Capítulo 34

El uniforme le quedaba grande y la gorra olía al sudor de otra persona, pero ambas cosas cumplirían su función.

Grant Loring se encontraba resguardado en el estrecho callejón que separaba la librería de una tienda de ropa, y no quitaba la vista de la entrada de la galería Euphoria.

Eran las ocho pasadas. La Fiesta del Otoño estaba en pleno auge, por lo que la tarde había sido una auténtica pesadilla. Se había visto obligado a escuchar grupo tras grupo de escolares que cantaban y actuaban en el escenario instalado en Fountain Square. Las voces agudas y chillonas de los niños le habían provocado dolor de cabeza. Las risas y las conversaciones de la gente habían aumentado el nivel de decibelios un poco más. Y si aquel trencito cargado de niños histéricos pasaba junto a él una vez más, se sentiría tentado de hacerlo descarrilar.

Miró la ventana de la galería. La muy zorra le estaba mostrando un collar a un cliente. Su ayudanta, una mujer de pelo corto, también estaba ocupada con otra persona.

Durante toda la tarde había entrado y salido gente del local. Al parecer, a su mujer no le iba mal el negocio. Si algo podía decirse de aquella zorra, era que tenía un talento natural cuando se trataba de ganar dinero. Ese talento era lo que la había hecho tan útil en el pasado.

Por fin, su plan iba a tener éxito. Sí, Branch la había cagado al no lograr matar a Truax, pero aun así el objetivo principal se había cumplido. Habría sido mejor que aquel detective hubiese muerto, pero el hecho de que estuviera en Phoenix, mordiéndose la cola una y otra vez, funcionaba igual de bien. En caso de que Truax diese con el apartamento de Branch, todos los indicios señalarían a Los Ángeles. Si, además, conseguía llegar al despacho de Shelley Russell, se encontraría solo con una anciana que había tomado demasiados medicamentos.

Era el momento de hacerse con aquella malnacida y largarse. Grant había decidido llevar a cabo la parte final de su plan aquella misma noche para así contar con la cobertura de la multitud y el ruido.

Solamente necesitaba encontrarse a solas con ella tres o cuatro minutos. Habría podido atraparla media hora antes, cuando la zorra había ido al aseo de señoras que había en la otra punta de Fountain Square, pero aquel cadáver ambulante la había acompañado hasta la puerta, y la había esperado para llevarla de nuevo a la galería.

A Grant le preocupaba que Russell no le hubiera entregado ninguna foto ni ningún informe sobre aquel esqueleto viviente. Menuda incompetente.

Pero el tipo no tenía pinta de suponer un gran problema. Probablemente no era más que un contable mal pagado, o tal vez el director de una funeraria, a juzgar por su aspecto. Aparte de aquel breve viaje al aseo de señoras, se había pasado toda la tarde sentado en el banco que había enfrente de la galería Euphoria, haciendo llamadas; muchas llamadas telefónicas. Tal vez era un corredor de apuestas.

Lo que estaba claro era que el gusto de su esposa por los hombres había cambiado. O eso, o es que había elegido a un amante situado en las antípodas de la clase de hombre que antes solía atraerle, por la misma razón que había adoptado una nueva identidad y una nueva forma de vestir. La muy tonta había tratado de reinventarse porque sabía que él seguía vivo y que algún día iría por ella.

Se estaba haciendo tarde. No iba a haber muchas más oportunidades de atraparla, así que no podía esperar más. Tenía que pasar a la acción.

Estaba tan ansioso por acabar de una vez y volver a desaparecer que ya casi podía saborear el triunfo.

* * *

Ethan se sentó en la silla de Shelley Russell y se sintió como en casa. El crujido de la silla era justo el adecuado. Russell guardaba un montón de notas y libretas en un cajón, y un buen puñado de bolígrafos en una bandejita encima del escritorio. Todo lo que había encima de él estaba cuidadosamente ordenado.

—Creo que vosotros dos tenéis más de una cosa en común —comentó Zoe—. Incluso sus notas se parecen a las tuyas —dijo, apoyándose en el hombro de Ethan para tener una mejor visión—. Son como jeroglíficos.

—Cualquiera que toma muchas notas acaba por inventar su propia manera de abreviar —contestó Ethan con aire ausente—; pero ella se aseguraba de escribir cada nombre en su totalidad, y apuntaba muchísimos números. ¿Ves? Este de aquí es el de la matrícula de la furgoneta de Branch.

—¿Para qué querría la matrícula de un cliente?

