Capítulo 32

Me han llamado para que acuda a comisaría y estoy en la parte trasera de una motocicleta escuchando a Pisit, que está buscando camorra respecto a una estrella de cine de Hollywood que encabezó una campaña para evitar que una fábrica del norte de Tailandia empleara a niños menores de edad. Presionó a cierto minorista de ropa deportiva que canceló sus pedidos a la fábrica y ésta tuvo que cerrar. Ahora los padres de los niños que acaban de quedarse sin empleo tienen que vender a sus hijas como esclavas sexuales en Malasia debido a la pérdida de ingresos tras lo de la fábrica:

«Cualquier persona que tenga información sobre esos algoritmos del idioma inglés que hacen que sus hablantes tengan tantas pretensiones de superioridad moral, o incluso sobre la psicopatología de las cruzadas en general, que me haga una llamada al soon nung nung soon soon nung nung soon soon».

Cuando nos aproximamos a la comisaría me quito los auriculares. Había un no sé qué en el tono de Vikorn cuando anoche me habló de esta reunión. Parece ser que ha llegado otro más de la CIA, se supone que para hacerse el duro. La presunta relación con Al Qaeda ha hecho que a Langley se le haga la boca agua. Hoy las cosas no pintan bien.

Es una mujer alta, de más de metro ochenta, delgada y con porte militar, de unos cuarenta y tantos años hermosos y sanos, aunque su rostro y su cuello sufren ese aspecto demacrado característico de los que tienen el vicio de correr. Lleva el cabello muy corto, gris y en punta: me pregunto si compartirá barbero con Hudson. No gasta tiempo ni dinero en cosmética y su higiénico olor incluye referencias al ácido carbólico. El traje es de un color gris hierro con unos pantalones anchos. Estamos en el despacho de Vikorn, pero podría ser perfectamente el suyo.

Vikorn, apagado, ha dejado que tome el control, al menos de momento. Una mujer era lo último que se esperaba (pero creo que está ideando un plan). Ella no saca las manos de los bolsillos de sus pantalones y mientras habla va andando de un lado a otro con aspecto meditabundo. Tiene ese aire de superioridad contenida de viejo bibliotecario con acceso a catálogos secretos. Hudson está sentado con incomodidad, tal vez incluso con resentimiento. A Bright no lo han invitado. Nadie interrumpe. Yo traduzco para Vikorn en un susurro para que ella no pierda el hilo de sus pensamientos. La han entrenado para sonreír frecuente e inexplicablemente, ¿quizás en el mismo curso donde aprendió combate sin armas?

—Se trata de una información muy seria. Detective, quiero darle las gracias a usted y a su coronel por proporcionarnos estas pruebas. Esto es un nuevo rumbo para Al Qaeda, y es un rumbo sorprendente. Nunca hemos visto un tema de castración, pero tiene mucho sentido desde su punto de vista —hace una pausa, frunce el ceño con nerviosismo y continúa hablando— y por supuesto podría haber un tema de venganza por el fracaso en Abu Ghraib. ¿Cuál es la idea de Norteamérica que tiene el resto del mundo, especialmente el mundo musulmán en vías de desarrollo? Como una especie de caricatura de Superman, de un superhombre, con énfasis en lo de hombre, una sociedad excesivamente masculina obsesionada con su poder y su virilidad. Si empiezan a cortar nuestros órganos masculinos, eso mandará uno de esos toscos y potentes mensajes que los jóvenes, los ignorantes y los fanáticos tienen tendencia a abrazar. De hecho, los emperadores de la dinastía Ching utilizaron exactamente la misma técnica de intimidación y siempre les cortaban los testículos a los prisioneros de guerra, cosa que ciertamente acabó con la moral del enemigo. Es inteligente. Muy inteligente. No podemos dejar que quede sin respuesta.

Hudson suelta un gruñido. Ella hace una pausa, apoya el culo contra la pared y, con frialdad pero con compañerismo, le hace un gesto con la cabeza a Hudson antes de volverse hacia mí.

