Capítulo 40

Vamos, farang, admítelo, siempre has querido probar un poco de opio, ¿verdad? Sólo una vez, por supuesto, para ver qué tal, ¿no? Naturalmente sin familiares cercanos alrededor, probablemente ni siquiera con ningún miembro de tu grupo de iguales, que tal vez le fuera con el cuento al jefe, justo cuando estaban pensando en ti para un ascenso, pero ¿y si tuvieras la oportunidad de experimentar (ya sabes) durante unas pequeñas vacaciones privadas que tú y tu pareja acordarais que podías tomarte en solitario para encontrarte a ti mismo y hallar el sentido de tu vida durante tu crisis de los cuarenta (o tu crisis postadolescente, o tu crisis de los treinta y tantos) quizás en algún exótico país extranjero de algún lugar del sudeste de Asia? Opio, solamente la palabra ya seduce, ¿no es cierto? Es tan atrayente, tan literario, tan especial, tan raro actualmente.

En el norte, cerca de la frontera con Laos y Birmania, se llevan a cabo las rutas del opio, aunque no las llaman así, claro está. La palabra es: aventura. Tienes un recorrido en elefante a través de la jungla, la balsa de bambú en el río, toda la ganja que puedas fumar y un par de noches muy especiales en una de esas endebles casuchas de bambú que ves tantas veces en las películas sobre el Vietnam, compartiendo una o diez pipas con los pintorescos hombres y mujeres de las tribus de las montañas (cuyos hijos, por razones que se escapan a la historia, se saben toda la letra de la canción Frère Jacques y es probable que la canten a grito pelado a la menor provocación). ¿Y por qué no? No es tan adictivo como la televisión y tampoco contamina más la mente que ésta. Durante siglos el hombre blanco fue un traficante apasionado e incluso se enzarzó en guerras justificadas para llevar a cabo su deber sagrado de aliviar la carga de la existencia a los ingentes millones de asiáticos con una droga que ya se consideraba peligrosa para el hombre blanco (¿te suena, Philip Morris?). Hoy en día es más rentable recetar tranquilizantes o entretenimiento doméstico… Piénsalo.

Había un toque de frialdad tailandesa (quizá repugnante para ti, farang, pero que de algún modo a mí me resulta encantadora) en la manera en que Chanya observó su reacción al opio. Primero le sube a la cabeza el alcohol, con el efecto habitual. Cambia de humor, bromea con ella y empieza a desnudarla. Toman juntos la ducha ritual (él la llama «putahigiene») y el cuerpo de Chanya provoca la magia de siempre. No hay duda al respecto, en estos momentos él literalmente la adora. Ella no puede calificarlo cínicamente como simple lujuria, tal es la veneración de sus susurros de amor, la gratitud ante el alivio que su apareamiento supondrá para su mente febril, el genuino sobrecogimiento ante su belleza, sobre todo cuando sonríe. ¿Qué mujer no estaría impresionada? Es algo embriagador, mejor que en las películas y en apariencia auténtico.

Cuando desliza su muslo musculoso por encima del cuerpo de Chanya dispuesto a montarla, suelta un lento y prolongado gruñido de satisfacción, como un hombre que finalmente ha roto la maldición de toda una vida. Su pierna derecha pesa sobre la de ella, que nota la progresiva relajación de sus músculos. Se abren como flores, uno a uno, abandonando su demente energía, ese desesperado aferramiento que el Buda identificó como la fuente de todo karma y por lo tanto de todo sufrimiento. Ella está tan sorprendida e impresionada (la vieja bruja realmente sabía un par de cosas al menos) que lo único que quiere es quedarse allí tumbada, como si también hubiera tomado opio. Supone tal alivio experimentar cómo este enorme tornado masculino se abandona por fin, que la catarsis es tanto por parte suya como por la de él. Así yacen unos diez minutos, como poco, mientras él mira fijamente las volutas del oído derecho de Chanya y ella escucha la relajada y profunda respiración de una mente que ha curado temporalmente sus terribles heridas. La paz ha vuelto a ordenar sus atormentados rasgos.

Resulta difícil exagerar el efecto que este momento tiene en ella: de golpe y porrazo la expresión del rostro de Mitch es normal, humana. Durante más de un año había supuesto que este extraño gigante era un ser —un farang— constituido de forma distinta a cualquier persona que hubiera conocido nunca. Ahora está siendo testigo de una transformación en la cual él vuelve a la familia humana, con la inevitable implicación de que todo lo ocurrido anteriormente era una forma de locura, una ilusión de farang que no lleva a ninguna parte, una prueba andante de la imposibilidad de crecer de toda una sociedad. Chanya está anonadada. Finalmente consigue empujar suavemente su pierna para sacársela de encima y lo deja boca arriba. Él la retiene un momento y la mira fijamente a los ojos sin ver nada.

—Marge —susurra.

—Sí, Homer —responde ella haciendo todo lo posible por imitar el personaje de los dibujos a pesar de su acento tailandés.

La más imperceptible de las risas y se enzarza en un enigmático rompecabezas que ella no puede seguir. Le pone una almohada debajo de la cabeza, ella se envuelve con una toalla y lo deja allí. Mitch vuelve en sí al cabo de ocho horas sintiéndose deliciosamente fresco y con un humor de lo más sereno.

—Opio —le dijo ella—. Te puse opio en el vino.

La noticia no minó su serenidad en absoluto. Tal y como había predicho la vieja bruja, le pidió más.