Capítulo 26

A las cinco y media de la tarde Ethan se desperezó, cogió su libreta y bajó a hablar de nuevo con su asesor.

Entró en la librería de su amigo y encontró a Singleton en su cubículo, inclinado sobre el ordenador.

—¿Duermes o trabajas? —le preguntó, apoyándose en el marco de la puerta—. Te pago para que me ayudes, no para que eches cabezaditas.

—Es propio de cualquier buen asesor quedarse dormido en el trabajo —repuso Singleton, quitándose las gafas y masajeándose las sienes—. Pensé que lo sabías. Además, la mitad de las veces que entro en tu despacho tienes los pies sobre el escritorio.

—Eso es porque estoy pensando.

—Pensando, ¿eh? —Se apartó del ordenador y se volvió hacia Ethan—. Y ¿has llegado a alguna conclusión?

Ethan abrió su libreta.

—Lindsey Voyle tiene toda la pinta de ser quien dice ser. Treinta y nueve años; estuvo casada con un productor que se divorció de ella el año pasado para casarse con una aspirante a actriz veinte años más joven.

—Vaya, qué notición.

Ethan prosiguió:

—Lindsey y su marido llevaban una vida de lo más glamorosa: fiestas, preestrenos, actos de beneficencia…

—Venir a Whispering Springs debe de haber sido como retroceder un par de peldaños en su carrera. ¿Tiene mucho trabajo como decoradora?

—Qué va —dijo Ethan, pasando una página de la libreta—. En algún momento fue la diseñadora de moda en Los Ángeles. Decoró las residencias y las oficinas de varias estrellas. Por lo visto, lo del divorcio fue algo desagradable, incluso para el mundillo de Hollywood; pero consiguió bastante pasta como para comprarse una casa en el desierto y montar un nuevo negocio. No hay indicios de que haya tenido problemas económicos o con la ley, y tampoco hay huecos misteriosos en su historial.

—Bueno, veo que tu parte no ha sido muy difícil —repuso Singleton, tamborileando con los dedos el borde del teclado—. La mía ha sido un poco más complicada.

—Eso es porque eres un asesor caro que se lleva una pasta por ocuparse de cosas difíciles. ¿Ha habido suerte?

—He contactado con nuestro viejo amigo, el Mercader.

El Mercader era el misterioso personaje que, a través de Internet, les había vendido a Zoe y Arcadia sus nuevas identidades tras su fuga del manicomio.

—¿Y bien? —preguntó Ethan.

—Me ha asegurado que nadie ha penetrado en su sistema. Me ha dicho que, si alguien ha dado con Arcadia, no ha sido gracias a él.

—Pero…

Singleton suspiró y dijo:

—El Mercader es bueno, pero siempre hay alguien mejor, y no hay ninguna identidad falsa que sea perfecta. Que se lo pregunten sino a todos los tipos que no han sobrevivido al programa de protección de testigos del gobierno.

—Ya. —No iba a ser tan fácil descubrir la verdad—. Además, hay otras maneras de encontrar a una persona, aparte de introducirse en el sistema del tipo que le vendió la identidad falsa.

—Tú debes saberlo mejor que yo —dijo Singleton—; es parte de tu trabajo.

—Grant Loring ganó una fortuna merced a varias estafas bien planeadas —dijo Ethan—. Los tipos como él siempre investigan mucho. Creo que podemos suponer que, en caso de que esté vivo, sabe mas de las cuentas secretas de Arcadia de lo que ella cree.

—Bueno, al menos tenemos algo a nuestro favor. El Mercader me debe una, y me ha dicho que hará algunas investigaciones por su cuenta. Es probable que él tenga acceso a ciertas fuentes que yo ni siquiera conozco.

Ethan dio unos golpecitos en el marco de la puerta con su libreta.

—Tampoco es que demos palos de ciego —dijo—. Gracias a Arcadia, sabemos muchas cosas sobre Loring. Si está al acecho, dejará alguna huella.

—Arcadia dijo que era un tipo que cuidaba todo al detalle —comentó Singleton.

—De momento no se aloja en ningún hotel de la ciudad; lo he comprobado esta mañana.

—Lo cual nos deja toda el área metropolitana de Phoenix —dijo Singleton, estirando los brazos por encima de la cabeza—. Afortunadamente, como has dicho, gracias a Arcadia tenemos bastante información con la que trabajar. Esta mañana hablé con ella y me dio una lista completa de todas las excentricidades y costumbres de Loring; sé lo que le gusta comer, sus vinos preferidos, la ropa que suele ponerse, los coches, los deportes que practica…

—Una mujer que ha vivido con un hombre sabe muchísimo más sobre él de lo que uno piensa.

—Tal vez porque las mujeres prestan atención a los pequeños detalles que los hombres solemos ignorar. Son ellas las que se preocupan de tu colesterol y de que te controles la próstata.

