Capítulo 41

¡Qué típico de un farang encontrar un lugar agradable en la vida y echarlo a perder con sus excesos! En la época dorada del opio un caballero fumador se imponía el límite de un par de pipas por la noche y podía llegar a los cien años, llevando a cabo sus tareas diarias con satisfacción y con la seguridad de que por la noche en su diván le esperaba una exótica licencia de lo mundano (¡sabe Buda de dónde sacaste la idea de que la pura monotonía de la mente obsesionada con los inventarios es normal y saludable, farang!). Nadie creía que la adormidera fuera la respuesta a los problemas de la vida; todo el mundo lo entendía simplemente como un receso en el interminable funcionamiento de la mente; nadie esperaba pasarse el día colocado.

Chanya hizo varias visitas a Mitch después de su debut con el opio. La droga casi la sustituyó a ella como su principal foco de atención y siempre quería más. Se convirtió en un experto utilizando la pipa y ella se acostumbró a sus ojos nublados y a sus miradas fijas a media distancia. Lo mejor era su gran ternura y gratitud. Desde las profundidades de la serenidad era un amante y esposo perfecto, aunque su vida sexual se redujo en intensidad. Probablemente eso tampoco fuera nada malo. A ella le gustaban los largos silencios satisfechos durante los cuales la obsesión farang que llenaba el espacio con ruido se vio reemplazada por… gloriosa nada.

En cada una de las visitas le trajo más opio, pero con el alma caída a los pies. La vieja bruja se estaba alarmando ante la cantidad que estaba consumiendo el farang. Ella no se consideraba una traficante, sencillamente proporcionaba a las personas que lo necesitaban la tradicional cura de hierbas que formaba parte de su cultura. Iba con su papel de vieja bruja del pueblo. Al final le advirtió a Chanya que no le iba a vender más. Lo último que necesitaba era que algún departamento antidrogas farang se le echara encima, o que los policías locales le exigieran una tajada. Chanya estaba decidida a decirle a Mitch que tendría que dejarlo porque no podía conseguirle más droga. No obstante, por una vez, el destino pareció intervenir a su favor.

En su siguiente visita Mitch le contó una extraña historia que, en retrospectiva, se da cuenta de que lo afectó profundamente, aunque era imposible decir cuánto había de cierto y cuánto de fantasía; él al menos parecía creérselo.

Una noche de hacía cosa de una semana, al volver a su apartamento de uno de sus interminables merodeos por la pequeña ciudad que ahora conoce como la palma de su mano, mete la llave en la cerradura y se encuentra con que está abierta. La verdad es que en cierto modo había llegado a tal punto de despiste con las varias drogas de las que abusaba que, para empezar, no tenía la seguridad de haberla cerrado. No obstante, al entrar, un par de manos lo empujan hacia el salón y cierran la puerta tras él sin hacer ruido.

La escena que se presenta ante él se asemeja tan exactamente a su peor pesadilla que por un momento se queda totalmente paralizado de miedo. Los dos jóvenes que lo sujetan por los brazos tienen aspecto de robustos malayos con casquete. Sentado en el suelo hay una especie de imán con una larga barba gris, una túnica musulmana y un casquete muy ornamentado. Sentados en torno a él hay unos quince hombres, la mayoría de mediana edad, todos con casquete, que sin duda son discípulos del imán sagrado. Los dos jóvenes lo obligan a sentarse en el suelo, mirando al imán.

Tras la primera oleada de una paranoia totalmente devastadora que le dificultaba la respiración, su entrenamiento resurge hasta el extremo de que recorre al grupo con la mirada para comprobar si llevan armas. No ve ninguna y la verdad es que los dos jóvenes guardias van desarmados. Después de pasarse décadas levantando pesos, Mitch tiene unos músculos tan desarrollados que probablemente podría someter a los jóvenes y escaparse. Está claro que esta idea no les ha pasado por alto a las mentes del imán y de su grupo, que hacen unos gestos con las palmas de las manos que parecen pedirle que se quede sentado. Él evalúa rápidamente la situación. Si este grupo tenía intención de matarlo, podrían hacerlo donde quisieran. Si escapaba de la habitación, no les costaría mucho asesinarlo antes de que pudiera llegar al aeropuerto de Hat Yai, antes de que pudiera abandonar la Tailandia musulmana, en otras palabras. Tiene los nervios un tanto destrozados por el opio y el espid, pero se controla lo suficiente para permanecer sentado. Incluso intenta prepararse para morir. Profundamente arraigada entre sus más sagradas promesas está la de, como mínimo, morir como un norteamericano valiente, aunque su vida no haya sido ni mucho menos perfecta. «Al menos eso sí puedes hacerlo», dice para sus adentros por encima del violento latido de su corazón.

No obstante, el imán no contribuye a mejorar mucho su autoestima, puesto que parece intuir la intensidad del terror de Mitch y sonríe de una forma un tanto condescendiente, como si estuviera frente a un niño asustado. Los demás hombres de mediana edad, entre los cuales Mitch reconoce al menos a algunos como respetables e influyentes ciudadanos de Songai Kolok, muchos de los cuales son prósperos hoteleros, también hacen gestos tranquilizadores con las manos. Cuando queda claro que Mitch no va a salir corriendo hacia la puerta, uno de los jóvenes malayos toma asiento respetuosamente junto al imán.