—¿Lo ha traducido todo? ¿Voy demasiado rápido? Lamento no hablar tailandés. Mis únicas lenguas extranjeras son el árabe estándar, el español y el ruso.

Le transmito la pregunta a Vikorn, que la mira a los ojos por primera vez y luego vuelve a mirarme a mí.

—Pregúntale en qué punto de la escala salarial del ejército norteamericano se encuentra.

Ante esta pregunta típicamente tercermundista, ella corresponde con una sonrisa condescendiente.

—Dígale a su coronel que no estoy en el ejército.

—Ya sé que no está en el jodido ejército —replica Vikorn—, pero les pagan según la misma escala. ¿Cuál es su rango equivalente? En Laos nunca dejaban de hablar de eso. ¿Ha sobrepasado las categorías de oficial técnico, está en la escala de oficiales o no?

Ella le dirige una mirada glacial a Hudson.

—Es más rápido limitarse a responder a la pregunta —le aconseja Hudson con la vista clavada en el suelo.

—Ya no funciona así —me explica ella. Hablando más despacio y con una deliberación aún más minuciosa, añade—: Su coronel hace referencia a treinta años atrás cuando la Agencia llevaba a cabo una guerra secreta, de modo que la escala salarial era más o menos equivalente a la del ejército. Actualmente suelen pagarnos de acuerdo con el Programa General del Gobierno Federal.

—Muy bien, el PG —dice Vikorn mientras rebusca en el cajón de su mesa—, en cualquier caso la categoría de paga del ejército se basa en él. ¿Qué rango tiene? —Saca una hoja de papel y la examina.

Ella asimila este ataque encubierto sin esfuerzo, tal como un boxeador profesional podría encajar el puñetazo de un aficionado, y enarca las cejas mirando a Hudson como un hombre sobre el terreno capaz de comprender a los campesinos locales.

—No le ha gustado la forma en que caminabas de un lado a otro de su oficina. Está comprobando que entiendes las reglas del oficio. Será mejor que le des lo que quiere.

—Ya veo —dice ella con un firme movimiento de la cabeza—. Puede decirle que estoy en la categoría once si eso sirve de algo.

Lo traduzco. Vikorn lo coteja con su hoja de papel.

—¿Qué grado?

—Categoría once, grado uno. —Unas arrugas horizontales le aparecen en la parte superior de la frente mientras él localiza con los dedos su posición en la escala—. Pero el PG puede resultar engañoso —añade, tratando de asumir el control mientras finge ayudar, de acuerdo con el manual—. Se perciben extras por destino, riesgo, este tipo de cosas.

Vikorn mira a Hudson con las cejas enarcadas.

—Categoría ocho, grado diez —confiesa Hudson.

—Así pues, ella parte de una base de 42.976 dólares antes del destino, en tanto que él parte de 41.808 dólares…, apenas si hay diferencia. —Vikorn sonríe abiertamente.

Cuando lo traduzco, ella menea la cabeza y luego cierra los ojos para imponerse paciencia. Con voz sonámbula (podría ser que el tema significara mucho para ella a pesar de su espectacular irrelevancia):

—Se está llevando a cabo una campaña para cambiar todo el bloque, orientarlo más hacia los resultados, hacerlo más competitivo, más parecido al funcionamiento del sector privado.

—Sin embargo, hay mucha resistencia a los cambios propuestos —comenta Hudson—, el informe BENS no es muy popular.

—¿Lo has leído de cabo a rabo?

—Sí, hay algunos retos prácticos, por ejemplo, ¿cómo evalúas resultados en la colectividad de los servicios de inteligencia? Los mayores éxitos son cosas que no salieron mal. ¿Cómo vas a reconocerle ningún mérito a eso?

Ella menea la cabeza.

—Es un problema.