—Ya —dijo Ethan, pensando en ello—. Ninguna de mis anteriores esposas se preocupó jamás de mi colesterol ni de mi próstata. ¿Crees que tal vez eso indicase que no estaban preparadas para una relación a largo plazo?

—Puede ser. ¿Zoe te ha salido ya con lo de la próstata?

—No, pero esta semana me ha cambiado el protector solar por uno de factor cuarenta y ocho.

Singleton silbó.

—Eso explica que tengas tan buen aspecto.

—Un comentario sarcástico más y no te dejaré jugar con mis nuevas luces de emergencia —le advirtió Ethan, y se volvió para irse pero se detuvo un instante—. Por cierto, Jeff me ha dicho que tuvisteis una charla. Y creo que se siente mucho mejor; gracias.

—Nos sirvió a ambos —dijo Singleton, mirando la pantalla del ordenador como si hubiera algo realmente interesante en ella—. Obtuve tanto de ella como él.

—Me alegro. ¿Cuándo le pedirás a Bonnie que salga contigo?

—¿No te ibas por ahí a investigar?

—De hecho me iba a casa —repuso Ethan, mirando la hora y yendo hacia la salida—. Zoe me está esperando.

—Tienes suerte —musitó Singleton, tan suavemente que Ethan no lo oyó.

* * *

Zoe se encontraba en el pequeño aparcamiento de Casa de Oro cuando Ethan llegó.

Estaba lidiando con el enorme bolso negro que llevaba ese día y con dos bolsas de supermercado a rebosar que trataba de sacar del maletero. La posición en la que estaba, inclinada hacia delante, le proporcionó a su marido una bonita visión de su escultural trasero, cosa que disfrutó mientras se apeaba del todoterreno.

Zoe ya había conseguido coger una de las bolsas con el brazo e iba a por la otra, cuando Ethan la alcanzó por detrás.

—Ya me ocupo yo —dijo él.

—¡Ethan! —exclamó ella y, sorprendida, estuvo a punto de golpearse la cabeza con la portezuela del maletero—. No te he oído.

—Eso es porque me he entrenado para moverme con sigilo.

—¿Seguro? —dijo ella, mirándole los pies—. Yo creo que ha sido porque llevas zapatillas.

—Éstas no son unas simples zapatillas —contestó Ethan, cogiendo la bolsa que Zoe sostenía con el brazo—. Son zapatillas de atletismo de alta tecnología.

—Ah, claro; eso lo explica todo.

Ethan sacó la otra bolsa y esperó a que su mujer cerrase el maletero, para luego caminar juntos hasta el portal de hierro verde.

—¿Y bien? —preguntó Zoe, sacando su llavero del bolso para abrir el portal—. ¿Cómo te ha ido hoy? ¿Has descubierto algo más sobre Lindsey Voyle?

—Sé que no quieres creerlo, pero parece ser exactamente quien dice ser: una decoradora de Los Ángeles que se ha divorciado hace poco y que acaba de montar un negocio en Whispering Springs.

—¿Y no te parece extraño que alguien de Los Ángeles haya elegido una ciudad pequeña para comenzar de nuevo?

Ethan se limitó a mirarla. Ella frunció el entrecejo y dijo:

—Vale, tú también eres de Los Ángeles y viniste aquí a comenzar de nuevo. ¿Lo pillas ahora? Eso prueba mi teoría, ya que tu pasado no es muy normal que digamos…

—En eso llevas razón…

—Así pues, en el fondo no crees que Lindsey Voyle esté libre de polvo y paja, ¿verdad?

—Cariño, te juro que lo he contemplado desde todos los enfoques posibles. Hasta que se mudó aquí, se había pasado la vida decorando las casas de las estrellas de Hollywood y bebiendo champán del caro con los ricos y famosos. No hay ningún misterio. Además, recuerda que tú misma dices que en casos como este mi intuición no suele fallar.

—Ya —admitió Zoe a regañadientes, dándose por vencida.

Ethan le tomó la barbilla con delicadeza y la besó cariñosamente. Cuando notó que la boca de Zoe se ablandaba un poco, se apartó.

—Ten un poco de fe en tu detective, ¿vale? —le pidió.

—Vale —contestó ella, esbozando una lánguida sonrisa.

Siguieron andando.

—No he descubierto nada realmente interesante sobre tu archienemiga —dijo Ethan—, pero hoy he recibido una interesante visita de la competencia.

—¿De Nelson Radnor? —Zoe miró a su marido con cara de preocupación—. ¿Por lo de Valdez? Ya me imaginaba que se iba a enfadar.

—No lo bastante; me ha ofrecido trabajo.

Zoe hizo una mueca.

—¿Te ha vuelto a ofrecer un puesto en Radnor? No me sorprende. Le vendrías muy bien a su empresa. Supongo que has dicho que no, ¿verdad?

