Capítulo 43

—¿De qué mentiras hablas?

Se ha sobresaltado. Su narración parecía funcionar muy bien. Quizá hasta ella misma había empezado a creérsela, ¿no?

—Mentiras por omisión. El tatuaje, cariño. Tienes que hablarme de ello.

Ella respira profundamente.

—¿Ah sí? —Estudia mi rostro con una antigua pregunta en la mente: «¿Puede aguantarlo?»—. Está bien.

Resulta difícil decir qué ocurrió primero, si el interés de Mitch por el islam o su decisión de poner en práctica finalmente la idea de un gran tatuaje. De algún modo ambas cosas parecían ser producto del mismo impulso desesperado. En aquel preciso momento su conversación había empezado a carecer de coherencia. Recordándolo todo lo mejor que puede, parece ser que el espía de la CIA se había hecho amigo del mismo imán que le advirtió que los fanáticos radicales eran una amenaza para su vida. El recuerdo que Chanya tiene de su conversación con él es vívido aunque parcial, como las intensas pero inexplicables imágenes de un sueño de opio, que bien podría ser, puesto que en aquellos momentos Mitch casi nunca salía de su habitación sin haberse fumado al menos una pipa.

El imán vive fuera de la ciudad, en una modesta casa de madera sobre pilotes en medio de una verde y exuberante hondonada, de esas que sus hermanos árabes asocian con el Paraíso. Un pozo cartesiano que cuenta con la larga viga transversal de épocas anteriores une la tierra y el cielo. Allí no hay cables eléctricos ni telefónicos; éste es un oasis que la utilidad no ha profanado. Enclavado más profundamente en la hondonada y a no más de cinco minutos andando de casa del clérigo: una mezquita tan linda que bien podría haberla creado un dibujante de historietas. El alcance de la cúpula no es mayor que el de una casa grande y el minarete menos amedrentador que una antena de radio. En su primera visita, Mitch se encuentra en el centro de un pequeño grupo de guardaespaldas, uno de los cuales habla con una sirvienta que informa que el reverenciado clérigo está orando, pero que lo atenderá a su debido tiempo. Toma asiento en una estera con las piernas cruzadas, bebe té dulce de menta, dialoga sobre temas triviales con los guardias que, convencidos al parecer por la intuición de que es inofensivo, no lo cachean. Entonces empiezan a llegar unos hombres totalmente distintos. Llevan barba, visten las largas túnicas y los casquetes de los clérigos musulmanes y no le hacen ni el más mínimo caso.

Cinco hombres bastante mayores y de barba canosa llegan ahora con el porte digno de unos magos zoroástricos, cada uno de ellos con la espalda más recta que el último. Todos descienden hacia el suelo y cruzan las piernas bajo sus largas túnicas con la soltura de los iluminados, recuperando la compostura con un suspiro y cerrando los ojos. Se comunican mediante unos breves murmullos ininteligibles y no le prestan atención. Por fin llega el anfitrión. Tiene toda la guarnición propia de un esteta, incluyendo los rasgos delgados y adustos, la larga barba gris, la espalda recta, el talante devoto…, pero hay una energía especial en sus gestos, un brillo en sus ojos negros como el carbón. Un joven traduce las palabras del imán para Mitch:

—Estábamos hablando del gran Abu’l Walid Muhammad Ibn Rushd, ¿verdad? —El imán se pone bien la túnica con un gesto suave. Su voz no es más que un susurro cargado de fuerza—. ¿Continuamos con nuestro estudio?

—Si Dios quiere —murmuran los demás.

Mitch se da cuenta de que ha dado con un seminario de eruditos en el que se examinan y discuten las palabras de un antiguo clérigo. Mitch se queda cautivado. No obstante, decide esperar fuera de la casa hasta que termine el seminario. Con toda la gracia de la que es capaz se pone de pie, hace una reverencia y un wai y abandona la estancia. Teme que sus pasos en las escaleras de madera que llevan hasta el sendero que conduce al pozo sean el ruido más fuerte en este valle tranquilo.

Espera junto al pozo. Está a punto de anochecer, por lo que el imán irá a rezar a la mezquita antes de tener tiempo para Mitch. Él observa mientras salen todos de la casa en tropel, el imán recorre el corto camino hacia la mezquita y desaparece en su interior en el preciso momento en el que la canción del muecín parece elevarse desde la hierba hasta los cielos. El sol se pone, sale la luna: un cuarto creciente increíblemente grande y brillante se cierne caprichosamente por encima de una palmera. No le sorprendió que el imán poseyera el poder mágico para acercarse sigilosamente por detrás. Mitch se da la vuelta al oír un carraspeo y allí está, apoyado en el lado opuesto del pozo.