—Ya lo ven —dice Vikorn cuando yo acabo de traducir—, nada ha cambiado. En Laos no dejaban de quejarse por lo mismo, hasta que aprendieron a hacer tratos con el Kuomintang y los hmong, pero obtenían sólo un diez por ciento por llevar la droga en sus aviones de transporte de Air America, cosa que a los hmong les pareció fantástica considerando lo que solían llevarse los chinos chiu chao, los vietnamitas y los franceses. Fue el incremento de ingresos gracias a la CIA lo que permitió a los hmong seguir luchando tanto tiempo como lo hicieron. Ésa fue una de sus operaciones más exitosas. El capitalismo en su máxima expresión. La verdad es que fue la única operación con éxito en ese teatro. —Yo traduzco.

Ella sonríe con una elegancia glacial.

—Demos por sentado los excesos de Laos, me gustaría volver al asunto que nos ocupa. ¿El coronel tiene alguna pregunta al respecto?

—Pregúntale si Mitch Turner era el verdadero nombre del fallecido.

Tras una pausa:

—Era uno de sus nombres.

Vikorn sonríe y asiente con la cabeza.

—Ahora pregúntale quién era.

Lenta, deliberada, educadamente:

—Es confidencial.

Vikorn vuelve a asentir. Un silencio inexplicable. Ella se vuelve hacia Hudson.

—La gente puede ser muy sutil en esta parte del mundo —explica Hudson—. Acaba de señalar que en su orden de cosas, que podría llamarse capitalismo feudal o realpolitik dependiendo del punto de vista de cada uno, ambos somos esclavos mal pagados que él podría comprar veinte veces sin apenas notarlo y que llevan a cabo una investigación sobre la muerte de alguien que probablemente entró en el país con un nombre falso y que, a efectos de la investigación policial, podría incluso no haber existido. En otras palabras, puede que no tengamos mucha influencia.

Debo admirar la distendida adaptación a la situación sobre el terreno por parte de la mujer: coge una silla, la acerca a la mesa de Vikorn y se sienta. Se inclina hacia delante con media sonrisa:

—Mitch Turner era uno de los nombres utilizados por un agente encubierto no oficial, un NOC, que fue destinado al sur de este país, asesinado en una habitación de hotel y que de alguna forma encontró el detective aquí presente. Yo no lo conocía. —Una mirada dirigida a Hudson.

—Yo tampoco, era demasiado nuevo, me hablaron de él mientras me encontraba en Estados Unidos. Se suponía que iba a verlo por primera vez la semana en que murió.

—Por lo que he podido entender era un oficial inteligente, tal vez demasiado, hay comentarios en su expediente que sugieren que podría haber sido mejor empleado en temas de investigación. Su resistencia al alcohol era nula, lo cual podía suponer un riesgo de seguridad y una tendencia a confundir sus tapaderas. Me han mandado aquí no porque lo asesinaran sino por la relación con Al Qaeda que su coronel demostró con tanta efectividad con esos dedos y los pelos negros.

—¿Confundía sus tapaderas? No lo sabía —dice Hudson.

—Me temo que sí —se dirige a mí, como si yo tuviera alguna importancia (pero al menos hablo inglés)—. Es un riesgo de la profesión, sobre todo para personas con un sentido de la identidad precario. Si utilizas una tapadera durante mucho tiempo, te conviertes en ella. Existen algunos trabajos de investigación sobre el tema. En ocasiones una tapadera anterior se inmiscuye en la actual, al fin y al cabo la identidad no es más que una repetición de detonantes culturales. También sufría una disfunción de su vida personal, pero eso les ocurre a todos los NOC. Ansían tener intimidad, pero ¿cómo se puede tener intimidad si uno es un secreto de Estado? Algunos de los sacrificios que exigimos son demasiado para nuestros agentes menos equilibrados. Y además tenía rachas intermitentes de fervor religioso, lo cual no ayudaba. Por lo que yo sé lo contratamos por su japonés y su elevado cociente intelectual, pero no iba a llegar a ninguna parte en la Agencia. Estaba considerado como un lastre en potencia y como un candidato a la jubilación anticipada. Lo mejor que se puede decir de él es que tenía una mente demasiado abierta, era un intelectual, un liberal nato que probablemente se unió a nosotros como parte de una romántica búsqueda de sí mismo. Hablando extraoficialmente, su muerte a manos de Al Qaeda es más importante que él. ¿Podemos volver a ello ahora?