—En realidad quería que vigilase a su mujer; cree que tiene un amante.

—Madre mía —soltó Zoe, y se detuvo en seco—. Te has negado, ¿no?

—Oye, sólo porque sea del sur de California no quiere decir que tenga el cerebro de un surfista. Le he dicho que no acepto casos de divorcio, y menos si se trata de un colega.

Zoe se estremeció y siguió caminando rápidamente.

—Te hubiera puesto en una situación terriblemente incómoda. Ya tuviste bastante con lo de Katherine Compton y Dexter Morrow. Imagínate lo que pasaría si descubrieses que la mujer de Radnor tiene un romance con otro hombre; a Nelson no le haría ninguna gracia que le dieras la noticia.

—Eso mismo le he dicho; no le ha gustado, pero creo que lo ha comprendido.

Se detuvieron de nuevo, esta vez frente a la entrada del edificio de apartamentos.

Una vez dentro, la puerta del despacho de Robyn Duncan se abrió de repente, como si ésta los hubiera estado esperando. Ethan se percató de que el habitual desenfado de la administradora se vio menguado en cuanto lo vio a él. Definitivamente, la tenía tomada Zoe.

«Mantente al margen —se dijo Ethan, sin detenerse—; ésta no tu guerra».

—La estaba esperando, señora Truax —dijo Robyn, tratando de sonar amable—. Hay un problema con la cerradura de su apartamento.

Ethan se detuvo y se dio la vuelta.

—A la cerradura no le pasa nada —contestó Zoe sin detenerse—. Funciona perfectamente.

—Me temo que no —dijo Robyn—. No he podido abrirla con mi llave maestra.

—Eso es porque he cambiado la cerradura —respondió Zoe, adelantando a Ethan.

—En el reglamento del edificio pone bien claro que el administrador debe tener acceso a cualquier apartamento —arguyó Robyn—. Es una simple cuestión de seguridad.

—Al antiguo administrador no le importó que cambiase la cerradura.

—El antiguo administrador ya no trabaja aquí. —Robyn carraspeó—. Teniendo en cuenta la poca atención que prestaba a los detalles, seguramente ni siquiera se dio cuenta de que usted había cambiado la cerradura.

«Es verdad», pensó Ethan, pero prefirió mantener la boca cerrada.

—Yo le alquilé el apartamento al antiguo administrador, y doy por sentado que los acuerdos a los que llegué con él siguen vigentes —dijo Zoe, y se detuvo en mitad de la escalera para mirarla—. Consideraré cualquier intento de modificarlos como una violación de mis derechos de inquilina. Si insiste, tendré que consultarlo con mi abogado.

—No hay necesidad de meter a su abogado en esto —dijo Robyn al punto—. Estoy segura de que podemos solucionarlo. No me importa que haya cambiado la cerradura, pero necesitaré una copia de la llave.

—Me niego en redondo.

Lo último que Ethan quería era intervenir en aquella conversación, pero ya no tenía elección.

—¿Podría decirme cómo sabe que Zoe cambió la cerradura? —le preguntó.

—Pues porque intenté abrirle la puerta al técnico —contestó Robyn, poniéndose a la defensiva—. A pesar de todo, en adelante agradecería que me avisasen cuando alguien venga a reparar algo o a hacer alguna entrega a su apartamento.

Zoe apretó con fuerza el asa de su bolso y miró a Ethan, alarmada.

—¿Nos está diciendo que esta mañana alguien le pidió entrar en el apartamento de mi esposa?

—Efectivamente. Como acabo de decirles, aunque no estaba enterada, pensé que les haría un favor si le dejaba entrar. Pero mi llave maestra no abrió la cerradura.

—¿Quién era? —preguntó Ethan.

Robyn frunció el entrecejo.

—El técnico que iba a reparar el televisor, por supuesto. Llegó a mediodía. Ha sido una suerte que me encontrase en mi despacho. Mi horario figura bien claro en la puerta. Suelo cerrar de doce a una para comer, pero tuve que atender una llamada y…

—Hoy no esperábamos a ningún técnico —dijo Ethan.

Robyn se quedó boquiabierta y pestañeó un par de veces. Luego trató de justificarse.

—No puede ser; tenía un formulario debidamente cumplimentado.

—¿Iba a dejar entrar en mi apartamento a un completo desconocido? —dijo Zoe, indignada—. ¿Qué clase de administrador es usted?

—Nunca dejaría entrar a nadie en ningún apartamento sin que yo lo acompañase —replicó Robyn, ofendida—. Mi política es muy estricta en cuanto a las reparaciones a domicilio. Si el inquilino no está en casa, me quedo con el técnico en cuestión hasta que acabe. Es por eso que esta clase de cosas deben ser avisadas con antelación.

