realmente intimidado por Hudson o se limita a ser atento? Mi intuición descarta ambas posibilidades. Aquí pasa algo, hay algún drama oculto desde hace tiempo, algo que se remonta a antes de que yo naciera. Vietnam, Laos: ¿cuál es aquí mi karma? ¿Mi padre? Es inquietantemente fácil ver a Hudson como la fuente de la semilla que se convirtió en mí, aun cuando no sea Mike Smith. Cuando Hudson vuelve su mirada hacia mí, Vikorn clava sus ojos en él de una manera que no he visto nunca.

—Olvídate de los jodidos tatuajes —dice Hudson—. Olvida toda la conexión japonesa, es una pista falsa. Sigue el rastro islámico. «No hay más victoria que la de Alá». —Vacila un momento y luego recita lo que me imagino que son las palabras originales del Corán en árabe. Para mí su acento es impecable; se deleita en los tonos guturales. A la defensiva (al ver la cara que pongo)—: Soy un buen norteamericano, tengo derecho a mi esquizofrenia.

Camina por la habitación. Vuelve a acercarse a la ventana, mira hacia fuera, empieza a hablar con esa voz narrativa que podría pertenecer a otro hombre, o al menos a una versión anterior de éste. Hay metal pesado en los medios tonos.

—La mayoría de las personas no permanecen mucho tiempo en la Agencia. Es como cualquier otro trabajo en Estados Unidos, los norteamericanos se impacientan, se aburren, enfurecidos porque sus talentos no son debidamente apreciados. Avanzamos. Sí, avanzamos…, cambiamos la vista cada diez minutos y durante un tiempo puedes convencerte de que has escapado a la rutina. Pero no para siempre. Tras cierto momento concreto de tu vida empiezas a mirar atrás. Distingues un patrón. Algo inquietante, maniaco, coartado, torturado y repetitivo. Ese patrón es lo que tú eres, lo que tu cultura ha hecho de ti. Pero no es motivo para rendirse. No es motivo para convertirse en un Mitch Turner. No es motivo para cambiar de bando. Tienes que seguir al pie del cañón, para bien o para mal. ¿Cómo vas a saber nunca lo equivocado que estás, cómo vas a aprender la lección de tu vida si no eres más que una pluma a merced del viento? Tienes que absorberlo todo, no hay otra manera.

Vuelve a tomar asiento como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.

—Quiero que vuelvas al sur. Deja de joder por ahí con japos chiflados y putas locas de Bangkok. Quédate allí un mes, un año si es necesario. —Se pasa la mano por el pelo corto y en punta como para imponerse paciencia—. Y quiero ese puto portátil. —Otra pausa, y luego—: Antes de que lo consiga ella.

Levanto la vista hacia Vikorn, que asiente con la cabeza.

Pero la verdad es que no quiero volver al sur para dar palos de ciego. Una breve plegaria a Buda me va muy bien. Todavía no he terminado de clavar el incienso en la caja de arena cuando mi móvil empieza a vibrar.