El imán habla con voz queda en un inglés formal y con acento, libre de las restricciones del contexto:

—Cuando Hollywood haga películas en las que los héroes no sean norteamericanos habrá paz en la Tierra. Según alguien llamado Ibn Qutaiba, en los jardines del Indostán cultivaban cierto rosal cuyos pétalos eran de un carmesí intenso y llevaban escrito el texto en caracteres árabes del famoso versículo del Corán: «No hay más divinidad que Dios y Mahoma es el profeta de Dios».

—Entiendo —dice Mitch arrastrando las palabras como un hombre bajo un hechizo.

—¿Eso es todo? ¿Ése era su islam? —le pregunto a Chanya mientras yacemos desnudos uno al lado del otro en nuestra pobre casucha, escuchando los ruidos de la noche.

—Es todo lo que recuerdo. Llegados a este punto fue bastante incoherente.

—¿Y el tatuaje?

El horimono era otra cuestión, una que requería ciertas decisiones bastante concretas. Chanya lo ve como el equivalente masculino de un implante en los pechos: la revolucionaria modificación que seguramente le cambiará el destino a uno. Lo único que sabe sobre el origen del tatuador es que surgió de los contactos japoneses de Mitch Turner. Como agente encubierto no oficial en Tokio, Turner había ido creando una red de contactos con los que mantenía relación. Como ocurre con frecuencia en el negocio del espionaje, un buen número de dichos contactos están asociados con los bajos fondos, que es lo mismo que decir las mafias yakuza. De vez en cuando el cotilleo del correo electrónico todavía se hace eco de recuerdos del comiquísimo exilio de un tatuador maniaco que una noche se emborrachó con un padrino yakuza y tatuó un dibujo del monte Fuji en la frente del mafioso. Se creía que el tatuador se ocultaba en Bangkok. La leyenda confirma que era un maestro en su arte, un genio en el seno de la gloriosa tradición de los artistas del grabado sobre madera de antaño, pero que andaba mal de dinero, ávido de trabajo y que estaba poco menos que chiflado. Valiéndose de unas técnicas conocidas por todos los espías, Mitch lo localiza sin dificultad.

El tatuador japonés viene a pasar una semana en la habitación de invitados de Mitch, en Songai Kolok. Chanya y él se caen mal desde el primer momento. A ella le da asco el meñique de la mano izquierda al que le falta una falange. Cuando él se queda en pantalón corto para trabajar, Chanya se da cuenta de que está compartiendo piso con un monstruo.

Al principio él no le habla y ella se lo toma como el colmo de la mala educación y como una expresión de desprecio hacia las de su gremio. Más adelante comprende que el hombre es patológicamente tímido a causa de su tartamudeo. Mitch y él se arriman a un grueso montón de dibujos que el tatuador ha hecho para que el espía norteamericano los considere, y hablan en un rápido japonés. Parece ser que las instrucciones de Mitch son muy específicas. El horimono tiene que ser un único trabajo gigantesco que le cubra toda la espalda, desde los hombros hasta las caderas. La mano derecha de Ishy trabaja con tanta rapidez que se hace borrosa y es capaz de crear unos elegantes bocetos a la velocidad del rayo. Chanya no había visto nunca a un hombre contagiado de la pasión por el arte. No le ofende el hecho de que el japonés no lance ni una sola mirada lujuriosa a su cuerpo. Aunque ha decidido odiarlo, respeta su fanática concentración. Observa embelesada la primera vez que abre una caja alargada lacada en negro, más o menos de las dimensiones de algo en lo que llevarías una flauta. Chanya se pregunta si este hombre trató alguna vez el cuerpo de una mujer con la reverencia que muestra por sus tebori, esas largas y pulidas agujas de bambú de treinta centímetros que utiliza para tatuar.

