Capítulo 21
Saca a una pobre chica tailandesa de su pueblo tercermundista, dale dinero y, ¿qué es la tercera cosa que quiere después de la mansión de tres pisos como un pastel de boda y el chabacano Mercedes? Por lo general, mobiliario estilo Luis XV en tonos acrílicos. Incluso el beis es estridente con este nivel de reflexión de la luz, y la alfombra verde es algo en lo que podrías jugar al tenis, pero no sé por qué, Khun Mu encaja con la decoración.
Unas palabras sobre Mu. Antes de que Vikorn lo matara, su marido, Savian Joey Sonkan, solía alardear de que había gastado más dinero renovando el cuerpo de su mujer que en la casa y el garaje de cinco plazas, pero Mu empezó a esculpir su cuerpo antes de conocerlo a él. Era lo que se conocía como una persona de desarrollo tardío. La mayoría de sus amigas abandonaron el pueblo de Isaan cuando tenían alrededor de dieciocho años para ir a trabajar a la gran ciudad. Muchas regresaban por vacaciones para presumir del dinero que estaban haciendo a costa de estúpidos farang que alquilaban sus cuerpos por unos precios absurdos (con lo que esos tipos se gastaban en una noche en los bares podías comprar un búfalo plenamente desarrollado). Durante años estas historias no parecieron afectar demasiado a Mu, hasta que un magnífico día robó los ahorros de la familia de debajo de la cama de sus padres y se lo gastó todo en realces de silicona para los pechos y en un nuevo guardarropa, antes de escaparse a Krung Thep para hacer su fortuna. La suerte quiso que topara su destino no con hombres occidentales (el pecho rígido y resonante y el cuerpo rosa con calcetines resultaron resistibles a pesar de lo que le aseguraban sus asesoras), sino con un jao por del país, un joven magnate de las drogas que sabía apreciar a una mujer cuyos gustos fueran tan malos como los suyos.
Joey no solamente traficaba con drogas, vivía con ellas. Después de que mi coronel lo abatiera encontramos armarios llenos de yaa baa, el colchón de matrimonio lleno de heroína y fardos de ganja en el garaje. Vikorn, que ya era mayorcito para los tiroteos con forajidos y hubiera estado encantado de llegar a algún acuerdo (digamos un modesto setenta por ciento de los beneficios brutos de Joey), no tenía ninguna intención de matarlo, pero la otra pasión de Joey, aparte de las drogas y las modificaciones en el cuerpo de su mujer, era las películas de persecuciones, cuanto más violentas mejor. Quería morir como Al Pacino en El precio del poder y, tras años de provocación, finalmente Vikorn le concedió su deseo.
Mi compañero muerto Pichai estaba allí en operación de vigilancia, igual que yo y la mitad de los polis del Distrito 8, por no mencionar a todas las cadenas de televisión. Joey apareció desarmado en el balcón del dormitorio, insultando la hombría de Vikorn y provocándolo para que se batiera en duelo, en tanto que Vikorn permanecía agachado detrás de una de las furgonetas de la policía, aferrado a un rifle de caza con mira de infrarrojos que disparó antes de que Joey terminara de proponer sus reglas de enfrentamiento. Quizá Joey se había esperado algún tipo de juego sucio como aquél, puesto que se había colocado en el extremo mismo del balcón, asegurándose así una caída telegénica con voltereta hacia atrás incluida antes del ¡paf! final. Al cabo de unos minutos Mu apareció en el balcón agitando un recargado pañuelo blanco estilo Luis XV y sonriendo a las cámaras. No guardaba ningún rencor, explicó con una sonrisa radiante. Al fin y al cabo ahora la casa y los coches eran suyos, por no mencionar el mobiliario. Un par de horas más tarde, en comisaría, descubrimos, para nuestro asombro, que aquella chica de gánster bobalicona que apenas sabía leer ni escribir tenía una memoria excelente. Por lo visto tampoco tenía miedo e hizo una lista con un total de trescientos veintiún nombres de socios comerciales de su marido (aun así era una lista selectiva: ninguno de ellos era poli) al tiempo que mantenía la misma sonrisa ansiosa de agradar en su rostro y nos apuntaba con sus pirámides. Sin necesidad de animarla demasiado (bueno, para ser precisos, con una oferta de no presentar cargos contra ella) pudo confirmar que, a pesar de las apariencias, Joey iba secretamente armado (e invisiblemente también) y que Vikorn estaba en lo cierto al afirmar que había disparado en defensa propia, silenciando así a los críticos defensores de pleitos perdidos de los medios de comunicación. Sus habilidades negociadoras también resultaron ser superiores a las de su difunto marido. Antes de abandonar la comisaría le señaló a Vikorn que ahora su vida quizá valía un baht y que si no tenía protección mientras durara todo aquello sería como si se hubiera suicidado al proporcionarnos esa lista de sospechosos.