—Por supuesto —responde Vikorn con una sonrisa condescendiente.

La mujer de la CIA —me dijo que se llama Elizabeth Hatch, pero ¿quién sabe?— asiente con la cabeza como para decir «gracias».

—Al Qaeda mató a Mitch Turner porque sabían quién era, pero no tenemos constancia de que se pusiera en contacto con ellos. Sus pocos intentos de alistarse allí abajo parecen haber sido en vano. ¿Estamos considerando un secuestro o un intento de reclutamiento que salió mal? ¿O un sincero intento de unirse a ellos que no creyeron? Estábamos escuchando sus comunicaciones. Atravesaba una crisis personal. Necesitamos saber qué estaba pensando, cuáles eran sus verdaderas intenciones, minuto a minuto. Usted es la única persona con la que contamos que tal vez nos sirva de ayuda. Y luego está esto.

Con una tranquilidad maravillosa se saca una fotografía del bolsillo y me la muestra. Me sobresalto, se la enseño a Vikorn que también se sobresalta. Es la foto del cadáver de Mitch Turner, tomada después de que le dieran la vuelta y en la que se ve claramente la masa sanguinolenta de carne sin piel allí donde alguien lo había despellejado.

Ella ha jugado su baza con considerable sutileza, sin un solo toque de triunfalismo. En un tono neutro y gélido:

—No me pregunten cómo la he conseguido y yo no preguntaré por qué la han ocultado. —Mira la foto con curiosidad—. No sé por qué lo hicieron exactamente. La verdad es que complica bastante todo el asunto, ¿no? —Me hace un gesto con la cabeza—. Tal vez sea suficiente por ahora. Es usted nuestro hombre en campaña, creo que pronto hará falta que vuelva al sur. ¿Será posible tener un informe escrito esta vez? Si a su coronel no le importa, me gustaría que me informara a mí directamente.

—¿Tengo que hacerlo? —le pregunto a Vikorn.

Él asiente con renuencia.

—Es un trato. Han prometido dejar en paz a Chanya siempre y cuando colaboremos.

Aquella noche, antes de meterme en la cama, me fumo un pedazo de porro, me arrodillo ante la imagen de Buda que tengo en un estante en mi tugurio y me tomo el propósito de contactar con mi hermano de alma muerto, Pichai. Los rituales personales de todo el mundo están plagados de manías y talismanes adaptados a cada uno y en los que no voy a entrar. Si dejamos de lado toda la paja, mi llamado a la superior perspicacia forense de Pichai podría traducirse como: «¿Y qué coño hago ahora?».

Efectivamente, aquella noche viene a mí irradiando su habitual brillo dorado. Estamos juntos en lo alto de una montaña sobre la que las nubes pasan a una velocidad asombrosa. La intensa energía de este lugar crea un ruido cósmico de fondo. Pichai señala una formación de nubes que inmediatamente toman la forma de media luna de un gigantesco pez picudo saltando sobre una ola. Pichai está tratando de decirme algo con urgencia, pero su voz queda ahogada por el rugido del universo…

A la mañana siguiente hago que Chanya se ponga delante de mí, desnuda de cintura para arriba, en uno de nuestros picaderos del piso de arriba. No me resisto a la tentación de tocar su pecho izquierdo sobre el que está ese delfín particularmente elegante en un salto continuo.

—¿Dónde te lo hiciste?

Ella menea la cabeza con petulancia.

—No voy a decírtelo.

Le froto el pezón entre mi pulgar e índice como si fuera dinero, lo cual hace que se hinche bajo el delfín.

—Es un trabajo fantástico.

Me aparta de un empujón.

—¡Piérdete!

—Si no averiguo quién mató realmente a Mitch Turner esos tarados empezarán otra guerra.

—¡Piérdete he dicho!

Bueno, tal vez no fuera el delfín de Chanya lo que Pichai tenía en la mente. Quizá ni siquiera fuera un delfín, pero es la única pista que tengo.