Después de los esbozos en papel, vino el concienzudo trabajo en el ordenador. Ishy trajo una cámara digital y un Sony Micro Vault. El software que tenía le permitía aplicar una rejilla en la foto de la espalda de Mitch Turner, con lo cual podía trazar todos los pinchazos de las agujas con precisión. A todo eso siguió la minuciosa transferencia de la rejilla a la espalda del norteamericano, luego un bosquejo general del trabajo utilizando una pistola occidental para tatuar. Cuando por fin está listo, Ishy mezcla su tinta en otra máquina que se sacude de una forma rara. El apartamento se llena del indescriptible olor de la tinta sumi y ella decide que no es ni agradable ni desagradable, sino exclusivamente japonés. Mitch aguanta con estoicismo la primera penetración profunda de su piel, tumbado en la cama con Ishy sentado por encima de él, utilizando todo el peso de su cuerpo tras la tebori, que el tatuador maneja como si fuera un largo cincel.

Ahora surge un problema. Mitch, que está sobrio, tiene dificultades para mantenerse quieto durante horas enteras. Puede soportar el dolor, pero no el aburrimiento. Ishy se va irritando cada vez más. No tolerará que la impaciencia de un norteamericano eche a perder su obra maestra. Se presenta una solución evidente. Mitch se fumará unas cuantas pipas de opio antes de cada sesión, lo cual lo mantendrá felizmente comatoso durante casi ocho horas. El tatuador está encantado. Su concentración es tal, que fácilmente puede trabajar casi sin interrupción durante las ocho horas enteras. Lo que creía que sería un trabajo de dos semanas puede realizarse en una, siempre y cuando Mitch esté colocado.

A Chanya no se le permite la entrada en la habitación, que ahora es el estudio de un artista, mientras Ishy trabaja. Su obligación es mantener una botella de sake caliente en todo momento, pues es el único sustento que el artista tolerará mientras lleva a cabo su labor. Por último, la divierte la manera en que el tatuador sale del dormitorio cada dos horas, se dirige hacia la botella de sake y regresa a la habitación sin ni siquiera percatarse de su existencia. Ella ha empezado a comprender que no es tanto una cuestión de malos modales como del comportamiento de una cosa salvaje, un morador de la jungla electrónica que nunca se ha socializado. Un día, para probar su teoría, ella está de pie en la cocina desnuda de cintura para arriba y el artista sale del dormitorio, toma unos tragos de sake y vuelve a su trabajo, deteniéndose en la puerta únicamente para comentar que su desnudez se beneficiaría con un horimono… ¿Tal vez un delfín azul sobre su pecho izquierdo?

—Los delfines son viejos —dice Chanya con desdén cuando él reaparece. Él suelta un gruñido, pero cuando vuelve a salir del dormitorio trae un esbozo del delfín más hermoso que ella haya visto nunca. Las proporciones concuerdan perfectamente con los encantos de la joven. Ahora, entre las largas sesiones con Mitch, Chanya se sienta en una silla e Ishy trabaja en su pecho. Ella está asombrada por la suavidad de su tacto, avergonzada por la hinchazón de sus pezones, cautivada por este misil teledirigido de firme concentración. Chanya no ha caído en la cuenta de lo erótica que puede llegar a ser la pasión masculina cuando se alza por encima del nivel del sexo. O lo engañosa. Se encuentra exagerando un poco el dolor. Él le ordena que coloque una mano envolviendo el pecho por debajo para mantenerlo firme.

—No te duele tanto. Las tetas no son tan sensibles excepto cerca del pezón. Son tejido adiposo en su mayor parte.

A finales de semana el tatuaje de Mitch está terminado y Chanya e Ishy se han convertido en amantes. ¿Qué se puede decir? Las preferencias sexuales de las prostitutas pueden ser excéntricas, yo lo sé mejor que nadie. Ella se avergüenza de sí misma, se avergüenza de traicionar a Mitch de esta forma pero ¿qué puede hacer? Mitch es prisionero de un millón de reglas y normas, la mayoría de ellas contradictorias; Ishy es una cosa salvaje que no conoce ninguna regla, ni siquiera de conversación. En términos de puro atractivo sexual no hay comparación. Y luego está el donburi, ese escandaloso e indeleble desafío al universo. La piel maltratada y profanada que a principios de semana la había horrorizado, al término de la misma ejerce sobre ella una atracción fascinadora. Como amante es extraordinariamente felino y los destellos de vivo color cuando él rinde un silencioso homenaje a su cuerpo siguen ardiendo en su mente mucho después de que él la haya dejado. Sueña cada noche con gigantescos y suntuosamente decorados nagas: dioses serpiente que poseen una sensualidad casi insoportable. Cada día, cuando vuelven a copular, ella piensa en el norteamericano que yace en trance en la otra habitación, exactamente como si Ishy y ella fueran los protagonistas de sus sueños eróticos de opio.