—Necesitas dinero —fue la respuesta de Vikorn.
—Exacto.
—Está bien —dijo Vikorn. Mu se tomó esas dos palabras como un permiso para continuar comerciando con el ejército. Vikorn también le permitió quedarse con un diez por ciento de las drogas que había en la casa. Al fin y al cabo el resto era más que suficiente para la sesión fotográfica de rigor para la prensa, con Vikorn vestido con el uniforme completo de coronel de la policía, de pie y sonriendo ante una mesa cargada con heroína, morfina, metanfetamina y marihuana, cuyo valor en la calle bastaba para comprar toda una flota de aviones de pasajeros.
Todo eso fue hace unos años. Seguimos consultando con ella de vez en cuando. Vikorn tampoco es mal negociador y parte del trato fue que ella debía permanecer como informante, particularmente contra Zinna, que era el principal proveedor de Joey. Para mantenerla con vida, nuestras visitas están restringidas a no más de una al año y es necesario mantenerlas en un anonimato absoluto.
El dinero y el tiempo han demostrado que por naturaleza no es ni una prostituta ni una sinvergüenza, sino una auténtica excéntrica. A pesar del riesgo para la seguridad, se ha negado a desocupar la mansión, cuyos terrenos ha convertido en un refugio para perros y monos callejeros que alimenta personalmente tres veces al día, normalmente vestida con una bata de estar por casa de un rosa cegador, excepto en los aniversarios de la muerte de su marido en los que viste de malva, el color favorito de Joey (uno de los Roll Royce también es de color malva). Hay unos guardias de seguridad armados y uniformados (de malva) que están por todas partes y que patrullan constantemente el perímetro del terreno. Incluso hay una garita en la que tengo que mostrar nuestras identificaciones y una cámara digital que le permite examinar mi cara y la de Lek antes de dejarnos entrar.
En estos momentos estamos de pie sobre la alfombra de pista de tenis en el salón principal donde ella está sentada en un sofá de cinco plazas de un color beis brillante, acariciando a una joven y muy adormilada perra dálmata. Por casualidad, porque a Vikorn le gusta llevar la cuenta, sé que no tiene un amante habitual, a menos que sea uno de los guardias de seguridad, lo cual es poco probable. Es como una monja multimillonaria con una debilidad por los animales. La soledad prácticamente había hecho que se desvaneciera su timidez y el ilimitado juego de emociones que cruzan por su rostro, de la tristeza a la alegría y vuelta a empezar, resulta absolutamente infantil.
Lek está impresionado por la vulgaridad de la decoración y se ha quedado clavado en el sitio.
Mu dice:
—Me acuerdo de ti. Tú eres el mestizo que estaba en el tiroteo. ¿Mataste a mi marido?
—Sabes muy bien que fue el coronel Vikorn.
—Ah, sí. Al menos fue él quien se llevó el mérito ante los medios de comunicación, pero es un hombre muy astuto. Tal vez fuisteis tú o uno de tus colegas los que apretasteis el gatillo, ¿no? —Yo no digo nada—. ¿Te gustaría verle? —Toso—. Ven, estoy segura de que estará encantado. —Deja a la dálmata en una de los sillones y a continuación le lanza una mirada a Lek—. ¿El chico guapo también viene?
En una habitación adyacente al salón Joey está embalsamado a l’americaine en una pose característica de cuando estaba vivo, sentado en una silla de director sosteniendo un teléfono móvil pegado al oído y un cigarro en la otra mano, vestido con americana y una camisa de Gucci desabotonada en el cuello, unos elegantes pantalones deportivos de YSL y mocasines multicolor. Su enorme sonrisa de intensidad acrílica encaja perfectamente con el estilo de la casa. En una cuidada mezcla de culturas, Mu lo ha rodeado de imágenes doradas de Buda en sus varias posturas y hay velas eléctricas a imitación de las votivas que parpadean por todas partes. La decoración sigue los criterios de la casa y el color que domina es…, lo has adivinado. Antes de entrar en el santuario ella se cambió y se puso una bata de estar por casa de color malva. Tengo la inquietante sensación de que debajo de ella no hay nada más que un cuerpo desnudo modificado.