—Yo también lo hago. Es un procedimiento habitual. Cuanto más sepas de tu cliente, mejor.

—Me reconforta oír eso —dijo Zoe, y se sentó en la esquina del escritorio—. Si lo hubiera sabido antes de contratarte, seguramente habría acudido a Radnor.

—Ya, pero piensa en todo el buen sexo que te hubieras perdido.

—Bueno, tal vez tengas razón.

Lo siguiente que le llamó la atención a Ethan fue la palabra «federal», subrayada dos veces.

—Branch le dijo que era un agente del FBI —comentó—. Seguramente pensó que eso evitaría que Shelley le hiciera demasiadas preguntas.

Zoe tragó saliva.

—¿Crees que es posible que seas el objetivo de algún tipo de investigación federal? Tal vez por eso alguien te quiere muerto, para que no puedas hablar con los federales.

—Tranquila —dijo Ethan—. Si ése fuera el caso, ahora mismo estaríamos rodeados de agentes del FBI. —«Supongo», añadió para sus adentros, haciendo una pausa para seguir leyendo—. Parece que Branch no le explicó demasiado bien para qué quería contratarla. Se aseguró de que podía confiar en ella y de que mantendría la boca cerrada.

* * *

-Gracias por la información, Carl —dijo Harry desde el banco, mirando a Arcadia a través de la ventana, mientras acababa de hablar con su antiguo socio de Los Ángeles—. Considera pagado con creces aquel favor que te hice.

Harry colgó, sin perder a Arcadia de vista ni por un instante.

Seis semanas atrás, antes de llegar a Whispering Springs para echarle una mano a Truax, se hubiera reído ante la posibilidad de que tipos como él pudieran tener tanta suerte. Muchas cosas habían cambiado en su vida desde que había llegado a aquella ciudad. Ya nada volvería a ser como antes.

Al otro lado de la ventana, Arcadia estaba sonriéndole a un cliente. Un calor que todavía le resultaba extraño y ajeno le recorrió el cuerpo.

Trató de centrarse en los viandantes, especialmente en los que se detenían más de lo normal y en los que desaparecían entre la multitud con demasiada facilidad.

Observó a un guardia de seguridad que estaba a punto de meterse en un estrecho callejón que había entre dos tiendas cercanas. En la espalda del uniforme tenía impreso el logotipo de Sistemas de Seguridad Radnor, y el tipo tenía la gorra calada casi hasta los ojos. Era la tercera vez en la última media hora que aquel guardia se metía en ese callejón.

Los guardias de seguridad lo ponían nervioso. Por un lado, era muy fácil pasarlos por alto, y, por el otro, la mayoría llevaba un juego de llaves.

Miró una vez más en dirección a la galería Euphoria. Como Arcadia y su ayudanta estaban ocupadas con varios clientes, se levantó y fue andando hacia la entrada del callejón.

De repente oyó el silbato del trencito, que se acercaba por su derecha.

—¡Atención! —gritaba el conductor, un hombre corpulento que parecía embutido a la fuerza en la pequeña cabina del vehículo—. ¡Dejen paso al Expreso de Fountain Square!

Harry se hizo a un lado rápidamente, pero el tren estuvo a punto de aplastarle el pie izquierdo. El conductor sonrió con malicia, mientras los niños chillaban y aplaudían. Hizo sonar el silbato de manera triunfal y se dirigió a la fuente. Los chavales saludaron a Harry.

Cuando el último vagón hubo pasado, el guardia de seguridad había desaparecido en el oscuro pasaje.

A Harry se le tensó la nuca.

Corrió hasta el callejón y se detuvo en la entrada, tratando de ver entre las sombras. Las luces que iluminaban el paseo no penetraban demasiado en el callejón. Durante unos segundos, fue como si estuviera ciego.

Entonces vio algo que se movía al final del pasaje. Era el guardia de seguridad, que sostenía la mano levantada. Harry se dio cuenta de que tenía algo, pero no pudo distinguir qué.

* * *

Arcadia oyó sonar el teléfono. Observó el aparato que tenía más cerca y se dio cuenta de que era la línea privada.

Echó un vistazo alrededor. Molly estaba atendiendo a un cliente que se interesaba por un bol de cerámica hecho a mano. Y había otros cuatro clientes esperando su turno.

Arcadia le dedicó una sonrisa a una mujer que acababa de comprar un carísimo anillo y le entregó la bolsa plateada de la tienda, con el artículo dentro.

—Muchas gracias —le dijo—. Sé que disfrutará mucho llevándolo.