Por primera vez tiene en su interior el equilibrio de la pasión. Cuando Ishy regresa a Bangkok ella suspira por él. Se convence a sí misma de que la necesita, de que sólo ella con su sabiduría callejera y su invencible resistencia puede salvar a este hombre-niño perdido que va dando tumbos por la vida bajo la carga de un talento colosal. Pero él no responde a sus mensajes de texto ni a sus correos electrónicos. Es una primicia. Nunca se le había ocurrido que cuando por fin se enamorara de esta manera de un hombre podría ser que él no respondiera. Pasa por las manidas etapas de volcánico anhelo, furia, un gruñido en las tripas, una sensación de pérdida de poder, una convicción de que la ausencia de respuesta está relacionada con el hecho de aproximarse a su tercera década y/o con su desagradable profesión.

El último intento de ponerse en contacto con su amado consiste en un mensaje de texto de los que él prefiere: «Xk cño no mllmas?». No hay respuesta electrónica, pero al cabo de unos días llega un sobre con una única hoja de papel. Hay una sola frase, escrita con la más elegante tradición de la caligrafía tailandesa:

Porque no soy digno de ti.

Además de la hoja de papel, Ishy ha incluido la última falange del meñique que le queda. A ella le pasa por alto la astuta referencia a cierto impresionista holandés, pero el mensaje no. Ahora se siente avergonzada por otro motivo. Le parece que su pasión es de lo más burguesa comparada con la de él. Este gran artista sacrificaría sus manos por ella. Lo único que ha hecho ha sido anhelar y quejarse. Escribe frenéticamente el mensaje en su móvil, libera su corazón de todas sus ataduras y recurre al vocabulario de la extravagancia oriental:

Chanya: «Daría los2ojos x verte otravz».

Ishy: «Nsbes lo k dices».

Chanya: «Nme importa. Tkiero».

De un modo claramente remiso, Ishy accede a verla en Bangkok, no en su casa, que sigue siendo misteriosamente anónima, sino en un bar de Sukhumvit. Ella encuentra su actitud incomprensible, y por lo tanto aún más atrayente, llega pronto, se bebe tres tequilas para calmar los nervios y no tiene ni idea de qué hacer con el enorme gruñido del estómago cuando el tímido genio entra en el bar andando con torpeza, pide sake y se sienta a su lado. ¿Qué puede pasarle? Sus ojos arden de deseo por ella, pero se niega a llevarla a su apartamento. Intenta explicarlo, pero tartamudea más que nunca y sus palabras son del todo incomprensibles. Hasta que no se ha tomado tres botellas de sake ella no empieza a entender lo que dice, pero para entonces ya están ambos demasiado calientes para las palabras.

—Conozco un hotel en la esquina donde alquilan habitaciones a tiempo reducido —le confía ella.

—No tengo dinero.

Con impaciencia:

—No te preocupes, ya pago yo.

En la habitación llena de espejos y cargada con la obscenidad de una silla de ginecólogo dispuesto a servir las perversiones que se le requieran, ella hace que se tumbe en la cama y con su cuerpo perfecto lo cubre a él y a sus extravagantes tatuajes, lo hace suyo de la manera en que tantos hombres lo han hecho con ella…, o lo han intentado. Ahora, por primera vez en la vida entiende a los hombres y su necesidad de poseer de forma total a través del acto sexual (finalmente entiende a Mitch).

No recuerda durante cuánto tiempo hicieron el amor, pareció durar toda la tarde. De vez en cuando manda que les traigan sake tibio para él, cerveza fría para ella. Da la impresión de que están satisfaciendo un hambre acumulada a lo largo de varias vidas. Cuando por fin su pasión empieza a consumirse encienden el televisor, que automáticamente pone un vídeo de porno duro. Al fin, saciados, él, lo bastante borracho como para perder el tartamudeo, habla mientras yacen tumbados boca arriba, mirando sus cuerpos en el espejo del techo. Lo que ella ve allí es una mujer que yace desnuda junto a un extraterrestre. No sabe por qué encuentra consuelo en esta yuxtaposición, para ella igual que para él no hay ninguna sociedad de seres humanos a la que merezca la pena pertenecer, sólo hay una rasgada telaraña de hipocresía que es mejor evitar.