Se lleva una mano con las uñas muy bien arregladas a la boca.
—¿Sabes? Cada vez que pienso en ese día me siento fatal.
—No queríamos hacerlo, de verdad —le explico—. Vikorn hubiera hecho un trato si Joey no hubiese querido morir.
—Lo sé. Pero digo después. En la comisaría. Debisteis pensar que era una estúpida y una ingenua, la típica chica del campo que está perdida en la ciudad.
—En absoluto. La verdad es que nos quedamos todos bastante impresionados.
—¿Ah sí? —Una risa de desprecio—. No intentes engatusarme, detective. Os estabais riendo todos a mis espaldas.
—¿Por qué tendríamos que hacer eso?
—Por la silicona, por supuesto. Joey estaba siempre tan ocupado haciendo dinero que nunca se informó sobre los implantes adecuados. Mira.
Se abre la bata y allí están. Por primera vez Lek muestra interés en el caso. Tengo la sensación de que será como sacarle una carga de la cabeza si sigo sus indicaciones y las examino, aunque ya me he dado cuenta de lo que quiere decir. La rígida silicona ya no está, reemplazada sin duda por bolsas de solución salina o por colágeno que, puedo dar fe de ello, ceden muy bien al tacto, rebotan y se balancean maravillosamente y la verdad es que son prácticamente indistinguibles de las reales, aunque un purista podría quejarse de que corresponden a una mujer diez años más joven.
—¿Puedo? —pregunta Lek. Mu sonríe y asiente con la cabeza. Él toca ambos pechos con gran reverencia, como si examinara objetos de arte que pronto él mismo poseerá—. Son asombrosos.
—Sí —digo yo—, excelentes. Debes de estar muy orgullosa.
—Sí —responde al tiempo que se abrocha nuevamente la bata y le dirige una rápida mirada a Joey—. Bueno, ¿qué queréis saber? Una vez al año más o menos Vikorn manda a alguien, pero la verdad es que actualmente estoy muy desconectada.
—¿Delante de Joey?
—Claro que no, vamos arriba, me gusta mirar a los animales.
El dormitorio es tan grande que parece el departamento de camas de unos grandes almacenes, todo es de ínfima calidad. Por un momento mi mirada torturada se posa con optimismo en un modesto juego de estantes para libros. Me impresiona el hecho de que los libros sean todos budistas; sin embargo, se me cae el alma a los pies cuando me doy cuenta de que todos son el mismo libro.
Nos sentamos los tres con recato en el asiento que hay bajo una ventana y que creo que debe de ser su favorito. Miro hacia el patio donde un mono está montado sobre un gran danés, igual que si fuera un yóquey, e incluso se sirve de su largo brazo para alentarlo a seguir adelante. Todo va bien y hasta el perro parece estar disfrutando del privilegio de transportar de un lugar a otro a una especie superior cuando otro mono, un chimpancé, creo, un poco mayor y de aspecto más astuto, quiere dar una vuelta.
—Ése es Vikorn —explica Mu.
La primera ocurrencia de Vikorn es balancearse de la cola, lo cual tiene el efecto de detener al perro. Ahora le salta al lomo, para unirse con su compañero en tanto que otros monos se congregan a su alrededor. Mu pronuncia sus nombres en voz baja de vez en cuando. Por lo visto todo el Distrito 8 está aquí.
Mu nombra a los perros uno a uno. Son todos famosos traficantes de drogas.
—De este modo recuerdo a la gente. Pienso a cuál de mis perros se parece más. A menos que sean polis, entonces tienen que ser monos. Los monos son más inteligentes, pero no son muy felices. Siempre tienen algún problema, pero los perros están bastante satisfechos a no ser que los monos empiecen a hacérselo pasar mal.
—¿Hay algún perro que se llame Denise?
Ella me mira con un parpadeo.
—¿Denise? —señala a una hembra de bulldog—. Sí, allí está. ¿Es de ella de la que quieres que hablemos?
—Si no te importa.
Ella vacila.
—¿Esto está autorizado? Se supone que Vikorn tiene que mantenerme con vida.
—Tomamos precauciones, hemos venido en taxi. Estoy seguro de que no nos han seguido.