—Por favor, perdónenos, señor Turner —empieza a decir el imán—. Me temo que si lo hubiéramos abordado de cualquier otra forma, habríamos despertado la atención de ciertos intereses y su vida habría estado en peligro, por no mencionar la nuestra. Señor Turner, estamos aquí para ayudarle a seguir con vida. Nosotros no le haremos ningún daño, pero nuestra advertencia no carece de un interés personal, como verá. —Un carraspeo y un extraño gesto que arderá en la memoria de Mitch Turner: el imán tiene la costumbre de realizar un movimiento curvo y horizontal con la mano, como si acariciara a un gato—. Señor Turner, sabemos que trabaja para la CIA, que está aquí para espiar a los musulmanes, especialmente a los fanáticos de Indonesia y Malasia que pudieran formar parte de Al Qaeda o de alguna otra organización terrorista. Créame, señor Turner, no es que no estemos de acuerdo con la causa, en absoluto, pero no lo estamos con la manera en que su país actúa. —Alza la mano en un gesto apaciguador—. Pero no importa, no estamos aquí para convertirlo, sólo para intentar ayudarlo. Señor Turner, ¿de verdad cree que su presencia ha pasado desapercibida en todo el mundo musulmán del sudeste de Asia? Nadie se cree su tapadera de que trabaja para una empresa de telecomunicaciones, claro, y por supuesto su identidad, incluso su fotografía, se ha difundido a través de las redes musulmanas. ¿Cuántos jóvenes fanáticos cree usted que estarían encantados de liquidarlo con una explosión suicida? Tres grupos indonesios distintos se han puesto en contacto con nosotros, dos grupos con base en Malasia y un par de jóvenes musulmanes tailandeses que están furiosos por su provocativa presencia aquí. Usted es un hombre inteligente, señor Turner, brillante incluso, de modo que no es necesario que explique las ventajas que obtendría su élite gobernante de una guerra permanente con el islam. Petróleo y armas, señor Turner. Norteamérica es mucho más fácil de gobernar y de explotar cuando está en guerra, ¿no es así? En efecto, el mundo es mucho más fácil de explotar cuando está en guerra —otra pausa—. Permítame que le cite a un norteamericano muy inteligente: «América es un gigante, pero deformado». Sí, señor Turner, ustedes no son los únicos que pueden espiar los secretos del mundo electrónico…, no olvide que la mayor parte de sus componentes están fabricados al otro lado de la frontera, en Malasia.

Una prolongada pausa. Mitch Turner está intentando asimilarlo: ¿qué demonios está pasando aquí? La cita era de un correo electrónico que le había mandado a un amigo íntimo de Estados Unidos.

El imán continúa hablando:

—No queremos la guerra, señor Turner. Nosotros somos ciudadanos tailandeses y nos alegramos de serlo. No obstante, también somos musulmanes y quizá no hace falta que le diga lo implacables que pueden llegar a ser los budistas tailandeses cuando tienen la sensación de que la integridad del reino está amenazada, ¿no? Si lo asesinan aquí en el sur, señor Turner, los gritos de Washington se oirán por todo el mundo. El Gobierno tailandés, que ya tiene planes de emergencia para confinar a los musulmanes en campamentos si la seguridad empeora, se verá sometido a una presión enorme. Eso por supuesto sería el principio del fin, no solamente para nosotros sino para la paz en el sudeste de Asia. Pero no creo que a su Gobierno le importe demasiado. —Una corta pausa—. Queremos que se vaya de Songai Kolok, señor Turner. Si no quiere irse para salvar su propio pellejo, hágalo por nosotros. Creo que es cristiano, ¿no es verdad? Quizá sepa lo mucho que el Islam venera a Cristo, ¿no? Entonces, por el amor de Dios, váyase. —Mira intensamente a los ojos de Mitch Turner—. Persiga su pulsión de muerte en algún otro lugar, señor Turner, de ese modo tal vez sea usted la única víctima en lugar de serlo medio mundo.

Y habiendo dicho esto el imán se levantó y recorrió la estancia con gran dignidad; los demás le siguieron. Se detuvo en la puerta:

—Señor Turner, hay muchos problemas en relación con Occidente, pero puede que haya uno por encima de todos los demás que destruya la civilización. Hablo de su incapacidad para concebir que podrían estar equivocados.

Ahora Mitch Turner está solo. Abajo, en las chozas que rodean la comisaría de policía, la noche está muy animada. Mitch Turner está temblando del susto. Camina de un extremo a otro del piso mientras la cabeza le da vueltas y tarda más de cinco minutos en darse cuenta de que en su mesa de centro hay un paquete liado con un cuidado envoltorio verde y dorado, coronado por un lazo del mismo color. A tenor de las circunstancias no era probable que se tratara de una bomba trampa, pero tiene los nervios tan alterados que las manos le fallan una y otra vez mientras lo abre. En su interior: una bola de opio negro y viscoso, mucho más grande que cualquiera de las que Chanya le ha traído nunca.

«Él sabía que tengo una pulsión de muerte, lo vio», dice Mitch Turner entre dientes mientras se prepara la pipa.