—Descríbame a ese hombre —dijo Ethan, tratando de que su tono no sonase amenazador, lo cual no le resultó fácil.

Robyn parpadeó varias veces, consciente de que había metido la pata.

—Bueno, tenía aspecto de… de técnico —dijo—. Iba de uniforme y llevaba una caja de herramientas y varios formularios.

—¿De qué color tenía el pelo? —le preguntó Zoe—. ¿Era alto o bajo?

—¿Qué edad cree que tenía? —preguntó Ethan.

—¿El pelo? —repitió Robyn, retrocediendo con nerviosismo hacia su despacho—. No me fijé.

—¿Largo o corto? —insistió Ethan.

—Corto —respondió Robyn, retrocediendo un paso más—. Creo; no estoy segura. Llevaba puesta una gorra.

—¿Le dijo su nombre? —preguntó Ethan.

—No —contestó Robyn, y tragó saliva—. Creo que lo llevaba bordado en el uniforme, pero no lo recuerdo. Era algo largo.

—¿Y el nombre de la empresa? —preguntó Zoe.

—No me acuerdo. —Robyn suspiró; comenzaban a brillarle los ojos.

Maldición, estaba a punto de ponerse a llorar, pensó Ethan.

—Cálmese. Sólo tratamos de saber cómo era. Por lo visto, debió de ser un ladrón que, sabiendo que no estábamos en casa, pretendió convencerla para que le dejase entrar en el apartamento y así robar el televisor o el ordenador.

Robyn palideció.

—Nunca permitiría que ocurriese algo así —aseguró.

—¿Se fijó en su vehículo? —preguntó Ethan.

—No.

—Supongo que ahora entiende por qué prefiero no darle una llave —dijo Zoe, dándose la vuelta para seguir subiendo—. Vamos, Ethan; necesito un trago.

—Si recuerda algo en particular de ese hombre, hágamelo saber, Robyn.

—¿Por qué? —preguntó ella sin comprender nada.

—Porque me gustaría encontrarlo y preguntarle qué demonios pretendía.

—Puede que no fuese un farsante. Tal vez se equivocó de dirección.

—Nunca se sabe —contestó Ethan, subiendo las escaleras—. Si era un ladrón, es posible que vuelva a intentarlo con otro apartamento. Después de todo, ahora ya sabe que usted está dispuesta a abrirle la puerta.

Robyn prorrumpió en sollozos, se volvió sobre los talones y corrió hacia su despacho. Una vez dentro, cerró de un portazo.

Zoe llegó al rellano y se dio la vuelta con una expresión de culpa en el rostro.

—Hemos sido un poco duros, ¿no crees? —le dijo a Ethan—. Tal vez deba ir a hablar con ella.

—Olvídalo —dijo él, dirigiéndose al apartamento—. Merece sentirse mal.

—Supongo que sí —admitió Zoe, siguiéndolo—. Oye…

—¿Qué?

—¿Estás pensando lo mismo que yo? ¿Que tal vez ese tipo no fuera un simple ladrón? ¿Que tal vez tenga que ver con lo de Arcadia?

—Sí, se me ha pasado por la cabeza —contestó Ethan, esperando a que ella abriese la puerta—. Llamaré a Harry y Arcadia y les contaré lo ocurrido.

Una vez en el apartamento, Ethan dejó las bolsas de la compra en la cocina y sacó su teléfono móvil.

—Si esto tiene relación con Arcadia —dijo Zoe—, ¿por qué querría ese hombre entrar en nuestro apartamento?

—Quizá porque sabe que sois buenas amigas. Tal vez quería más información sobre Arcadia y supuso que podría conseguirla aquí.

Zoe metió la mano en una bolsa y sacó un cartón de leche. Parecía pensativa.

—Esta vez ha sido un hombre, no una anciana con sombrero y cámara de fotos. Si Loring está detrás de todo esto, es evidente que cuenta con más de un compinche.

—A menos que el técnico fuera Loring disfrazado.

—Dios mío, no lo había pensado. Ojalá orejas de elfo nos hubiera dado una descripción más detallada.

—El típico testigo. No estaba prestando atención —comentó Ethan, llevándose el teléfono al oído.

Zoe soltó una risita burlona.

—Todo lo que le preocupaba era que yo no hubiera seguido sus benditas reglas.

Ethan observó cómo Zoe abría la nevera y metía dentro el envase de leche. La etiqueta no le resultaba familiar.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó, mientras esperaba a que Harry cogiese el teléfono.

—Leche de soja —contestó ella, volviéndose para sacar una bolsa de brócoli de la bolsa de la compra—. Se supone que es buena para el colesterol y para la próstata.

—¿En serio? —dijo Ethan. De repente veía el futuro con mejores ojos. Zoe se estaba preocupando por su colesterol y su próstata, sin duda una buena señal.

Todavía estaba sonriendo cuando Harry contestó.