El teléfono volvió a sonar.

—Sin duda —contestó la mujer, que cogió la bolsa y se dirigió a la salida.

El teléfono sonó por tercera vez. Muy poca gente tenía el número de su línea privada. Zoe era una de ellas, y estaba en Phoenix. Tal vez tenía noticias que darle.

No quería contestar allí, donde todos pudieran oírla, así que fue a toda prisa a su despacho.

Justo cuando estaba abriendo la puerta, una mano le tapó la boca, a la vez que notó el cañón de una pistola contra el cuello.

Arcadia giró la cabeza levemente y pudo ver un rostro familiar bajo una gorra. Grant la había encontrado.

El pánico se apoderó de ella. Comenzó a temblar.

—Intenta algo, mi querida esposa, lo que sea, y disparo al primero que aparezca —le advirtió Grant. Arcadia no lo dudó ni por un instante—. Te conozco, zorra —le espetó con frialdad—. No dejarás que muera nadie si puedes evitarlo, ¿verdad? Iremos a la parte de atrás —añadió, mientras le tapaba la boca con cinta adhesiva—. Si haces algún ruido y alguien acude, lo mato. Por cierto, la pistola tiene silenciador.

Arcadia pensó en la pistola que había comprado precisamente para una ocasión así. Estaba en su casa guardada bajo llave, justo donde no servía para nada.

Grant la sacó a empujones por la puerta trasera. El callejón llevaba a otro pasaje y al aparcamiento para los empleados, y unos macetones con arbustos servían de valla decorativa entre el callejón y el otro pasaje.

Arcadia albergó cierta esperanza. Aquel pasaje casi nunca estaba desierto. Era utilizado por los empleados de las tiendas, que incluso de noche iban allí a fumarse un cigarrillo. Algunos de los adolescentes que trabajaban en los restaurantes de comida rápida solían reunirse detrás de los contenedores de basura para cosas que sin duda horrorizarían a sus padres. Además, casi siempre había algún vagabundo que se instalaba allí a beber vino barato.

Arcadia oyó voces procedentes del otro lado de los arbustos y se percató de un ligero olor a marihuana. ¿Cómo creía Grant que iba a sacarla de allí sin que nadie se diese cuenta?

Entonces vio un amplio carrito de la limpieza delante de ella, lleno de escobas y fregonas.

—Te meterás ahí dentro y te quedarás agachada —ordenó Grant—. No te dispararé a menos que no me dejes elección, porque prefiero mantenerte con vida para que me digas dónde tienes ese archivo que me robaste; pero si no me queda más remedio, juro que te mataré.

Arcadia caminó hacia el carrito y trató desesperadamente de pensar en algo. Cuando estuvo junto a él, Grant sacó un cubo de la parte delantera y lo puso del revés en el suelo para que Arcadia lo usase como escalón.

—Sube, vamos, maldita sea.

El interior del carrito estaba vacío. Había el espacio justo para esconder a un adulto de rodillas. Se desesperó. Nadie se fijaría en un conserje y en su carrito.

—Métete dentro —la urgió Grant.

Encima del carrito había una caja de cartón llena de rollos de papel.

Disimulando a duras penas lo nerviosa que estaba, pasó una pierna por el borde del carrito y se tambaleó un poco. Al recobrar el equilibrio y pasar la otra pierna, con la sandalia golpeó la caja de cartón, que cayó del carro esparciendo los rollos de papel por el suelo.

—Zorra estúpida. Agáchate —dijo Grant, levantando la voz.

Grant no estaba tan calmado como ella suponía, lo cual fue una sorpresa, ya que siempre había sido un hombre muy frío y seguro de sí mismo. Aquella noche, sin embargo, parecía ansioso.

Se agachó dentro del carrito y Grant tapó el hueco con un plástico. El olor a basura, combinado con el miedo, casi la hizo vomitar.

Al cabo de un instante, el carro se puso en marcha. Arcadia pensó que todavía tenía una pequeña posibilidad de salvarse. Era evidente que Grant tenía prisa, porque ni siquiera se había molestado en recoger los rollos de papel higiénico.

¿Cuánto tardaría Harry en ir a ver qué pasaba?

Oyó las voces de dos personas que estaban junto a los contenedores.

—Será mejor que volvamos al trabajo —dijo una de ellas. No se le oía demasiado bien—. Ya sabes cómo se pone Larry si tardamos en volver del descanso.

El otro le contestó algo, pero Arcadia no lo entendió.

El carro entró en el otro pasaje.