Agitada, se levanta para ir a buscar un bolso de Chanel y un gran espejo de mano con marco de plata. Sin el más mínimo asomo de timidez abre el bolso, saca una caja plateada que podría haber sido diseñada para el rapé, esparce una línea del blanco contenido sobre el espejo, lo arrastra con una hoja de afeitar para unirlo todo, se inclina hacia delante, se tapa una ventana de la nariz con el índice de la mano izquierda en tanto que esnifa por el agujero de la derecha, cambia de agujero, vuelve a erguirse y coloca de nuevo la bolsa y el espejo en una mesa cercana, todo ello en un movimiento sin interrupciones. Cruza la mirada con la de Lek:
—Es para los nervios.
Me dirige otra mirada parpadeante y suspira.
—En el negocio hay más mujeres farang que antes. Denise ya lleva bastante tiempo por aquí. Al principio era una jugadora de poca importancia, bastante atolondrada. Los agentes del servicio de inteligencia británico MI6, la estaban espiando en Ko Samui y Phuket. Ella nunca llevaba nada encima, sino que utilizaba a hombres como correos, una variación del método habitual. Siempre eran hombres de raza blanca y que estaban hechos polvo, la mayoría británicos y australianos descerebrados, vagos de playa con hábitos que alimentar. A más de la mitad los atraparon, por lo que su reputación se resintió y todo aquel que sabía algo del negocio tenía miedo de llevarle cualquier cosa. De alguna manera se puso en contacto con el ejército y se reinventó a sí misma. No obstante, tuvo que convencer a los correos de que estaba debidamente relacionada en Tailandia. Uno de los hombres de Zinna me la presentó.
—¿Organizas sus sesiones de credibilidad?
Una sonrisa.
—Podría decirse así. Se volvió muy cuidadosa con los hombres que utilizaba. Seguían siendo estúpidos, pero con mucha más experiencia. No eran los vagos habituales, formaban parte de la industria en sus propios países, normalmente habían cumplido condena, pero al menos sabían cómo funcionaba todo. El último, Chaz Buckle, sabía un montón sobre Tailandia y sobre el funcionamiento del sistema. Sabía que la mejor manera de abandonar el país con una maleta llena de droga era tener a una de las autoridades de nuestro lado. La poli o el ejército.
—¿Era su amante?
—Sí. Normalmente lo son. Utiliza el sexo así…, creo que es su manera de divertirse.
—Él lleva su nombre tatuado en el brazo.
Ella se encoge de hombros.
—Tatuajes, ¿qué significan? Son como las camisetas. Pero tal vez lo suyo fuera en serio. Al fin y al cabo ella le presentó a Zinna en persona.
—¿Por qué accedería Zinna a eso?
Fija su mirada en la mía.
—Porque de pronto se encontró con más de cien kilos de morfina que necesitaba mover a toda prisa. Creo que tú sabes de dónde provenía dicha morfina. Es la misma mierda que utilizó Vikorn para intentar tenderle una trampa e incriminarlo en ese consejo de guerra. Quería deshacerse de ella rápidamente porque sabía que Vikorn le descubriría el juego. Necesitaba que los correos llevaran hasta veinte o treinta kilos cada vez, y eso no puedes hacerlo con aficionados, tienes que utilizar a personas que sepan lo que hacen. Y dichas personas quieren seguridad. En Tailandia quieren saber que tienen a alguien importante de su lado para garantizar una salida del país sin complicaciones. Suelen conocer el chanchullo de utilizar a un correo de poca monta como señuelo propiciatorio mientras el cargamento importante pasa sin que lo descubran.
—¿La reunión tuvo lugar aquí?
—Sí. Yo soy el terreno neutral.
—¿Zinna vino con algunos de sus hombres?
—Por supuesto. Fue todo un espectáculo. El correo farang Buckle quedó muy impresionado. —Mira por la ventana, luego me mira a mí.
—Gracias —le digo—, es lo que necesitaba saber.
Ella sonríe educadamente y se levanta para acompañarnos abajo. Está claro que es todo el riesgo que puede correr. La entrevista ha terminado. Fuera, en el magnífico porche con columnas, posa su mirada en Lek.
—¿De verdad puedes encargarte de él? Es demasiado guapo, demasiado inocente. —Alarga la mano y le acaricia el pelo como si fuera un perro—. Al pobrecillo todavía no lo han herido. Espero que sobrevivas.
En el taxi Lek se controla cuanto puede pero al final suelta:
—Así pues, ¿cuándo voy a ver a Fátima?
—Tengo que prepararla. Tal vez no quiera asumir la responsabilidad. Dame una semana más o menos —suavizo mis palabras con una sonrisa—. Estoy muy ocupado, ¿sabes?