Ishy se explica: Sólo a través de su trabajo puede escapar un momento de su terrible sensación de ineptitud, producto del problema que toda la vida ha tenido con la gente. Pero ¿qué ocurre cuando no hay trabajo, como es a menudo el caso? Si está sin trabajar durante más de un día, empieza a sufrir una tortura mental de lo más insoportable, una sensación de asfixia… o peor aún, de aniquilación. Su propia existencia se ve eclipsada sin ningún tipo de consideración por la gente que charla alegremente, por el mero atisbo de esa camaradería natural a la que los tailandeses —sobre todo nuestras mujeres— son propensos. El cotorreo de dos ancianas puede hacer que sea presa de una furia celosa (es capaz de sentir envidia provocada por el mutuo acicalamiento de sus gatos). Su sensación de aislamiento es de una magnitud que ningún ser humano debería soportar. Experimenta la aberrante necesidad de tatuar a todo el mundo que tiene a su alrededor para que así lleven la prueba de su existencia durante todo el camino hasta la tumba. Tras más de dos días sin trabajo su mente se ve inundada de fantasías violentas. En el interior de su cráneo, justo encima de los ojos, se desarrollan unas historietas de extremo sadismo, asesinato y muerte. Sólo hay una actividad que por su intensidad puede reemplazar el consuelo de la creatividad.

—¿Y cuál es? —pregunta Chanya, temiendo la respuesta.

—El juego.

—¿El juego? —Casi suelta una risita. Se había imaginado algo mucho peor.

Pero cuando Ishy lo explica se da cuenta de que no es un vició que deba tomarse a la ligera. La razón por la que habla tan bien el tailandés, al menos yendo borracho, es que invirtió la mayor parte de su tiempo y dinero en combates de boxeo, peleas de gallos, carreras de caballos, incluso carreras de cucarachas en ciudades de cartón, bajo los puentes, entre los marginados de la ciudad. Para financiar su vicio pidió préstamos a usureros que siempre provenían de Chiu Chow, concretamente de la zona de Swatow, al sur de Shangai, lugar que durante miles de años ha albergado a los más grandes financieros y matones de los países de la costa del Pacífico. Su vida cuelga permanentemente de un hilo mientras hace lo que puede para saldar la deuda de un gánster sediento de sangre pidiéndole dinero a otro. Actualmente debe nada menos que un millón de dólares norteamericanos, la mayor parte pagaderos a unos financieros japoneses que lo salvaron de ser mutilado a manos de los de Chiu Chow, no sin antes garantizar la aceptación de un contrato particularmente oneroso.

—¿Y qué dice el contrato?

—No preguntes —contesta él—. No preguntes.

Aunque está dominada por la pasión, ella comprende a lo que se refiere. En Tailandia todo el mundo ha oído hablar de los usureros de Chiu Chow, y duda que los japoneses sean mucho más humanos. Si descubrían que tenía un amor en su vida, ella se convertiría en una influencia, le harían a ella lo que creyeran necesario para sacarle más dinero a Ishy. En su alocado intento por salvar su mente había hipotecado su vida.

—No solamente mi vida —replica Ishy con una mueca irónica en sus labios.

Desesperada, Chanya se encuentra discutiendo exactamente igual que un hombre:

—Pero podemos seguir haciendo esto de vez en cuando, encontrarnos en algún lugar seguro, ir a un hotel, estar juntos unas horas, ¿no?

Ishy menea la cabeza en señal de negación. Los que lo seguían eran implacables y sumamente buenos en lo que hacían. No podía arriesgarse. Sencillamente no podía soportar la idea de lo que le harían a ella. Las medidas que había tomado ese día para no dejar rastro eran rebuscadas hasta el punto de lo barroco, pero aun así no podía permitirse sentirse seguro. Eran los últimos momentos que pasarían juntos. Él está resuelto, su decisión es inquebrantable. Se irá a la tumba con el consuelo de que al menos logró protegerla a ella.

Chanya me está mirando con los astutos ojos de una mujer que ha experimentado todos los matices de los celos masculinos. Yo me paso la lengua por los labios, trago saliva para remediar la sequedad de garganta.

—Está bien —digo con voz ronca—. Está bien.

—¿Qué piensas? ¿Qué pasa por tu interior ahora mismo?

—La verdad es que estoy pensando en Mitch Turner.